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Authors: Louise Cooper

La estatua de piedra (15 page)

Unas manos cogieron sus brazos, una presencia se movió ante ella, y Ghysla escondió su cabeza en el hombro de Mornan cuando el hechicero la abrazó. Quería llorar pero no podía; las lágrimas no acudían a sus ojos, como si ya se estuviera convirtiendo en piedra.

—Tengo miedo —susurró Ghysla con una vocecilla temblorosa.

—Lo sé, pequeña mía, lo sé. —Los ojos de Mornan estaban demasiado brillantes cuando Ghysla lo miró.

Ella hubiera querido colgarse de su cuello, rogarle que la ayudara, que volviera el tiempo hacia atrás, que hiciera del mundo un lugar donde todavía fuera posible vivir.

Pero Mornan no podía hacer nada. Era injusto e inútil pedírselo, porque ni siquiera el hechicero, que era casi de su misma raza, tenía tanto poder. Ghysla se apartó de Mornan; sus dedos de largas uñas se aferraron un instante más a la tela de la capa del hechicero antes de soltarla. Se dio entonces la vuelta hasta quedar frente al saliente en la roca y a lo que había sobre ella.

—Dime qué debo hacer —musitó.

Mornan comenzó a hablar. Era un conjuro simple, muy simple, y mientras Ghysla memorizaba las palabras que debía pronunciar y los actos que tenía que realizar, sintió un loco deseo de reír. Cuando empezó a repetir las palabras del hechicero, éste se fue apartando hasta situarse junto a Anyr, quien, contra su deseo, se sintió obligado por una fuerza que no podía dominar a mirar la escena. Unas formas extrañas y efímeras comenzaron a materializarse alrededor de la solitaria figura de Ghysla cuando pronunció el ensalmo, tal como había sucedido antes, cuando convirtió en estatua de piedra a Sivorne. A Anyr le pareció oír un sonido muy, muy lejano, como si voces inhumanas, espectrales, cantaran una emocionante y mágica canción. En los años siguientes, sin embargo, nunca estuvo seguro de haberlo oído realmente, y nunca consiguió recordar con certeza lo sucedido entonces.

Un estremecimiento sacudió apenas a la estatua que yacía sobre la plataforma de roca. Una tenue coloración apareció en las mejillas de mármol, y el opaco cabello de piedra adquirió repentinos reflejos dorados. La brisa movió un mechón de pelo sobre la frente pálida y mortecina de Sivorne. La falda de su camisón blanco se movió casi imperceptiblemente. Y el sonido de una prolongada y lenta exhalación murmuró en la cueva cuando los labios de piedra de Sivorne volvieron a la vida, se abrieron y la joven comenzó a respirar.

El cántico de Ghysla se interrumpió con un acorde disonante. Dejó caer los brazos y bajó la mirada. Anyr dejó escapar un grito y corrió hacia su amada.

—¡Sivorne, Sivorne, oh, mi Sivorne! —Anyr cayó de rodillas junto a la plataforma, repitiendo una y otra vez el nombre de la joven mientras la cogía en sus brazos.

Ella parpadeó; un espasmo recorrió su cuerpo mientras los últimos rastros del hechizo se desvanecían, y sus ojos azules se abrieron.

—¿Anyr? —Sivorne hablaba con voz adormilada, como en medio de un sueño—. ¿Qué..., qué haces aquí? ¿Dónde estamos?

Anyr abrió la boca para responder, pero Mornan intervino antes de que pudiera hablar.

—No, Anyr. Todavía no trates de explicárselo. Sivorne está débil, y puede sufrir una conmoción si no la tratamos con el mayor cuidado. Deja que descanse. —El hechicero extendió la mano, con los dedos índice y corazón estirados, en dirección al rostro de la joven—. Sivorne —la llamó.

La joven lo vio entonces por primera vez y frunció levemente el entrecejo.

—¿Quién es usted? —preguntó.

El hechicero no respondió, pero sonrió de modo tranquilizador y dijo:

—Duerme, Sivorne. Duerme un poco más.

La expresión ceñuda se suavizó y los hermosos ojos de Sivorne se cerraron. La joven comenzó a respirar con el ritmo de quien duerme plácidamente. Anyr la miró con ansiedad durante unos instantes, mientras acariciaba suavemente su pelo, y luego se dirigió a Mornan.

—¡Tenemos que regresar a Caris! —Su porte había cambiado por completo; la tristeza y la desesperación habían desaparecido, ocupando su lugar una alegría difícil de contener y demasiado intensa para que pudiera expresarla en palabras—. ¡Debemos llevarla a casa y dar a todos la feliz noticia!

—Sí, Anyr —suspiró Mornan—. Llévate a tu novia a casa. Aquí ya no hay nada más qué hacer.

De repente, los oídos de Anyr captaron un ruido tan débil que si sus sentidos hubieran sido menos sensibles quizás habría pasado inadvertido. El joven se puso rígido y Mornan, al percibir el rápido cambio de expresión en su rostro, se dio cuenta de que Anyr, embargado por la felicidad de su reencuentro con Sivorne, había olvidado la presencia de Ghysla. El hechicero no la había olvidado ni por un segundo, pero en el instante de la liberación de Sivorne del sortilegio, le había faltado el valor: había apartado los ojos de Ghysla y, desde entonces, no había sido capaz de volver a mirarla. Pero ahora hizo de tripas corazón y, al mismo tiempo que Anyr, volvió la cabeza hacia ella.

