Read La gran caza del tiburón Online

Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

La gran caza del tiburón (17 page)

BOOK: La gran caza del tiburón
6.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

No pretendo criticar el inglés de Killy, que es mucho mejor que mi francés, sino subrayar su cuidadosa y refinada elección de las palabras. «Es un tipo sorprendente —me dijo luego Len Roller—. Trabaja en esto [vendiendo Chevrolets] con el mismo afán que ponía en las pistas de esquí. Lo
ataca
con la misma concentración de cuando esquiaba». El supuesto de que yo recordaba a Killy esquiando era algo que Roller no dudaba siquiera. Jean-Claude sale tan a menudo en televisión, esquiando en lugares selectos de todo el mundo, que es casi imposible no verle. Lo que le hace tan valioso precisamente es La Exposición. Cada aparición en TV añade dólares a su precio. La gente
reconoce
a Killy, su imagen gusta: un tipo valiente y guapo que baja a toda velocidad ladera abajo hacia un cojín de conejitos de nieve desnudos. Por eso Chevrolet le paga un salario mucho mayor que el de Nixon por decir una y otra vez: «Para mí, el Camaro es un coche deportivo extranjero magnífico. Yo tengo uno, saben. Lo tengo en mi garaje de Val d'Isère» (es el pueblo de Killy, en los Alpes franceses).

Jean-Claude acabó las olimpíadas de invierno de 1968 con un récord increíble de tres medallas de oro y luego se retiró, dando por concluida su carrera «amateur» como cohete espacial humano. No le quedaba nada por ganar; después de dos copas mundiales y de un triunfo sin precedentes en las tres grandes pruebas olímpicas (logró en esquí el equivalente al corredor que ganase las cien, las doscientas veinte y las cuatrocientas cuarenta yardas), la carrera de Killy parece como si el guión se lo hubiese escrito su propio agente de prensa: una serie de victorias personales espectaculares, coronadas por el primer triunfo triple de la historia del esquí, y el mundo entero viéndole por televisión.

Es evidente que el nervioso tedio del retiro forzado le molesta, pero no es para él ninguna sorpresa. Ya antes de su triunfo final en las olimpíadas del 68 pensaba en lo que pasaría después del período crítico. Entre las sesiones de entrenamiento de Grenoble hablaba como un personaje de un primitivo apunte de Hemingway, se encogía de hombros y alzaba los ojos convencido de que estaba llegando al final de lo único que conocía: «Pronto se me habrá acabado ya lo de esquiar —decía—. Durante los últimos diez años he estado preparándome para llegar a ser campeón del mundo. Pensando sólo en mejorar la técnica y el estilo para llegar a ser el primero. Luego, el año pasado (1967) gané el campeonato mundial. Me dieron una medallita y los dos días que siguieron a eso fue un infierno. Descubrí que seguía comiendo como todos, durmiendo como todos: que no me había convertido en el superhombre en que creía que me convertiría el título. Ese descubrimiento me tuvo deshecho dos días. Así que cuando me hablan de la emoción de convertirse en campeón del mundo este año (si pasase), sé que sería otra vez lo mismo. Sé que después de los campeonatos de Grenoble, lo mejor que puedo hacer es parar».

Para Killy, las olimpíadas eran el final del camino. La ola del futuro rompió a sus pies unas horas después de su disputada victoria sobre el austríaco Karl Schranz en el gran slalom. De pronto cayeron sobre él un parlanchín enjambre dinerario de agentes, traficantes y aspirantes a «managers personales» suyos de todo género y calaña. La persistencia de McCormack dio verosimilitud a su relumbrante afirmación de que podía hacer por Killy lo que había hecho ya por Arnold Palmer. Jean-Claude escuchó, se encogió de hombros, luego se ocultó un tiempo (se fue a París, a la Riviera, volvió a su pueblo, a Val d'Isère) y por último, después de varias semanas evadiendo fríamente lo inevitable, firmó un contrato con McCormack. Lo único seguro del acuerdo era una cantidad increíble de dinero, antes y después. Aparte de eso, Killy no tenía la menor idea de en qué se metía.

