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Authors: Marcos Aguinis

La gesta del marrano (68 page)

BOOK: La gesta del marrano
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Es tan grande el entusiasmo del Santo Oficio que parten hacia España nerviosas cartas con datos y pronósticos. En una de ellas afirman los inquisidores: «hay tantos judíos que igualan a las demás naciones», «las cárceles están llenas», «andan las gentes como asombradas y no se fían unos de otros porque cuando menos piensan se hallan sin el amigo o compañero a quien valoran tanto», «tratamos de alquilar todas las casas vecinas» al edificio original porque éste ya no da abasto: No disimulan su satisfacción: «no se le ha hecho en estos reinos» a Su Majestad y la Iglesia «mayor servicio que el actual». Subrayan la amenaza que constituyen los judíos: «esta nación perdida se iba arraigando de manera que, como mala hierba, había de ahogar a esta nueva cristiandad». Y no dudan en aplicar una rotunda etiqueta: son «una secta infernal, predicadora del ateísmo». También informan que, «cuidadosos siempre en estas materias, escribimos a todo el distrito encargando a nuestros comisarios que, con toda brevedad, cuidado y secreto, nos procurasen enviar el número cierto de portugueses que cada uno tuviese en su partido, y algunos comenzaron a ponerlo en ejecución».

Entre los arrestados figuran tres mujeres. Estiman los jueces que su menor fortaleza física las inducirá a proporcionar otros nombres. En la primera etapa —antes de sustanciar los juicios— urge atrapar el mayor número de delincuentes; algunos ya han fugado a la selva o la montaña o tratarán de embarcarse clandestinamente.

El correo de los muros transmite reiteradamente un nombre: «Mencia de Luna.» «Mencia de Luna, joven—judía—torturada.» No ha vuelto a la prisión. Resuena su nombre como un desesperado homenaje. Francisco se esfuerza en contar los golpes, construir palabras, salir de su lechoso sopor. A pocos metros ha sido sacrificada una joven mujer. Bebe unas gotas de agua y mastica lentamente la carne de una aceituna. En su cerebro magullado nace un pensamiento vacilante; lo rodea una multitud de víctimas y no debe abandonadas. ¿Cómo? Escupe en la mano el hueso de aceituna y lo contempla extrañado: ha roto el ayuno, involuntariamente. ¿Por qué? Se frota las sienes y abre grande los ojos como si pudiera leer en el tiznado muro el mensaje que explica su cambio repentino. No lo ha hecho por temor a la cercana muerte ni por complacer a las súplicas de Hernández y Briceño: una desgracia barre la capital del Virreinato. Coge el pan, lo parte y mastica lento. Debe recuperar fuerzas para urdir la próxima acción. Se admira de que su organismo y sus reflejos se hayan adelantado a su mente, porque entendieron en seguida que el cambio de circunstancia exigía un cambio de estrategia. No obstante, debe pensado mejor. Trata de enterarse sobre la catástrofe. Un viento mefítico circula por la fortaleza inquisitorial. ¿Qué hacer? Estuvo junto a la muerte, pero ahora, casi como un resucitado, debe prestar ayuda. ¿Cómo, por Dios? Se da cuenta de que apenas mueve las extremidades, que su oído oye poco. El muro sigue transmitiendo «joven—judía—torturada».

