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Authors: Marcos Aguinis

La gesta del marrano (63 page)

BOOK: La gesta del marrano
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No le contestan. La audiencia ha concluido. El prisionero aún habla: que sean personas doctas, solicita.

Castro del Castillo, de pie ante su silla abacial, observa al secretario que también anota este pedido. El reo agrega:

—Para que sepan aclarar mis dudas.

Gaitán y Mañozca cruzan una mirada: entienden en el acto que esa frase es el primer indicio de sensatez que alumbra al reo desde que lo arrestaron. Casi sonríen.

126

Pero el arrepentimiento que exigen los inquisidores todavía no despunta en Francisco. Su resistencia es como una cuerda que se ovilla y pierde en una zona fabulosa, nutrida por sentimientos que se explicitan en forma distorsionada e insuficiente. Francisco es una partícula que apenas se distingue de la nada: sabe que su boca puede ser amordazada, sus manos paralizadas, su cuerpo destrozado sangrientamente, sus restos inhumados en la misma cárcel y su nombre olvidado. No obstante, conserva una llama que no se extingue. ¿Qué espera conseguir esa llama? ¿Sueña acaso doblegar la intransigencia de los inquisidores?, ¿obtener la aceptación de sus derechos? «Seguramente no obtendré ningún fruto tangible», reconoce en la espesa oscuridad. Pero no se da por vencido porque existe un área donde no podrán derrotarlo. Una fuerza apenas visible lo sostiene y alienta: es una energía parecida a la que bulle en locos y santos.

La primera noche de mazmorra le aportó un dato inverosímil. Las ratas habían estado haciendo ruidos familiares al precipitarse por los tirantes del techo, pero entre su desparramo se diferenciaban golpes de otro tipo, que no llamaron su atención al comienzo. Francisco estaba emocionado por el reencuentro con Lima y la atención de la hechicera María Martínez, nauseoso por la entrevista con el alcaide e impresionado fuertemente por su primera audiencia con el hosco Tribunal. A la hora se preguntó qué eran esos impactos secos y rítmicos como los de una música africana. ¿Un negro se divertía raspando los dientes de una quijada como solía hacerlo el bueno de Luis mientras Catalina ondulaba hombros y caderas? Lo venció el sopor. A la noche siguiente, cuando se alejaron los guardias y estalló la zarabanda de los roedores, también se reiniciaron los ritmos. Francisco pronto se corrigió: no eran ritmos, sino agrupaciones de impactos separados por un breve silencio: toc—toc—toc. Puños o palmas o el un cascote contra el muro, llamadas de los prisioneros. «¿Intentan comunicarse conmigo?» Sintió el júbilo de la solidaridad. Entonces respondió una, dos, tres veces. Los otros ruidos cesaron y hasta parecía que las ratas levantaron sus orejas para enterarse. Aguardó las respuestas que no tardaron en llegar. Pero recibió una andanada de golpes separados entre sí por sorpresivas pausas. ¿Qué significan las pausas?, ¿qué las series? «¡Es una clave!» Los prisioneros se transmiten mensajes con este método: no pueden verse, hablarse ni escribirse, pero sí utilizar las vibraciones del aire. En la remota Ibatín había jugado con Diego a golpear suavemente los muros imitando palabras y canciones. ¿Qué simbolizan los agrupamientos? ¿A qué se refiere un golpe, a qué dos, a qué cinco?

—Durante años intenté descifrar el alfabeto de las estrellas y de las luciérnagas —se exalta Francisco—: no imaginé entonces que el Señor me había prodigado un presentimiento de otro sistema que no se compone con la luz de los espacios abiertos, sino con las vibraciones transmitidas por los muros de una cárcel.

Los golpes eran un alfabeto, pues, y debía aprender a leer y escribir en su clave como lo hizo con el latín y el castellano. Si de eso se trata, un impacto equivale a la letra a, dos a la b y así sucesivamente. Enciende un pabilo y presta atención a los golpes. Descubre un huesito de polio, se sienta en el piso de tierra y empieza a trazar breves rayas con cada serie. Después las cuenta y traduce a las letras correspondientes para formar palabras. Es difícil: algunas letras como la S, T, V, requieren muchos golpes y equivoca la cuenta. Debe ejercitarse. Tampoco aprendió a leer y escribir castellano en un solo día. Se dispone a contestar. Vierte su nombre a la clave y, lentamente, transmite al tenebroso laberinto su primer mensaje. Los sombríos muros difunden las tres palabras Francisco—Maldonado—Silva. Esa noche decenas de hombres y mujeres toman nota de su cautiverio.

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El reo tiene un «abogado defensor», aunque tal título es un equívoco porque su tarea consiste en ayudar al reo... para que triunfe la fe. Es un funcionario de la Inquisición que se pone al lado de la víctima sólo cuando puede señalar algún esporádico error de procedimiento jurídico: su objetivo primordial es convencerlo de someterse cuanto antes. En este sentido, es el abogado de la religión verdadera, no de sus impugnadores, obviamente. Sin embargo, cada prisionero lo recibe con un puñado de esperanzas, como a un amigo, y le confía sus angustias.

