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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

La gran caza del tiburón (26 page)

Trabajaban con las listas y los teléfonos unas seis personas. Otros fueron a incordiar a los habitantes de las diversas chozas, cabañas, casuchas y comunas donde sabíamos que había electores, pero no teléfono. El lugar se llenó en seguida, en cuanto corrió la voz de que teníamos por fin cuartel general. Pronto toda la segunda planta del Club de los Alces se llenó de
freaks
barbudos que se gritaban frenéticamente. Subían y bajaban por las escaleras tipos raros con listas, cuadernos, radios, cajas de cerveza…

Alguien me puso en la mano una pastilla púrpura, diciendo:

—¡Pareces cansado! Lo que tú necesitas es una buena dosis de esta excelente mescalina.

Asentí con aire ausente y metí lo que me daba en uno de los veintidós bolsillos de mi anorak rojo de campaña. Resérvala para después, pensé. No tiene sentido ponerse loco antes de que cierren las urnas. Sigue comprobando esas listas repugnantes. Arráncales hasta el último voto… sigue llamando, presionando, gritando a esos cabrones, amenazándoles…

Había algo raro en la habitación, una especie de locura emocionante que para mí era totalmente nueva. Estaba allí de píe, apoyado en la pared, con una cerveza en la mano, viendo funcionar toda la máquina, y, al cabo de un rato, comprendí qué era lo que pasaba. Por primera vez en la campaña, la gente creía de verdad que íbamos a ganar… o al menos que teníamos bastantes posibilidades. Y por eso, cuando quedaba ya menos de una hora, trabajaban como un grupo de mineros encargados de rescatar a los supervivientes de un desprendimiento. En aquel momento (después de haber cumplido ya mi papel) quizás el más pesimista de los presentes fuese yo; los demás parecían convencidos de que el próximo alcalde de Aspen sería Joe Edwards… que nuestro extravagante proyecto de Poder Freak estaba a punto de hacerse realidad y de sentar un precedente a escala nacional.

Estábamos preparados para una noche muy larga (esperando que se contaran a mano las papeletas), pero antes incluso de que se cerraran las urnas ya sabíamos que habíamos cambiado toda la estructura política de Aspen. La vieja guardia estaba condenada, los liberales aterrados y el
underground
había aflorado, con una brusquedad terrible, en un viaje de poder muy serio. Yo había prometido durante la campaña, en calles y bares, que si Edwards ganaba la elección y era alcalde, al año siguiente me presentaba yo para sheriff (noviembre de 1970)… pero nunca se me pasó por la cabeza que de veras tuviera que presentarme, lo mismo que no había creído nunca en serio que pudiéramos tener la menor posibilidad de «apoderarnos» de Aspen.

Y era eso lo que estaba pasando. Hasta Edwards, que se había mostrado escéptico desde un principio, había dicho la víspera del día de la elección que creía que íbamos a ganar sobradamente. Cuando lo dijo estábamos en su oficina, haciendo fotocopias de las normas electorales de Colorado para nuestros equipos de control, y recuerdo que su optimismo me dejó perplejo.

—Ni hablar —dije—. En caso de ganar, sería por muy poco… por veinticinco votos, como mucho.

Pero su comentario me había dejado estremecido. ¡Maldita sea! pensé. Puede que ganemos… y entonces, ¿qué?

Por último, hacia las seis y media, me sentí tan inútil y ridículo allí, perdiendo el tiempo, sin hacer nada, que dije, qué coño, y me largué. Me sentía muy ridículo paseando de un lado a otro, como en una especie de versión cómica de sala de espera de pabellón de maternidad. A la mierda, pensé. Llevaba cincuenta horas despierto y funcionando como una bala de cañón y, en fin (sin nada a lo que enfrentarme ya), noté que la adrenalina se evaporaba. Vete a casa, pensé, tómate esa mescalina y ponte los auriculares, apártate de este calvario público…

Al fondo de la larga escalera de madera que va de la oficina de Craig a la calle me detuve a echar un rápido vistazo al bar del Club de los Alces. Estaba atestado y el ambiente era ruidoso y entusiasta… un bar lleno de ganadores, como siempre. Ellos nunca habían respaldado a un fracasado. Ellos eran la columna vertebral de Aspen. Propietarios de tiendas, vaqueros, bomberos, polis, obreros de la construcción… y su dirigente el alcalde más popular de la historia del pueblo, que había ganado dos elecciones seguidas y respaldaba ahora al sucesor que él mismo había escogido, un joven abogado medio listo. Dirigí una gran sonrisa a los Alces y formé una rápida uve de victoria con dos dedos. Nadie sonrió… pero era difícil saber sí se daban cuenta de que su hombre estaba ya aplastado; en una súbita carrera de tres pistas que él había petardeado ya antes, cuando la asociación local de contratistas y todos sus aliados del mundo inmobiliario habían tomado la dolorosa decisión de abandonar a Gates, su candidato natural, y concentrar todo su peso y su influencia en contener al «candidato hippie» Joe Edwards. En el fin de semana anterior al día de las elecciones, ya había dejado de ser una campaña de tres pistas… y el lunes, el único interrogante que se planteaba era cuántos mierdas derechistas ruines podían reunirse para votar contra Joe Edwards.

