Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
Los volúmenes pasan de mano en mano.
—Ahí están mis dudas —dice Francisco—. Y mi modesta ciencia. Quien eso ha escrito tiene chispa divina, no menos que ustedes.
—O chispa de Satanás —replica Castro del Castillo, aturdido por la audacia.
Los inquisidores invitan a los jesuitas a que hablen, La inverosímil audiencia se extiende por tres horas y media. Los teólogos deshacen las mentirosas afirmaciones de Francisco y, según aprecian los jueces, consiguen demostrar otra vez cuál es el camino de la luz: sólo una mente caprichosa y maligna puede negarse a reconocer la verdad, la única verdad. Mañozca se dirige a Francisco para que conteste si está dispuesto a arrepentirse; pero antes debe volver a prestar juramento. Automáticamente le señala el crucifijo de la mesa.
El reo se incorpora con un asordinado crujir de articulaciones gastadas. Entonces pronuncia las frases que provocan una exclamación de pasmo y horror del auditorio.
—¿Jurar por la cruz? ¿Por qué no jurar entonces por el potro, o las mancuernas con púas, o el brasero que destruye los pies? Cualquier instrumento de tortura daría lo mismo... La cruz fue un instrumento de tortura, ¿o ha tenido otro objeto? Con la cruz asesinaron a Jesús y muchos otros judíos como Él. Luego los cristianos siguieron asesinando judíos blandiendo tras ellos la cruz como una espada retinta de sangre. En la cruz hemos muerto los judíos, no los cristianos. ¿Murió en ella algún inquisidor?, ¿un arzobispo?, ¿un papa?... Alguien alguna vez se los debe decir aunque duela mucho: para los judíos perseguidos la cruz nunca ha simbolizado el amor sino el odio, nunca el amparo sino la crueldad. Exigirnos que le rindamos veneración, tras siglos de matanza y desprecio, es tan absurdo como pedirnos venerar la horca, el garrote vil, la hoguera. Los cristianos ensalzan la cruz (¡y tienen sus buenas razones!), pero la cargamos los perseguidos. La cruz no nos otorga bienestar: nos angustia, nos ofende y nos destruye —levanta su mano derecha, la larga cadena brilla fugazmente como una filigrana de astros—. Juro por Dios, creador del cielo y la tierra haber dicho la verdad. Mi verdad.
La Ciudad de los Reyes entra en atmósfera de vísperas a partir del pregón que se difunde el miércoles 1 de diciembre. El castigo y muerte de los pecadores debe ser causa de regocijo. Mientras en el interior de las cárceles circula el mefítico aliento de la tragedia, en las calles se excita el entusiasmo. En la oscuridad de los corredores y ergástulos aumenta el miedo, en la luz de la urbe el anhelo de fiesta. En las mazmorras progresa la desesperanza, en las plazas se inicia el espectáculo. La muerte y el jolgorio se unirán para abrazarse y danzar juntos. La razón será disfrazada de locura y la locura se pondrá atavíos de razón.
Salen del palacio inquisitorial todos los familiares en sus temibles hábitos sobre cabalgaduras lustrosamente enjaezadas y un bosque de altas varas al son de ministriles, trompetas y atabales. Dan una vuelta a la plazoleta y luego se introducen a paso majestuoso por las calles. Los siguen en riguroso orden de etiqueta importante funcionarios de la Inquisición: el nuncio, el procurador del fisco, el notario de secuestros, el contador, el receptor general, el cadavérico secretario y el alguacil mayor. Los colores y sonidos incendian a Lima. Los vecinos interrumpen sus actividades, las mujeres se asoman a las celosías, los hidalgos, jóvenes y sirvientes invaden las calles. Semejante despliegue inflama la curiosidad. El repique del los tambores se detiene para que el pregonero formule el anuncio.
—El Santo Oficio de la Inquisición —vocea con estudiada solemnidad— hace saber a todos los fieles que habitan en y fuera de la Ciudad de los Reyes que el próximo 23 de enero, día de San Idelfonso, se celebrará Auto de Fe en la plaza pública de esta ciudad para exaltación de nuestra santa fe católica. Se manda acudir a los fieles para que ganen las indulgencias que los sumos pontífices conceden a los que concurren a estos actos.
La caravana recorre las populosas arterias con espigada satisfacción. El secretario anotará en su libro que «concurrió gente sin número para ver y escuchar este anuncio, dando gracias a Dios y al santo Tribunal por dar principio a un Auto tan grandioso». Acabada la publicación, vuelven los ministros y oficiales a la fortaleza en el mismo orden y con igual relumbre de tambores y trompetas.