En la prisión de Francisco se celebran ocho sesiones con el abogado defensor que le ha designado el Tribunal. Es un fraile de robusta complexión y voz sonora, mejor constituido para la guerra física que para los enredos de la jurisprudencia. A las víctimas les causa una impresión fuerte porque aparece como el aliado ideal: potente, sabio y afectuoso. Sus expresiones refuerzan esta imagen y los acusados lloran al recibido, le ruegan consejo y se avienen a obedecer sus indicaciones. Francisco no escapa a la ilusión y también le entrega su historia y sus temores. En realidad no ha hecho otra cosa desde que lo arrestaron: siempre repite su verdad desnuda y molesta. El abogado le promete mejorar su situación y reducir el tremendo peso de la condena en marcha si Francisco abjura de sus creencias. Francisco le formula a su vez muchas preguntas que el abogado prefiere marginar cuando tocan aspectos teológicos y morales: su misión —insiste— se limita a brindarle ayuda concreta y rápida.

—Pero depende de usted —concluye—. Depende de su abjuración.

En una oportunidad, Francisco le confía que traicionar su conciencia por algunos beneficios le suena a soborno. En otra le dice algo peor:

—Si abjuro, dejaría de ser yo mismo.

El abogado informa leal y puntualmente a los jueces. Mañozca y Castro del Castillo consideran que Maldonado da Silva es un hombre ilustrado y deben acceder a su pedido de confrontar con personas eruditas para enmendarlo del error.

—El reo no desea enmendarse porque ha mostrado el orgullo de los obstinados —replica Gaitán.

Mañozca deja pasar unos segundos y argumenta:

—Debemos predicar en el nivel de cada alma, y el alma de este hombre necesita argumentos fuertes, desarrollados por eruditos.

—Ni los eruditos ni el abogado defensor —Gaitán lo mira con dureza— conseguirán doblegarlo con argumentos y, menos aún, en una controversia: es tan polemista como Lucifer.

Castro del Castillo interviene entonces.

—¿Lo considera usted —dice con inocultable ironía— tan perspicaz como Lucifer para atribuirle la victoria de una controversia que aún no se ha llevado a cabo?

Gaitán le devuelve una mirada iracunda:

—No se trata de perspicacia —explica—, sino de diabólico talento y capricho.

—El talento y capricho diabólicos se quiebran con la luz del Señor —insiste Mañozca.

Gaitán junta las manos delante de su nariz.

—No se somete al diablo —gotea sus palabras como plomo fundido— haciéndole concesiones...

Mañozca y Castro del Castillo se mueven molestos.

—No es una «concesión» haberle permitido jurar por el Dios de Israel o tener como calificadores a gente erudita —Mañozca habla también en nombre de su colega.

La discusión termina en absoluto secreto: el Tribunal no debe mostrar resquebrajaduras.

Se convoca entonces a personalidades de reconocida formación teológica para que analicen las dudas del reo en presencia de los inquisidores. La decisión recae en cuatro eminencias: Luis de Bilbao, Alonso Briceño, Andrés Hernández y Pedro Ortega
[44]
.

Francisco Maldonado da Silva es conducido por el alcaide y dos negros —igual que siempre— a la augusta sala de audiencias. Le ponen el escabel tras las rodillas y el cadavérico secretario repite la ceremonia de acomodar milimétricamente los útiles de su escribanía. Ingresan los cuatro eruditos vistiendo los hábitos de sus respectivas órdenes y se instalan ante las sillas que se habían dispuesto para ellos, dos a la derecha y dos a la izquierda de Francisco. Tras otro minuto de espera chirría la puerta lateral y el reciento se tensa con la aparición de la breve fila de inquisidores que marchan con su característica majestad hacia la alta tarima, hacen la señal de la cruz, oran en voz baja. Los imitan los eruditos y después el alcaide tironea el brazo del reo para que se siente.

Mañozca toma la palabra para explicar cuán generoso es el Santo Oficio: brinda la ocasión de formular dudas para que dignos teólogos respondan. Como el reo ha insistido en que su errada conducta se basa en la Biblia, este Tribunal le ofrece un ejemplar de la Sagrada Escritura para que pueda efectuar las citas sin deformaciones.

Francisco contempla el pesado ejemplar de la Biblia instalado sobre un atril y levanta sus manos cargadas de grillos hacia las páginas cubiertas de signos. El reencuentro con el texto familiar le sugiere las primeras frases. Dice que el amor que tienen lo judíos por los libros —y por este libro en particular— es el amor a la palabra, a la palabra de Díos. Dios construyó el universo con Su palabra y en el Sinaí se manifestó con palabras, también. Las palabras son más valiosas que las armas y el oro. Dios no puede ser visto, pero puede y debe ser escuchado. Por eso prohibió las imágenes y ordenó acatar su ley. Quien le obedece integra al mismo tiempo, por añadidura, el orden moral. Quien, por el contrario —agrega provocativamente—, sólo dice adorarlo y hasta grita su fe, pero no cumple con los mandamientos, en los hechos repudia a Dios.