A poca distancia de su mazmorra el notario Juan Benavídez examina el cuerpo de Mencia de Luna y redacta su testimonio que se guardará junto a los demás libros que fijan para la posteridad la obra sagrada de la Inquisición. Los jueces habían procedido de acuerdo al reglamento: ella se negaba a delatar a otros judíos y el Tribunal tuvo que cumplir su deber. El notario no olvida escribir que los jueces pronunciaron la debida exculpatoria: «y si en el dicho tormento muriese o fuese lisiada o siguiere efusión de sangre o mutilación de miembros; "¡
sea a su culpa y cargo y no al nuestro
!». Se esperaba obtener de la joven una abundante información y en la siniestra cámara se reúnen los señores inquisidores (excepto Andrés Juan Gaitán, que aborrece mirar a las hembras). A las nueve de la mañana ordenan a la mujer que suministre nombres, pero ella no contesta. Se la manda desnudar y, con las vergüenzas al aire, se le repite la exigencia. Responde que no está en deuda con la fe. Ocho hombres, de los cuales la mitad son sacerdotes, contemplan a esa criatura obstinada que intenta cubrir inútilmente porciones de su cuerpo, que parece delicada y frágil como una virgen de altar, pero contiene la sangre infecta. La acuestan sobre el potro y le atan las cuatro extremidades para iniciar su descuartizamiento. Se resiste como un cabrito asustado, y grita a los inquisidores que si el dolor la impulsa a decir alguna cosa, no es válida. El verdugo gira el timón, se tensan las sogas, crujen las articulaciones, se desgarran los delicados músculos y trepida la piel que las antorchas pincelan de un rosado angelical. El notario describe lo que ve y anota, incómodo, que ella dice «judía soy, judía soy, y no cesa de decido». Mañozca indica al verdugo que no avance y le pregunta: «¿Cómo es judía?, ¿quién le enseñó?» Ella pronuncia un nombre y luego confiesa que también su madre y su hermana son judías. Mañozca pregunta: «¿Cómo se llaman su madre y su hermana?» Ella llora: «¡Jesús, que me muero, miren que me sale mucha sangre!» En sus coyunturas ya se rompen las venas, se forman hematomas y por las escoriaciones brotan hilos rojos. Castro del Castillo le pide más nombres, implacablemente, si no darán otra vuelta al limón. La cara de la mujer se deforma, no escucha qué le piden, no sabe qué ha dicho. El verdugo aprieta de nuevo y el eficiente notario escribe: «se quejaba diciendo ay, ay, y se estaba callando, y en ese estado, que serían cerca de la diez de la mañana, se quedó desmayada. Se le echó un poco de agua y aunque estuvo un rato de esta suerte, no volvió en sí, por lo cual dichos señores inquisidores dijeron que suspendían el tormento para repetirle cuando les pareciese. Y los dichos señores salieron de la cámara y yo, el infrascripto notario, me quedé con ella y con los funcionarios que asisten al tormento y que son el alcaide, el verdugo y un negro ayudante».

El dantesco informe narra que le desataron las extremidades y la echaron a un pequeño estrado junto al potro, por si se decide continuar la sesión. Pero la mujer no volvió en sí, por lo cual los inquisidores indican al notario que no se aparte de la víctima. A las once del día «no volvió en sí —añade—, estaba sin pulso alguno, los ojos quebrados, los labios de la boca cárdenos, el rostro y los pies fríos». El notario añade a su certificación que «aunque se le puso la luna de un espejo por tres veces encima del rostro, salía limpio; de suerte que todas las señales de dicha Mencia de Luna era de estar naturalmente muerta, de que doy fe. Y el resto del cuerpo se le iba enfriando, y el lado del corazón no hacía movimiento alguno, aunque le puso la mano sobre él. Todo esto pasó ante mí. Firmado: Juan Benavídez, notario».

Vibran los muros con el nombre de la joven. Los viejos y los nuevos presos rezan por ella.

139

Cada nuevo reo es forzado a efectuar delaciones y todo portugués —o individuo que haya residido en Portugal— es irremediablemente sospechoso. De esta forma el caudal de arrestos se torna incontenible. Se amplía el número de calabozos, inclusive se incorpora la casa del alcaide para dar cabida a tantos acusados. Los inquisidores aprovechan el resonante éxito de la represión para elevar al Rey otra queja por la concordia de 1610 (que aplicó en Lima el marqués de Montesclaros): «V.A. nos tiene atadas las manos —protestan— prohibiendo que estorbemos a nadie en su viaje, ni obliguemos a pedir licencia a los que desean hacerla; pero la necesidad actual nos indicó negar el pasaje cuando no medie una autorización del Santo Oficio.» No titubean en añadir: «Ha de mandar V.A. se corrija y enmiende (la
concordia
).» El entusiasmo del Tribunal es indescriptible: «Se prosigue en todas las causas y descubrimos judíos derramados por todas partes. Las cárceles están llenas.» La clandestinidad a que se ven obligados por la persecución es interpretada como hipocresía: «generalmente no se prende uno —informan con desdén— que no ande cargado de rosarios, reliquias, imágenes, cinta de San Agustín, cordón de San Francisco y otras devociones y muchos con cilicio y disciplina; saben todo el catecismo y rezan el rosario y, preguntados cuando ya confiesan su delito por qué lo rezan, responden que para no olvidar las oraciones en el tiempo de necesidad, que es este de la prisión». No falta en los mensajes una explícita referencia al actual virrey que, a diferencia de los malignos conde de Villar y marqués de Montesclaros (la memoria siempre los repudie), «acude con afecto a cuanto se le pide en estas materias»; «se ha de servir V.A. —solicitan— de rendirle las gracias por lo que hace, y en particular por haber dado orden a los soldados del presidio, caballería e infantería de que ronden toda la noche la cuadra de la Inquisición»
[51]
.