Al día siguiente se inicia la construcción del tablado en varios cuerpos. Una legión de carpinteros, herreros, tolderos y sirvientes distribuyen tablones, clavan estacas y tienden rieles para que nazcan gradas y pasillos cerrados por barandas confiables. Varios bloques estratégicamente distribuidos darán cabida a la multitud que se espera no sólo de Lima, sino de muchos lugares en derredor. No se deja de trabajar «ni aun los días solemnes de fiesta». El inquisidor Antonio Castro del Castillo es el encargado de supervisar las obras. Advierte que ni la profusión de gradas ni la solidez de cercos previene el desorden que generará la torrencial multitud y manda pregonar que ninguna persona —«de cualquier calidad que fuese, excepto los caballeros, gobernadores, ministros y demás funcionarios»— osen ingresar a los tablados oficiales. Y para controlar los desbordes nombra e instruye a muchos caballeros para que circulen con bastones negros en los que irán pintadas las armas de Santo Domingo. Para refrescar el estrado principal se transportan veintidós árboles de unas 24 varas de alto cada uno y se atan velas de unos a otros con poleas y cuadernales hasta lograr una apacible sombra.
Dos días antes del Auto de Fe el Tribunal reúne en la capilla del Santo Oficio a todos sus ministros y funcionarios: El inquisidor Juan de Mañozca les habla con palabras graves y exhorta a concurrir con amor y puntualidad a cada una de las tareas asignadas. Deben vestir con gran lustre, echando sobre sus cuerpos las costosas libreas que se mandaron confeccionar para la ocasión. El secretario anota que «aparecieron en las calles los oficiales del Santo Oficio, los calificadores, comisarios, personas honestas y familiares, todos con sus hábitos, causando hermosura su variedad y regocijo a la gente, que ya estaba desde la mañana del día anterior en copioso número por la plaza y las calles».
En las mazmorras se dobla la vigilancia, los frailes que visitaban con abnegación a los prisioneros ensayan los últimos recursos para salvarles el alma. Saben que al día siguiente estará todo consumado. Palabras y oraciones vibran en las cuevas lúgubres durante el día y hasta altas horas de la noche. Mientras, la Ciudad de los Reyes es exaltada con la procesión de la Cruz Verde que moviliza a los miembros de las órdenes religiosas, funcionarios seglares y eclesiásticos, nobles caballeros, curas, mercaderes, artesanos, doctrineros, soldados, bachilleres, estudiantes y mujeres que llenan varias calles con sus balcones y techos. Los músicos entonan himnos enfervorizantes. «La gravedad del acto —anota el secretario incansable— y el silencio de tanta gente provoca amor y veneración al Santo Tribunal.» La procesión camina con majestad hasta la plaza Mayor y roza los enormes tablados que desbordarán público en el inminente Auto de Fe. El coro entona el versículo
Hoc signum Crucis
y se dejan faroles encendidos junto al lugar donde serán exhibidos los pecadores.
Francisco ha reanudado su ayuno pero esta vez el tiempo no lo favorecerá. Los días que lleva sin probar bocado apenas le alcanzan para sentirse más débil y somnoliento. El fraile y los sirvientes le ruegan que coma en términos tan amistosos que llegan a confundirlo sobre la situación en que se encuentra. Está cada vez más sordo y aprovecha su minusvalía para eximirse de las plañideras insistencias del dominico. Hace poco le espetó a los ojos: "yo no pretendo que usted deje de ser cristiano; por favor, déjeme seguir siendo judío; no se canse, no se agote; pare de hablar».
Al religioso le brotan lágrimas. ¿Cómo es posible que no consiga atravesar semejante coraza? Maldonado da Silva ya tiene poca diferencia con un cadáver: ¿dónde esconde el manantial de su altivez? Su cabeza es un par de órbitas negras, mejillas chupadas y una frente extrañamente brillosa; la larga cabellera partida al medio ha encanecido completamente, lo mismo que su barba. Los labios finos suelen moverse como si rezaran. El fraile lamenta que ore a una ley muerta que lo lleva a la perdición. Quisiera sacudido como a una canasta vacía y llenado con la sustancia de su fe. Pero el diablo se ha posesionado de esa mente. Reconoce que le ha tomado cierto cariño —vergonzoso, inconfesable— y no se resigna a verlo retorcerse entre las llamas. Han conversado sobre otros temas con tanta lógica que le parecía un individuo sensato y muy inteligente. Maldonado da Silva le contó sobre su familia y sus recuerdos con una emoción que revelaba zonas piadosas del espíritu; allí no había entrado el demonio y, por consiguiente, renacían las esperanzas de recuperado para la fe. Pero en los asuntos que tocaban sus abominables raíces volvía a ponerse duro como un león y de sus labios tiernos asomaba bruscamente una fuerza indomable. El dominico reprodujo muchas veces sus conversaciones con el reo en el confesionario para conseguir ayuda. Su confesor estaba en lo cierto: dentro de unas horas lo llevarán a la hoguera y se lo ve más obstinado que nunca.
Francisco, por su parte, teme aflojar a último momento. En su familia todos sucumbieron al terror: su padre y hermano en la tortura, su madre y hermanas al sentirse desamparadas. Lo presionarán hasta el último segundo. Antes de hundir la antorcha en la paja seca que amontonan bajo los leños le gritarán que ceda, que salve su alma.