Uno de los eruditos le interrumpe la audaz parrafada para recordarle que han venido a resolverle dudas, no a escuchar una disertación. Entonces Francisco hojea la Biblia y señala los versículos que expresan mandatos, reiteración de mandatos y reproches por violar esos mandatos, en el
Génesis
,
Levítico
,
Deuteronomio
,
Samuel
,
Isaías, Jeremías, Amos y Salmos
. Lee en su fluido latín y hace un breve comentario a cada uno de los textos. Manifiesta que él ha sido arrestado no por sus faltas, sino por cumplir con la ley de Dios.

Los teólogos escuchan con la tensión de un guerrero en el campo de batalla y urden las respuestas. La mayoría de las observaciones integran el conocido repertorio de las controversias efectuadas en España entre rabinos y brillantes oradores de la Iglesia. Los teólogos se toman dos horas para contestarle.

El jesuita Andrés Hernández se pone de pie y dice a Francisco:

—Hijo: usted no puede tener dificultad en reconocer la misericordia de la Iglesia y el Santo Oficio: ahora le están ofreciendo el privilegio excepcional de obtener iluminación por intermedio de cuatro personalidades que han postergado otras obligaciones para venir en su ayuda. Contra las mentiras que lanzan los herejes, puede comprobar por usted mismo que la Inquisición no se ha establecido para el daño, sino para «reconciliar» al pecador: vela por su salud eterna. Y cada uno de los teólogos que ahora le explicamos y persuadimos —se toca el pecho— está ansioso por verlo alejarse de sus faltas y retornar a la Iglesia.

—El cuarto concilio Toledano presidido por San Isidro —recuerda a su turno Alonso Briceño— estableció que a nadie se hiciera creer por la fuerza. Pero ¿qué hacer con quienes han recibido el indeleble sacramento del bautismo, como es su caso? Un bautizado que judaíza no es un judío, sino un mal cristiano: un apóstata. Usted, por lo tanto, aunque sea duro decirlo, ha cometido un acto de traición y por eso se lo juzga.

—Los mandamientos que usted dice obedecer —explica Pedro Ortega con el mejor tono de voz— son el repertorio de una ley muerta, un anacronismo. En vez de buscar el camino de la virtud en el Antiguo Testamento, estudie el Nuevo y las enseñanzas de los padres y doctores de la Iglesia.

Andrés Bilbao toma después la palabra y responde en minucioso orden a los versículos que Francisco señaló como prueba de su razón e inocencia, para hacerle notar que los interpretaba sofísticamente.

—Fíjese —concluye—: la mayoría no respalda su derecho a seguir siendo judío, sino que anuncian y prefiguran el nacimiento de Cristo, la erección de su Iglesia y el advenimiento de la nueva ley.

El inquisidor Juan de Mañozca agradece a los calificadores su descollante tarea y se dirige al reo para preguntarle si han quedado resueltas sus dudas. El secretario aprovecha la corta pausa para secarse la transpiración. Francisco se pone de pie.

—No —replica desafiante.

128

Dos días más tarde es convocado a otra audiencia. Castro del Castillo le interroga con el tono más dulce que permite su obesa garganta.

—¿Qué motivos le impiden reconocer los errores de la ley muerta? Cuatro extraordinarias personalidades del Virreinato han escuchado su andanada de cuestionamientos y le contestaron pacientemente. A las referencias bíblicas le opusieron otras referencias también bíblicas; a las preguntas le devolvieron respuestas. ¿Por qué endurece su pertinacia?

—Lamento que los teólogos no me hayan entendido —responde—. Tal vez no he podido expresarme con claridad por el inevitable nerviosismo que produce esta sala —añade.

A las horas de ser devuelto a mi mazmorra —recordará Francisco—, los negros Simón y Pablo me traen una Biblia, cuatro pliegos rubricados, pluma y tinta. Entra el alcaide para comunicarme que el Tribunal, como muestra adicional de clemencia, me ofrece la posibilidad de redactar mis dificultades en esos pliegos, sin la presión de las miradas. Observo atónito el precioso volumen sobre la rústica mesa y recuerdo otra vez la impresionante escena del burro mordido por un puma: debo resistir como aquel heroico animal. Son los inquisidores quienes ahora empiezan a ablandarse: no toleran la firmeza de mis convicciones y justifican con su mentirosa clemencia la necesidad de conseguir mi arrepentimiento. No doblegarme, para ellos, será una afrenta a su poder.

Esa noche, cuando comienza a funcionar el abovedado correo de los muros, acaricia el ejemplar de la Biblia y comunica a sus invisibles compañeros que ya no está solo: lo acompaña la palabra de Dios.

No puede dormir porque las páginas de la Sagrada Escritura lo energizan. Lee hasta agotar su reserva de velas. Entonces llama a los guardias, golpea la puerta, Un negro le trae un par.

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