Entre los apresados de la primera gran redada figura un destacadísimo personaje de Lima. El Santo Oficio había lanzado el zarpazo a las doce y media, cuando las calles hervían de gente. Los oficiales y sus carruajes se distribuyeron estratégicamente y en una hora concluyeron el operativo. «Quedó la ciudad atónita y pasmada», escriben los inquisidores. La más alta autoridad de los judíos limeños es engrillada al muro de su oscura mazmorra: se trata de don Manuel Bautista Pérez. Francisco había oído hablar de él en la Universidad como de un hombre cultísimo y generoso, estimado por eclesiásticos y seglares. Lo iban a festejar en agradecimiento a sus donativos. Después se enteró de que le ofrecieron un homenaje lleno de dedicatorias en presencia del cuerpo docente y los alumnos. Dicho Manuel Bautista Pérez contribuía con sus iniciativas al mejoramiento de la Ciudad de los Reyes y era tenido en gran estima por el virrey y el Cabildo. Se comportaba como un cristiano devoto: oía misas y sermones, cuidaba las fiestas del Santísimo Sacramento, confesaba y comulgaba. Era un hombre de crédito y moral. No obstante, el Santo Oficio reunió las delaciones forzadas de treinta testigos: el reo no podría resistirse a tal alusión. Era evidente que practicaba el judaísmo en secreto y ejercía el liderazgo de la abominable comunidad. Algunos lo habían calificado «oráculo de la nación hebrea», otros «rabino». Según las delaciones, efectuaba reuniones en los altos de su casa, presidía oficios religiosos y enseñaba la ley muerta. En su biblioteca se descubren libros cristianos destinados a encubrir su identidad y otros, también útiles al cristianismo, pero destinados a exaltar sus creencias erróneas. Se trata del «capitán grande», a quien conocen, respetan y aman los otros sesenta y tres arrestados, incluida la difunta Mencia de Luna.

El correo de los muros transmite el nombre de Manuel Bautista Pérez—rabino. Su caída en las garras de la Inquisición quiebra la única columna que sostiene la esperanza de los prisioneros.

Francisco solicita un mínimo cambio de dieta para romper su ayuno. El jesuita Andrés Hernández y el franciscano Alonso Briceño atribuyen a su persuasión el cambio manifestado por el reo y se apuran en elevar un informe que destaca esta muestra de arrepentimiento. Los inquisidores, sin embargo, no quieren perder más tiempo con Maldonado da Silva: están muy atareados con el aluvión de peces gordos que afluyen a las cárceles. Hernández y Briceño no sospechan que la actitud de Francisco es el primer peldaño de una intrépida acción.

El digno rabino es llevado a la cámara del tormento para romper su negativa a confesar. Camina con paso tan firme que el alcaide no se atreve ni a tironearle la cadena. El verdugo, al chocar con sus ojos, desvía los propios para concentrarse en las argollas de los tobillos y muñecas. Le desgarran las ingles en el potro y los inquisidores ordenan interrumpir la sesión: es una pieza demasiado valiosa para malograrla en seguida. La tortura, además, tiene un efecto acumulativo sobre el alma de estos pecadores. Es devuelto desmayado a su celda y atendido por el médico.

Francisco se entera, días después, que algo grave ocurre al «capitán grande», pero no le llegan los detalles. Manuel Bautista Pérez había ocultado entre sus medias un cuchillo de estuche y, cuando se recuperó de la tortura, intentó matarse. Se infligió seis puñaladas en el vientre y dos en la ingle.