La otra alternativa era una dama de cincuenta y cinco años, una tendera, a la que respaldaba el escritor León Uris y la mayoría republicana local… Eve Homeyer, que había sido mucho tiempo funcionaría del partido republicano de Colorado, había gastado miles de dólares en una campaña supercursilona para que la asociasen a la imagen deshuesada de Mammie Eisenhower. Odiaba a los perros vagabundos y las motos le producían zumbidos en los oídos. El progreso estaba muy bien y el desarrollo era bueno para la economía local. Aspen tenía que ser un lugar seguro para las provechosas giras anuales del Club de Esquí de Atlanta y de los Texas Cavalliers: lo que significaba construir una autopista de cuatro carriles que cruzara por el centro del pueblo y más urbanizaciones y apartamentos para atraer a más turistas.

Ella era Nixon y Oates era Agnew. Aunque el ver hippies desnudos la ponía mala, no por ello estaba dispuesta a cortarles la cabeza. Era vieja y estaba chiflada, pero no era tan mala persona como los partidarios de Gates que querían un alcalde que diese rienda suelta para salir y atizar en forma a todo lo que no pareciese material digno de solicitar la admisión en el Club de Alces o en el Club de Águilas. Gates quería transformar Aspen en una versión Montañas Rocosas de Atlantic City, y Eve Homeyer sólo quería convertirlo en una especie de San Petesburgo con una capa de Disneylandia. Estaba de acuerdo a medias con todo lo que propugnaba Lennie Oates… pero quería dejar bien claro que la candidatura de Joe Edwards le parecía una absoluta demencia, una especie de desagradable chifladura tan disparatada y asquerosa que sólo los malvados y la hez de la tierra podían pararse a pensar en votar por él.

Habíamos vencido ya a Oates, pero yo estaba muy cansado y no quería fastidiar a los Alces en aquel momento, y además, no sé por qué, pero me daban lástima. Iba a machacarles totalmente un candidato que estaba más de acuerdo con ellos de lo que pensaban. Los que tenían razones para temer el programa de Edwards eran los parceladores, los chulos del esquí y los promotores inmobiliarios con base en la ciudad que habían caído por allí como una plaga de cucarachas venenosas dispuestos a comprar y vender todo el valle, quitándoselo a la gente que aún lo valoraba como un lugar bueno para vivir y no sólo como una buena inversión.

Nuestro programa consistía básicamente en erradicar por completo del valle a los terroristas inmobiliarios: impedir que el departamento de obras públicas del Estado construyese una autopista de cuatro carriles por el centro del pueblo y, además,
prohibir el tráfico automovilístico en todas las calles del centro de la población.
Convertirlas todas en paseos con césped, donde todo el mundo,
freaks
incluidos, pudiera hacer lo que fuera correcto; los policías recogerían la basura y se encargarían de mantener en uso una flota de bicicletas municipales, que estarían al servicio de todos. No habría más edificios inmensos de apartamentos que bloqueasen la vista; desde cualquier calle del centro del pueblo, cualquiera que quisiera alzar la vista vería las montañas. No habría más abusos inmobiliarios; ni detenciones por «tocar la flauta» o «bloquear la acera». A la mierda el turismo: nada de autopista, fuera con los que especulan con la tierra. Sería, por fin, un pueblo en el que pudiésemos vivir como seres humanos y no como esclavos de esa idea demencial del progreso que nos está volviendo locos a todos.

Joe Edwards combatía a los urbanizadores y a los especuladores inmobiliarios, no a los veteranos y a los rancheros… Y costaba entender, visto su programa, que pudiesen discrepar en el fondo de lo que nosotros decíamos y proponíamos… salvo que lo que en el fondo les inquietase fuera el hecho muy probable de que con el triunfo de Edwards desapareciese su posibilidad de vender al mejor postor. Con Edwards, decían, vendrían horrores como Zonificación y Ecología, lo cual pondría trabas a su buen estilo del Oeste, la ética compra barato y vende caro… libre empresa, como si dijésemos, y los pocos que se molestaron en discutir con ellos, descubrieron pronto que su palabrería nostálgica sobre «los buenos tiempos» y «la tradición de este valle pacífico» sólo era burda tapadera de su temor a los «recién llegados, de ideas socialistas».

Fuese cual fuese el resultado de la campaña de Edwards, era indudable que habíamos barrido aquella mierda boba sentimental de los «veteranos que amaban la tierra».