Ahora estaba mostrándonos lo mucho que había aprendido. El desayuno de prensa de Chevrolet concluyó y Len Roller propuso que bajásemos los tres al comedor. Jean-Claude asintió muy animoso y yo sonreí con la tranquila sonrisa de aquel a quien están a punto de rescatar de una convención de vendedores de coches usados. Bajamos y Roller nos encontró una mesa de rincón en el comedor y se excusó y se fue a llamar por teléfono. La camarera trajo los menús, pero Killy dijo que sólo quería zumo de ciruela. Yo estuve a punto de pedir huevos rancheros con una loncha doble de tocino de hebra pero, por respeto a la aparente enfermedad de Jean-Claude, me conformé con pomelo y café.

Killy estaba examinando una nota mimeografiada para la prensa que yo había cogido de una mesa en la conferencia de prensa como papel de notas. Me hizo una seña e indicó algo del párrafo principal.

—¿Verdad que es sorprendente esto? —me dijo.

Miré: el lado usado del papel de notas tenía este encabezamiento: NOTICIAS… de la Sección Motor de Chevrolet… CHICAGO-Chevrolet inició su «temporada de ventas de primavera» el primero de enero de este año, dijo aquí hoy John Z. DeLorean, el director ejecutivo. Explicó a los periodistas que asistieron a la inauguración del Salón del Automóvil de Chicago que las ventas de Chevrolet han experimentado su despegue más rápido desde el año récord de 1965. «Vendimos en enero y febrero 352.000 coches», dijo DeLorean. «Esto significa un 22 por ciento más que el año pasado. Y eso nos proporciona un 26,9 por ciento de la industria, frente al 23 por ciento del año pasado». Killy volvió a decirlo:

—¿Verdad que es sorprendente?

Miré para ver sí sonreía, pero estaba absolutamente serio y su voz era aceite de serpiente puro. Pedí más café, asentí vagamente a lo que Killy me decía, y maldije el codicioso instinto que me había metido en aquello… sin dormir, comiendo mal, atrapado en una extraña bodega con un vendedor de coches francés.

Pero me quedé a jugar la partida, mordisqueando mi pomelo y pronto seguí a Roller a la calle, donde nos recogió un coche grande de aspecto indescriptible que debía ser, sin duda, un Chevrolet. Pregunté a dónde íbamos y alguien dijo:

—Primero al Merchandise Mart, porque él tiene que grabar allí para el programa de Kup y luego al Salón del Automóvil, a los Stockyards
[5]
.

La última nota colgó en el aire un momento sin que la registrase… ya era suficiente con el programa de Kup. Había participado una vez en él, y había provocado una situación desagradable al calificar a Adlai Stevenson de embustero profesional, pues todos los demás invitados habían ido allí a apoyar una especie de homenaje a Stevenson. Habían transcurrido casi dos años y no me pareció que tuviera objeto presentarme allí. Kup se lo tomaba con mucha calma esta vez, estaba bromeando con atletas. Killy estaba eclipsado por Bart Starr, que representaba a Lincoln-Mercury, y por Fran Tarkenton, que llevaba una chaqueta de la Dodge… pero aunque Killy quedara eclipsado, el equipo de Chevrolet contaba aun con O. J. Simpson, que admitía modestamente que quizás no arrasase en la liga nacional de fútbol americano en su primer año como profesional. Era una discusión torpe de muy bajo nivel, generosamente salpicada de menciones publicitarias al Salón del Automóvil.

La única intervención notable de Jean-Claude tuvo lugar cuando Kup, inspirado por un artículo que había salido aquella mañana en el
Tribune
, le preguntó qué pensaba
realmente
de todo el asunto del status atlético «amateur».