140

Los funcionarios de la Inquisición frustran su muerte, pero no consiguen impedir la de otro cautivo llamado Manuel Paz, un hombre de cuarenta años que exhibía larga residencia en Lima. Paz no soporta el cautiverio ni las torturas. En el informe que el notario escribe para la Suprema de Sevilla dice lacónicamente: «se ahorcó de la reja de una ventanilla alta que caía sobre la puerta de su cárcel, de un modo extraordinario». Ni el alcaide ni los inquisidores logran descifrar la técnica que usó para conseguir su propósito. El informe sugiere: «se echó de ver que el demonio había obrado en él, porque se ahorcó de una forma que sin ayuda parecía imposible». Gaitán propone que ante esta prueba de culpa sea relajado en efigie, sus bienes totalmente confiscados y sus huesos arrojados a las llamas cuando tenga lugar el próximo Auto de Fe. Su iniciativa es apoyada por los demás inquisidores y la totalidad de los consultores convocados.

A la mazmorra de Francisco entra la primera partida de choclos que ha solicitado a cambio del pan. No surgieron obstáculos ni sospechas. Le arranca cuidadosamente el envoltorio, lo esconde bajo la cama, deja a la vista las barbas rubias y cocina los granos en la olla que ahora le permiten tener sobre el brasero. Recupera lentamente el apetito y efectúa movimientos con todas las articulaciones, inclusive las de columna. Sobre sus úlceras se han reformado costras de cicatrización. Oye menos y duerme mucho. Se va recuperando como un pájaro herido que abandonaron en la intemperie: ahora respira mejor, crecen las plumas y abre los párpados rojos de pesadillas. Debe recuperar algo de su remota agilidad.

El convaleciente rabino consigue enviar un mensaje a su cuñado Sebastián Duarte, que también ha caído en prisión. Todo está perdido —le dice—; le recomienda confesar su condición y, por lo menos, ahorrarse la tortura. Toda resistencia no sólo será inútil: aumentará el padecimiento de los cautivos. Sebastián Duarte duda sobre la autenticidad del mensaje, dado el carácter indómito de Pérez; no obstante, prefiere considerarlo verdadero y se aviene a contestar las preguntas de los inquisidores. «Ha caído Jerusalén, no queda piedra sobre piedra, los vientos de la muerte enlutan a Sión.»

Francisco ata las numerosas hojas de choclo y confecciona una larga cuerda. Ya no se ocupan de él, excepto para traerle la alimentación escasa. Arrima la mesa al muro, coloca el rústico escabel sobre la mesa y sosteniéndose en los soportes a su alcance llega a un tirante del techo. Su mano izquierda lo agarra con fuerza mientras la otra empuña el diminuto cuchillo de hierro y empieza a roer el adobe en torno a uno de los barrotes de su ventanuco. Se cansa y marea, sabe que no está en condiciones de exagerar. Desciende, acomoda los muebles —aunque es difícil que vengan a esa hora— y dormita un rato. Después reanuda la tarea. El ventanuco da a un patio interno rodeado de celdas. Sobre los techos apenas se distingue la siniestra y alta muralla exterior. Consigue mover el barrote; lo empuja hacia acá, hacia allá, lo hace girar, vuelve a empujarlo y finalmente lo arranca. Le sonríe como a una desamparada víctima y lo acomoda entre los tirantes. Baja, recoge la soga y prueba en cada nudo para certificar su resistencia. Trepa de nuevo y la ata a uno de los barrotes inmóviles, Asoma la cabeza. Siente el aire fresco de la noche como una loca bienvenida de la libertad. Lentamente, agarrándose de la cuerda, saca el cuerpo y desciende la alta pared. Su mazmorra parecía estar en un foso, pero la tierra firme del patio semeja un abismo. No entiende el desnivel: es parte de la irracionalidad que impone el Santo Oficio en todo. Se acuclilla en las sombras, adherido al paramento y mira cuidadosamente. El aire contiene aromas del Rímac. No ve guardias, ni sirvientes, ni perros, aunque deben estar acechando.

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