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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

La gran caza del tiburón (19 page)

—Sí —dije—. Ya estoy enterado.

En realidad, lo había oído tantas veces que lo consideraba parte del programa. Killy tiene un tipo de atractivo sexual muy natural y evidente… Tan evidente, que yo estaba empezando a cansarme ya de tantas putas que me daban codazos para cerciorarse de que me daba cuenta. McCormack había establecido el tono en nuestro primer encuentro con su extraña advertencia de «discreción». Momentos después, contestando a alguien que le había preguntado si Killy tenía algún plan para iniciar una carrera en el cine, McCormack sonrió y repuso: «Bueno, no hay prisa; ha tenido muchísimas ofertas. Y cada vez que dice que no, sube el precio».

Killy, por su parte, no dice nada. Las entrevistas directas le aburren, en realidad, pero suele procurar ser cortés, sonreír incluso, pese al tedio cuajacerebros de contestar a las mismas preguntas una y otra vez. Sabe arreglárselas con todo tipo de ignorancia frívola, pero se le apaga la sonrisa como una bombilla fundida cuando percibe una aproximación carnal en la conversación. Si el entrevistador insiste o lanza una pregunta directa como, «¿Qué hay de cierto en ese rumor sobre usted y Winnie Ruth Judd?», Killy cambiará invariablemente de tema con un gesto hosco.

Su resistencia a hablar de mujeres parece sincera, y no deja a los desilusionados periodistas otra elección que refugiarse en la especulación nebulosa. «Killy tiene fama de ser un Romeo del esquí», escribía el autor de un reciente artículo de revista. «Típicamente francés, mantiene, sin embargo, una discreción absoluta respecto a su vida amorosa, y sólo dice que sí, que tiene una novia, una modelo».

Lo cual era cierto. Había pasado unas tranquilas vacaciones con ella en las Bahamas, una semana antes de que yo le conociera en Chicago, y, al principio, saqué la conclusión de que mantenía unas relaciones bastante serias con ella… Luego, después de escuchar un rato a su anunciador, ya no estaba tan seguro de lo que podía pensar. La «discreción» que habría desesperado a cualquier agente de prensa de baja estofa y del viejo estilo, se ha convertido, en manos de los fríos futuristas de McCormack, en un artículo de portada, misterioso y medio siniestro, utilizando la torpe actitud «sin comentarios» de Killy para propagar cualquier rumor del que él se niegue a hablar.

Jean-Claude comprende que su vida sexual tiene un cierto valor publicitario, pero no acaba de gustarle la cosa. En determinado momento, le pregunté qué le parecía este aspecto de su imagen. «Qué puedo decir —contestó, encogiéndose de hombros—. No hacen más que hablar de eso. Soy normal. Me gustan las chicas. Pero lo que haya es cosa mía, creo yo…».

(Poco después de esa conversación telefónica con él en Sun Valley, me enteré de que cuando le llamé
estaban
realmente «divirtiéndole» y nunca he entendido del todo por qué se pasó cuarenta y cinco minutos al teléfono en tales circunstancias. Para la chica debió ser terrible…)

Procuré ser franco con Stanner. Al principio de nuestra charla, dijo:

—Mira, te ayudaré lo que pueda en esto, y creo que estoy en posición de darte la ayuda que necesitas. Naturalmente, espero que hagas algo por Head Ski en las fotos del artículo y, por supuesto, éste es mi trabajo…

—A la mierda los esquíes —repliqué—. A mí me da igual que esquíe con lo que sea. Por mí puede hacerlo con tacones metálicos. Yo lo único que quiero es hablar con él, de un modo decente y humano, y saber qué piensa de las cosas.

No era lo que Stanner quería oír pero, dadas las circunstancias, reaccionó bastante bien.

—De acuerdo —dijo, tras una breve pausa—. Creo que nos entendemos. Tú buscas
input,
y eso es un poco raro, ¿no?


¿Input?
—dije. Había utilizado el término varias veces y me pareció oportuno pedirle que aclarara.

—Ya sabes lo que quiero decir —replicó—. Procuraré que lo consigas.

Empecé a hacer planes para subir hasta Sun Valley, de todos modos, pero luego Stanner lo desbarató todo ofreciéndose de pronto a conseguir que fuese yo (en vez del director del
Ski Magazine
) quien acompañara a J.-C. en aquel vuelo al Este.

—Tendrás un día entero con él —dijo Stanner—. Y si quieres venir a Boston la semana que viene, te reservaré un asiento en el autobús de la empresa para ir hasta Waterville Valley, en New Hampshire. Jean-Claude irá también, y por mí puedes tenerle para ti solo todo el viaje. Dura unas dos horas. Bueno, quizás te interese eso más, en realidad, en vez de hacer ese viaje en avión cruzando el país con él…

—No —dije—. Haré ambas cosas: primero el vuelo, luego el viaje en autobús; eso me dará todo el
input
raro que necesito.

Suspiró.