Salí del club y paré un momento en Calle Ayman y miré los montes que rodean el pueblo. Ya había nieve en Smuggler, al norte… y en Bell, pasado Little Nell, las pistas de esquí eran como borrosas estelas blancas… vías escarpadas de peaje, esperando la Navidad y el alud de esquiadores de cartera repleta que hacen que Aspen prospere: 8 dólares diarios por esquiar en esos cerros, 150 dólares por un par de esquís buenos, 120 dólares por las botas precisas, 65 dólares por un jersey Meggi, 75 dólares por un anorak bien forrado… y otros 200 dólares por los bastones, los guantes, las gafas, el gorro, los calcetines y otros 70 por unos pantalones de esquiar…

Está claro. La industria del esquí es un magnífico negocio. Y el
après-ski
un negocio aún mejor: 90 dólares al día cuesta un apartamento en los Alpes de Aspen, 25 dólares por barba una buena comida y vino en el Paragon… y no hay que olvidar las botas Floaters (la bota oficial
après-ski
del equipo olímpico norteamericano: una basura inútil de la peor especie a 30 dólares el par).

Esto da una cifra medía de 500 dólares por semana para el típico ciudadano del Medio Oeste que se guía en su indumentaria y su estilo por
Playboy.
Luego, multiplícalo por 100 dólares diarios que por los diversos días de esquí de 1969-70 cobró el Aspen Ski Corp, y obtienes un total bruto invernal escalofriante para un pueblo de las Montañas Rocosas con una población real de poco más de 2.000 habitantes.

Pero esto es sólo la mitad de la historia: la otra mitad es un salto en crecimiento/beneficios de un 30-35 por ciento anual en todos los frentes monetarios… y lo que ves aquí (o
veías,
antes de los ajustes económicos de Níxon) es/era una mina de oro increíble sin final visible. Durante los diez últimos años, Aspen se ha convertido en un filón que ha hecho millonarios a muchos. Después de la Segunda Guerra Mundial llegaron de Austria y de Suiza (nunca de Alemania, dicen ellos) para organizar los centros embrionarios de un deporte que pronto sería más importante que el golf o los bolos… y ahora, una vez firmemente asentado el esquí en Norteamérica, aquellos golfos alemanes del principio son prósperos burgueses. Tienen restaurantes, hoteles, tiendas de esquí y, sobre todo, grandes extensiones de terreno en sitios como Aspen.

Tras una salvaje campaña tragafuegos, perdimos sólo por seis votos, de un total de 1.200. En realidad perdimos por un voto, pero cinco de las papeletas de nuestros votantes ausentes no llegaron a tiempo: básicamente porque les fueron enviadas (a sitios como México, Nepal y Guatemala) cinco días antes del de la elección.

Faltó muy poco para que consiguiéramos el control del pueblo, y ésa fue la diferencia básica entre lo nuestro de Aspen y, por ejemplo, la campaña de Norman Mailer en Nueva York, que estaba claramente condenada al fracaso desde el principio. Cuando nosotros hicimos lo de Edwards no teníamos noticia de ningún precedente… e incluso ahora, con la tranquilidad que da el mirar las cosas con distancia, el único esfuerzo similar que conozco es el de Bob Scheer, que se presentó en 1966 para el Congreso en Berkeley/Oakland frente al liberal Jeffrey Cohelan y perdió por algo así como el 2 por ciento de los votos. Aparte de esto, casi todas las tentativas radicales de entrar en la política electoral han sido tentativas coloristas y condenadas al fracaso como la de Mailer-Breslin.

Esta misma diferencia básica es ya evidente en 1970, con la súbita proliferación de tentativas de copar diversos feudos de sheriffs. Stew Albert obtuvo 65.000 votos en Berkeley, con un programa neohippie, pero nunca se planteó siquiera la posibilidad de que ganase. Otra notable excepción fue David Pierce, un abogado de 30 años que fue elegido en 1964 alcalde de Richmond, California (población de más de 100.000 habitantes). Pierce consiguió muchos votos en el ghetto negro, sobre todo por su tipo de vida y la promesa de «enchironar a la Standard Oil». Desempeñó el cargo durante tres años, pero en 1967 lo abandonó todo súbitamente para trasladarse a un monasterio del Nepal. Ahora está en Turquía, camino de Aspen y luego de California, donde piensa presentarse a gobernador.

Otra excepción fue Oscar Acosta, candidato a sheriff del Poder Moreno en el condado de Los Angeles, que obtuvo 110.000 votos de unos 2 millones.

En Lawrence, Kansas, George Kimball (ministro de defensa de los Panteras Blancas locales) ha ganado ya, por su parte, las primarias del partido demócrata (sin oposición). Espera perder la elección general por una diferencia al menos de 10 a uno.

En vista de los resultados de la campaña de Edwards, yo había decidido exceder mi promesa y presentarme para sheriff, y cuando Kimball y Acosta visitaron hace poco Aspen, se quedaron perplejos al enterarse de que yo esperaba realmente
ganar
la elección. Un pronóstico inicial me sitúa bien por delante del candidato demócrata, y sólo ligeramente detrás del republicano.

La cuestión básica es que la situación política de Aspen es tan especial (como consecuencia de la campaña de Joe Edwards), que ahora
cualquier
candidato del poder
freak
es un posible ganador.

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