—¿Es factible suponer —preguntó Kup— que le pagaron a usted por utilizar determinado tipo de esquí en las olimpíadas?

—¿Factible? —preguntó Killy…

Kup comprobó sus notas para una nueva pregunta, y Killy pareció aliviado. Siempre le había molestado la hipocresía que entrañaba todo aquel asunto del «amateurismo» y ahora, con la inmunidad que le proporcionaba su status de graduado, no le importaba admitir que todo aquel asunto le parecía un fraude y una estupidez. Por razones publicitarias, había pasado, durante toda su carrera en el equipo de esquí francés, por inspector de aduanas del gobierno. Nadie se lo creía, ni siquiera los funcionarios de la Federación Internacional de Esquí, el organismo encargado de las competiciones de esquí amateur de ámbito mundial. Aquello era un absurdo completo. ¿Quién podía creerse, en realidad, que el campeón mundial de esquí, una celebridad y un héroe, cuya llegada a cualquier aeropuerto, de París a Tokio, atraía multitudes y cámaras de televisión, se ganaba la vida con su trabajo fuera de temporada en una lúgubre caseta de aduanas de Marsella?

Hablaba con evidente humildad, como si se sintiera un poco embarazado por todas las ventajas que había tenido. Luego, unas dos horas después, cuando nuestra charla había derivado hacia cuestiones contemporáneas (las realidades gran estilo de su nueva vida alta sociedad), masculló de pronto:

—Antes, sólo podía soñar con estas cosas. Cuando era joven no tenía nada, era pobre… ¡ahora puedo tener todo lo que quiero!

Jean-Claude parece entender, sin que en realidad le moleste, que le han apartado del estilo franco y sin barnices de su época de «amateur». Una tarde en Vail, por ejemplo, un locutor deportivo empezó a decirle que acababa de hacer una gran carrera, y entonces, Jean-Claude, plenamente consciente de que estaba hablando en directo, se rió del comentario y dijo que acababa de hacer una de las peores carreras de su vida, un desastre completo, que le había salido mal todo. Ahora, con la ayuda de sus asesores profesionales, ha aprendido a ser más paciente y cortés: sobre todo en Norteamérica, con la prensa. En Francia, se siente más seguro, y la gente que le conoció antes de que se convirtiera en vendedor le entiende mucho mejor. Estuvo en París la primavera pasada cuando Avery Brundage, de ochenta y dos años, presidente del Comité Olímpico Internacional, les llamó a él y a otros ganadores de medallas de oro de las olimpíadas de invierno de 1968, para que se las devolvieran. Brundage, un purista de la vieja escuela, se quedó sobrecogido al enterarse de que algunos de los ganadores (Killy incluido) no sabían siquiera lo que significaba la palabra «amateur». Aquellos sacrílegos farsantes llevaban años, según Brundage, aceptando dinero de «intereses comerciales» que abarcaban desde los fabricantes de equipo de esquí a los editores de revistas.

Uno de estos líos llegó a los titulares justo antes de que se iniciase la olimpíada de invierno, si no recuerdo mal, y se resolvió torpemente con la precipitada norma de que ninguno de los ganadores pudiese mencionar ni mostrar sus esquíes (ni ningún otro elemento de su equipo) en entrevistas de televisión ni en conferencias de prensa. Hasta entonces, había sido práctica habitual que el ganador de cualquier competición importante destacase lo más posible la marca de sus esquíes en todas las sesiones de cámara. Esta norma era muy dura para muchos de los esquiadores de Grenoble, pero no llegó a satisfacer a Avery Bundage. Su exigencia de que se devolvieran las medallas traía a la memoria el recuerdo de Jim Thorpe, al que le arrebataron todo lo que ganó en las olimpíadas de 1912 porque le habían pagado una vez por jugar un partido de béisbol semiprofesional. Thorpe aguantó esta locura, devolviendo sus medallas y viviendo el resto de su vida con la tacha de aquella desgracia ligada a su nombre. Este sucio escándalo olímpico sigue siendo hoy el dato principal del apunte biográfico de Thorpe en la nueva Columbia Encyclopedia.