Killy estaba allí en Salt Lake, los ojos enrojecidos, nervioso, con una Coca-Cola y un bocadillo de jamón, en la cafetería del aeropuerto. Estaba sentado con él un hombre de United Airlines, y se acercó una camarera a pedirle un autógrafo; gente que no tenía ni idea de quién era se paraba y hacía gestos y contemplaba a la «celebridad».

La emisora local de televisión había enviado a un grupo de cámaras, lo que hacía que la gente se agrupara alrededor de la puerta, donde estaba esperando nuestro avión.

—¿Cómo sabe esa gente que estoy aquí? —murmuró furioso mientras recorríamos apresuradamente el pasillo hacia la multitud.

Yo sonreí.

—Vamos —dije—. Sabes de sobra quién les llamó. ¿Tenemos que seguir jugando a este juego?

Sonrió levemente y luego se dispuso a afrontar la tarea como un veterano.

—Vete delante —dijo—. Ocupa nuestros asientos en el avión mientras hablo con los de la televisión.

Eso hizo, mientras yo abordaba el avión y me veía metido instantáneamente en el juego del asiento con una pareja a la que estaban echando a clase turística para que Jean-Claude y yo pudiéramos ocupar sus asientos de primera.

—He desalojado esos dos asientos para ustedes —me explicó el hombre de uniforme azul.

La desaliñada azafata les decía a las víctimas que lo sentía muchísimo, lo repetía una y otra vez, mientras el hombre aullaba en el pasillo. Me hundí en el asiento, miré fijamente hacia adelante, deseándole suerte, Killy llegó, sin saber nada del follón y se derrumbó en su asiento con un suspiro de cansancio. Ni siquiera dudaba que el asiento estaba reservado para Jean-Claude Killy. El hombre del pasillo pareció comprender al fin que sus protestas estaban condenadas al fracaso: les habían arrebatado los asientos unas fuerzas que escapaban a su control:

—¡Hijos de puta! —gritó, esgrimiendo el puño contra los tripulantes que le empujaban hacia la sección turística. Yo tenía la esperanza de que le atizase a alguno, o por lo menos que se negase a quedarse en el avión, pero acabó cediendo, permitiendo que le echaran como a un mendigo escandaloso.

—¿Qué pasó? —me preguntó Killy.

Se lo expliqué.

—Una escena desagradable, ¿eh? —dijo.

Luego, sacó de la cartera una revista de coches y se concentró en ella. Yo pensé en la posibilidad de dar un paseíto hasta la parte de atrás y aconsejarle a aquel individuo que exigiera la devolución del importe del billete, que podría conseguirlo si no dejaba de chillar, pero el vuelo se retrasó una hora por lo menos, y tuvimos que seguir allí en la pista y me daba miedo dejar el asiento, pues temía que pudiera quitármelo alguna celebridad que llegara con retraso.

Minutos después, se organizó otro conflicto. Pedí un trago a la azafata y me dijo que iba contra las normas servir bebidas alcohólicas estando el aparato en tierra. Treinta minutos después aún seguíamos en la pista y recibí la misma respuesta. Hay algo en la actitud de los empleados de la United Airlines que me recuerda la Patrulla de Autopistas de California, y es esa exagerada corrección de una gente que sería muchísimo más feliz si todos sus clientes estuvieran en la cárcel, especialmente
usted,
señor.

Para mí volar con la United es como cruzar los Andes en un autobús prisión. No me cabe la menor duda de que es alguien como Pat Nixon quien da personalmente el visto bueno a todas las azafatas de la empresa. Nada en todo el mundo occidental iguala la colección de hipócritas arpías que pueblan los «amistosos cielos de la United». Hago todo lo posible por evitar esas líneas aéreas, a menudo con considerable costo económico y considerables molestias personales. Pero hago pocas veces las reservas yo personalmente y la United parece ser un hábito (como los taxis de la Yellow Cabs) para las secretarias y los relaciones públicas. Y puede que tengan razón…

Mis constantes peticiones de una copa para aliviar la espera fueron rechazadas con creciente severidad por la misma azafata que antes había defendido mi derecho a apropiarme de un asiento de primera clase. Killy procuró ignorar la discusión, pero al fin dejó la revista para observar la escena con nerviosa alarma. Alzó las gafas oscuras para enjugarse los ojos: bolas con venas rojas en un rostro que parecía mucho mayor de sus 26 años. Luego, se nos acercó un individuo de chaqueta de punto azul que empujaba ante sí a una niñita.

—Probablemente no me recuerde, Jean-Claude —dijo el tipo—. Nos conocimos hace dos años en un cóctel, en Vail.

Killy asintió sin decir nada. El individuo le tendió el sobre de un billete aéreoj sonriendo con timidez:

—¿Podría autografiarme esto para mi hijita, por favor? Está muy emocionada por viajar en el mismo avión que usted.

Killy garrapateó una firma ilegible en el papel, miró luego impasible la cámara barata con que le enfocaba la chica. El tipo retrocedió, acobardado por el hecho de que Killy no le recordase.

—Siento molestarle —dijo—. Pero mi hijita, ya sabe… como parece que vamos a tardar en salir de aquí… Bueno, muchísimas gracias.