Le mueven un hombro. ¿Ha estado soñando? Varias linternas arden en el miserable calabozo y sus llamas lamen el techo de adobe. Desde la horizontalidad de su lecho cree estar enfrentado por una apretada multitud. Se incorpora con esfuerzo, parpadea. Comprimiéndose unos a otros hay soldados con sus alabardas, sacerdotes y entre ellos el cansado dominico. Súbitamente esos cuerpos numerosos y fornidos que apenas caben en la mazmorra abren un hueco. Francisco se frota las órbitas legañosas y, cuando saca las manos de su cara, ve el rostro metálico del inquisidor Andrés Juan Gaitán. Adhiere su espalda a la pared y recoge las piernas: no tiene fuerzas para pararse, ni hay lugar. El inquisidor le esquiva la mirada y desenrolla unos pliegos. Lenta y victoriosamente le lee la sentencia. Francisco no se mueve; no intenta responder, ni comentar, ni rogar: sus ojos apuntan rectamente a los del inquisidor, que no se despegan de las letras. Termina, enrolla el papel y se da vuelta para no verle el rostro a su víctima. Busca entre los hombres apretujados al fraile dominico y le susurra una orden.
La cueva se vacía. Francisco murmura:
—¡Dios mío!, sucede.
Ya no verá insinuarse el amanecer por los tres agujeros del muro: en unas horas vendrán a sacado definitivamente., Toca el borde del colchón que lo acompañó casi trece años y vuelve a preguntarse si le alcanzarán las fuerzas para seguir defendiendo su derecho hasta la culminación del Auto. Se deja caer sobre el poyo. El candil que le han dejado emite una luz que por primera vez aprecia: es suave y rosada. Los muros irregulares están llenos de dibujos; las formas, incluso en este cubículo tan pequeño, son infinitas. Por uno de los tres agujeros aparecen los ojos de una rata. Ni siquiera viene a despedirlo: sólo a enterarse de su partida. De repente lo asalta un alud de recuerdos: las ratas en el convento de Córdoba, las ratas en el convento de Lima, el director espiritual Santiago de la Cruz y el aprendizaje del catecismo, las biografías de santos, la confirmación, la enorme Biblia de la capilla, su primera flagelación, el abrazo de los torsos desnudos, la aparición del negro Luis con el instrumental del padre y la llave española (¡la llave española!, ¿dónde estará?).
Cruje la puerta y dos negros adelantan una bandeja.
—El almuerzo —dicen.
¿Almuerzo? ¿A esta hora de la noche? El dominico lo invita a rezar y a comer. Francisco entiende: los condenados a la hoguera son piadosamente agasajados con un banquete. Es una cortesía macabra, pero más elocuente que la burocrática lectura de la sentencia. Le ofrecen una comida de príncipe. El dominico alza la voz para atravesar su sordera y le cuenta —anhela llegar al escondido corazón— que el Santo Oficio ha contratado hace tres días a un pastelero para que secretamente preparase la última colación.
—Secreto —murmura Francisco—, siempre el secreto, para que sea impune la arbitrariedad.
Se incorpora y camina los pocos pasos que caben en la mazmorra. El fraile se encoge para darle lugar, quiere complacerlo, ayudarlo y ser agradable. Vuelve a mostrarle la bandeja.
—Coma —Francisco invita al sacerdote.
—Dios mío, Dios mío —implora el fraile—, ¿cómo hacerle entender que van a quemarlo vivo, que sus pies serán mordidos por los tizones y sus caderas azotadas por las llamaradas y su rostro despellejado, triturado, asado? ¿Cómo hacerle comprender que es una víctima de una trampa del demonio y que padecerá el suplicio de la hoguera para desembocar en el interminable suplicio del infierno?
Cae de rodillas.
—¡Sálvese! ¡Sálvese! —ruega.
Francisco fuga hacia su interior. Necesita rememorar los
Salmos
que nutren la esperanza. Debe mantenerse tranquilo para que no lo invada el temblor ni se quiebre a último momento. A medida que pasan los minutos, mientras los versículos lo animan, siente que le arañan los monstruos de la derrota. En un sentido crece su fuerza y en el otro su debilidad. «No repitas mi trayectoria», le recomendó su, padre. ¿La repite, acaso? Cree que no. Su padre denunció a otros judíos, se humilló ante los jueces y mintió su arrepentimiento. Mutiló su dignidad. No volvió a ser cristiano, ni hombre libre, ni judío digno: se transformó en un resto que tenía vergüenza. Ofrendó lo más sagrado de su ser a los opresores, para gloria del Santo Oficio y sólo retuvo el testimonio del vejamen. Ésa fue su trayectoria: miedo, sometimiento, claudicación.
Francisco aprieta los párpados para que no desborden las lágrimas.
La imagen de su padre vencido le produce una pena atroz. Pronuncia Salmos que contrarrestan la imagen doblegada y triste. «No repetiré tu trayectoria» se alienta. Pisa los umbrales del fin y no ha denunciado a nadie, no se quebró ante los jueces, no ha simulado arrepentimiento, no aporta un céntimo a la gloria de sus opresores.
El fraile reanuda el trabajo persuasivo, le acerca la bandeja con manjares, reza las poderosas oraciones.