Pero cuando un periodista del
Star
de Montreal le preguntó a Jean-Claude qué le parecía lo de devolver las medallas olímpicas, éste contestó:

—Que venga Brundage personalmente a por ellas.

Era un extraño exabrupto público del «buen Jean-Claude». Su personalidad norteamericana había sido cuidadosamente retocada para evitar tales exabruptos. Chevrolet no le paga por decir lo que piensa, sino por vender Chevrolets… y eso no se consigue diciéndoles a los viejos santurrones que se vayan a hacer gárgaras. No puedes siquiera admitir que el gobierno francés te pagó por ser esquiador porque así es como funcionan las cosas en Francia y en casi todos los demás países, y no hay nadie que haya nacido después de 1900 a quien esto no le parece natural… cuando vendes Chevrolets en Norteamérica honras los mitos y la mentalidad del mercado: sonríes como Horatio Alger y respetas en todo a papá y a mamá, que nunca perdieron la fe en ti e incluso empeñaron sus lingotes cuando las cosas iban mal.

Cualquiera que nos viese salir del programa de Kup podía sin duda suponer que J.-C. viajaba con cinco o seis guardaespaldas. Aún no estoy seguro de quiénes eran los otros. Len Roller andaba siempre rondando; él y un mariconcete hosco, de pelo de erizo de una de las agencias de relaciones públicas de Chevrolet que dirigía el Salón del Automóvil, que me cogió aparte enseguida para advertirme que Roller era «sólo un invitado… este asunto lo dirijo yo». Roller se echó a reír ante la calumnia y dijo: «El sólo se cree que lo dirige». A los demás no me los presentaron. Hacían cosas como conducir coches y abrir puertas. Eran tipos grandes y recelosos, y muy correctos al estilo de esos empleados de gasolinera que van armados.

Dejamos el Merchandise Mart y fuimos por una autopista hacia el Salón del Automóvil… y, de pronto, lo registré todo: el Stock-yards Amphitheatre. Iba allí a toda marcha por la autopista en aquel coche grande, oyendo a los otros contar chistes, atrapado en el asiento de atrás entre Killy y Roller, camino de aquel podrido matadero donde el alcalde Dalley había sepultado al partido demócrata
[6]
.

Ya había estado antes allí y lo recordaba bien. Chicago, zoo maligno y apestoso, cementerio de sonrisa malévola con olor a gases lacrimógenos; elegante y descomunal monumento a todo lo que tiene de cruel, estúpido y corrompido el espíritu humano.

Hay mucho público que quiere ver los nuevos modelos. Jean-Claude hace su discurso para Chevrolet cada dos horas, puntualmente. 1-3-5-7-9. Las horas pares quedan reservadas a O. J. Simpson.

Locutor: «Dígame, O.J., ¿es usted más rápido que ese coche que hay allí?».

O.J.: «¿Se refiere usted a ese magnífico Chevrolet? No, qué va, ésa es la única cosa que conozco que es más rápida que yo… jo, jo…».

Yo entretanto, espatarrado en una silla plegable cerca de donde está Killy, fumando una pipa y cavilando sobre los espectros del lugar, me veo de pronto frente a tres jovencitos con pinta de estudiantes de instituto y uno de ellos me pregunta:

—¿Es usted Jean-Claude Killy?

—Así es, muchacho —dije.

—¿Y qué hace usted? —preguntaron.

Bueno, maldito imbécil, cabeza hueca, ¿qué demonios te
parece
que hago?

BOOK: La gran caza del tiburón
6.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Check Mate by Beverly Barton
Dance and Skylark by John Moore
Is by Derek Webb
Run For It by Matt Christopher
The System of the World by Neal Stephenson
Part of the Furniture by Mary Wesley
Unexpected Christmas by Samantha Harrington


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024