Killy se encogió de hombros mientras el hombre se alejaba. No había pronunciado palabra y me daba un poco de pena del rechazado, que parecía ser una especie de representante o comisionista.

La criatura volvió con la máquina de fotos: «Por sí no sale la primera». Hizo una foto muy rápida y luego pidió a J.-C. que se quitara las gafas.

—¡No! —exclamó él—. La luz me daña los ojos.

Había en su voz una nota áspera y temblona, y la niña, un poco más perceptiva que su padre, sacó la foto y se fue sin disculparse.

Ahora, menos de un año después, Killy está haciendo anuncios publicitarios muy caros y muy finos para United Airlines. Estuvo en Aspen hace poco «secretamente», para la filmación de una exhibición de esquí que aparecerá, de aquí a unos meses, en la televisión nacional. No me llamó…

Killy rechazó la bebida y la comida. Era evidente que estaba irritado y me alegró descubrir que la cólera le volvía locuaz. Ya había rechazado por entonces la idea de que pudiésemos llegar a establecer verdadero contacto; su sonrisa-hábito era para gente que formulaba preguntas-hábito: basura revisteril y filosofía barata: ¿Le gusta Norteamérica? (Es realmente maravillosa. Me gustaría verla toda en un Camaro.) ¿Qué sintió después de ganar tres medallas de oro en las olimpíadas? (Me sentí muy bien. Fue maravilloso. Quiero que me instalen las tres medallas en la guantera de mi Camaro). En mitad del vuelo, cuando la conversación se arrastraba penosamente, recurrí a un periodismo estilo Hollywood ante el que Killy reaccionó de inmediato.

—Dime —dije—. ¿Cuál es el mejor sitio que conoces? Si tuvieras libertad para ir donde quisieras, a cualquier sitio del mundo, en este momento (ni trabajo ni obligaciones, sólo a divertirte), ¿adónde irías?

Su primera respuesta fue «a casa» y, después, París, y una serie de zonas residenciales francesas… hasta que tuve que revisar la pregunta y eliminar Francia.

Acabó instalándose en Hong Kong.

—¿Por qué? —pregunté.

Su cara se relajó en una sonrisa amplia y maliciosa.

—Porque tengo allí un amigo que es jefe de policía —dijo—. Y cuando voy a Hong Kong puedo hacer lo que me da la gana.

Me eché a reír, y empecé a verlo todo en una película: aventuras de un vaquero francés asquerosamente rico que se desmanda en Hong Kong con protección policial. Con J.-C. Killy como bribón y puede que Rod Steiger como su amigo policía. Triunfo seguro…

Y, ahora que lo pienso, creo que esto de Hong Kong fue lo más sincero que me dijo Jean-Claude. Desde luego, fue lo más definitorio; y también la única de mis preguntas que contestó con clara complacencia.

Cuando llegamos a Chicago yo ya había decidido ahorrarnos a ambos el calvario de prolongar la «entrevista» durante todo el viaje hasta Baltimore.

—Creo que me quedaré aquí —dije cuando salimos del avión.

El se limitó a hacer un gesto con la cabeza, estaba demasiado cansado para preocuparse por aquello. Y, justo en ese momento, se nos plantó delante una corpulenta rubia con un cuaderno de notas.

—¿El señor Killy? —dijo.

JC asintió con un gesto, la chica masculló su nombre y dijo que estaba allí para ayudarle a llegar a Baltimore.

—¿Qué tal por Sun Valley? —le preguntó—. ¿Se podía esquiar bien?

Killy movió la cabeza, y siguió caminando muy deprisa pasillo arriba. La chica se mantenía a nuestro lado a medio trote.

—Bueno, espero que las
otras actividades
fuesen satisfactorias —dijo con una sonrisa.

Su insistencia en lo de «las otras actividades» era tan perceptible, tan abismalmente cruda, que la miré para ver si se le caía la baba.

—¿Quién es usted? —me preguntó de pronto.

—Da igual —dije—. Ya me voy.

Ahora, varios meses después, el recuerdo más claro que tengo de todo aquel asunto de Killy es una expresión esporádica en la cara de un hombre que nada tenía que ver con el asunto. Ese hombre era tambor y vocalista de una orquesta local de jazz-rock que oí una noche en una estación de esquí de New Hampshire donde Killy hacía una sesión de ventas. Yo estaba pasando el rato en una pequeña sala de fiestas, bastante sosa, cuando ese cabroncete indescriptible salió con su propia versión de algo llamado «Proud Mary», un buen chupinazo de blues de Creedence Creawater. El tipo entró en el asunto y cuando estaba por el tercer coro, reconocí la sonrisa extraña del hombre que ha encontrado su propio ritmo, ese eco rumoroso de un sonido blanco y agudo que la mayoría de los hombres no oyen jamás. Me quedé sentado en el humo oscuro de aquel lugar y le vi escalar… por una montaña personal arriba hasta el punto en que miras en el espejo y ves a un brillante y audaz
streaker,
quemando todos los fusibles y comiéndoselos como palomitas de maíz en la subida.

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