Ghysla estaba de pie en el mismo lugar donde había pronunciado el conjuro y los miraba. Mornan sintió como si una telaraña helada le oprimiera el corazón. En todos los siglos de su inhumana y larga vida nunca había visto tanto anhelo, tanto pesar y tal desvalimiento en los ojos de un ser viviente. Los pies de Ghysla ya no podían moverse. Estaba adherida al suelo de la cueva, y sus delgadas piernas ya se habían fundido con la roca, semejantes a estalagmitas que sostuvieran su cuerpo, todavía vivo. Las manos de Ghysla se movían como pájaros atrapados, llenos de temor, confusos; en sus cabellos ya se advertía el opaco color del granito.

—Oh, dioses... —susurró Anyr.

—Ya es demasiado tarde para invocarlos —dijo Mornan—. Además, los dioses de Ghysla están muertos y no pueden oírte.

—Y ella... —Anyr tragó saliva—. ¿Ella todavía puede oírme?

—Sí. El proceso aún no ha terminado.

Los labios de Ghysla se movían, deformados bajo el hechizo que, abandonando el cuerpo de Sivorne, se completaba ahora en el suyo. Su boca presentaba la apariencia del cristal; las manos habían dejado de moverse y, poco a poco, adquirían el suave brillo del mármol. Sólo sus enormes ojos de búho no habían sufrido el menor cambio.

De repente Anyr fue hacia ella. Le tocó los hombros y sintió bajo sus dedos la remota suavidad de la piedra. Sus instintos le gritaban que retrocediera, pero el joven luchó contra el impulso, lo venció, y siguió mirando el rostro cambiante que tenía ante él.

—Lo siento —murmuró, pero de inmediato pensó que las palabras eran inútiles; ahora seguramente ya no significaban nada para Ghysla. De todos modos tenía que decirlas—. Ghysla, no puedo pedirte que me perdones; no puedo esperar eso de ti. Pero... te lo debo todo, porque por tu propia voluntad me has devuelto a Sivorne. Y nunca, nunca lo olvidaré.

Aunque débil, sintió que un temblor de emoción —de una emoción sin nombre— la estremecía, se extendía a través de su cuerpo de piedra. En un impulso que no pudo ni quiso resistir, Anyr se llevó la mano al cuello, donde un medallón de plata colgaba de una fina cadena. Había pertenecido a su madre, y Anyr lo apreciaba muchísimo. No podía ayudar a Ghysla, pero pensó que esa pequeña y preciosa señal de agradecimiento lo ayudaría a expresar la gratitud que no podía demostrar con palabras.

Abrochó la cadena de plata al cuello de Ghysla, de modo que el medallón quedara sobre su pecho, que ahora tenía el suave resplandor del mármol. Anyr miró la joya unos instantes, luego se inclinó y besó con suavidad a Ghysla en la boca. Esta vez no sintió el impulso de retroceder: un beso intencionado y gentil; no el beso de un amante, sino un sincero gesto de amistad.

La conciencia de Ghysla comenzaba a deslizarse hacia el silencioso y oscuro vacío del limbo, pero aún le quedaba un hálito de vida suficiente para sentir el beso y comprender su significado. Movió por última vez los labios con gran esfuerzo. Su voz era casi inaudible, pero Anyr consiguió percibir sus últimas y conmovedoras palabras.

—Siempre te amaré... —susurró Ghysla.

11

Anyr sabía que aunque viviera cien años nunca olvidaría su última visión de Ghysla. Envolvió a la dormida Sivorne en su capa, la llevó fuera de la cueva y salieron a la fresca y pálida gloria de un amanecer perfecto. En ese instante miró hacia atrás, sólo una vez; la imagen que vio quedaría grabada a fuego en su memoria. Ghysla, ya convertida en una estatua de piedra, se hallaba en el centro de la cueva, con la cara vuelta hacia el amanecer. Los dedos de su mano cubrían, en un gesto protector, el medallón de plata de Anyr, escondiéndolo de la vista y apretándolo contra su cuerpo. Tenía la apariencia de un joven fauno arrancado por sorpresa de un tranquilo paraíso, y la expresión de su rostro de mármol era de perplejidad, pero por debajo se adivinaba otro sentimiento, algo que Anyr pensó —y esperó y rogó que así fuera— era semejante a la paz.

Mornan siguió lentamente a Anyr fuera de la cueva. El hechicero permanecía en silencio desde hacía largo rato, y tampoco ahora pronunció palabra, pero sus ojos se encontraron con los de Anyr y el joven, que leyó en ellos un silencioso mensaje, se dio la vuelta y comenzó a descender, con Sivorne en sus brazos, el escarpado sendero. El anciano hechicero se quedó solo.

Cuando ya no oyó los pasos de Anyr, Mornan volvió la cara hacia la entrada de la cueva. La estatua en la que se había convertido Ghysla lo miraba con solemnidad. Durante unos minutos —¿uno?, ¿diez?—, Mornan sostuvo la mirada fija en ella. Luego, con la voz cargada de emoción, dijo:

—Adiós, pequeña. Quizá nos volvamos a encontrar un día, en una dimensión fuera del alcance de los humanos.

La reluciente esfera azul que Mornan había hecho aparecer y que aún brillaba sobre la cabeza de Ghysla se apagó, y la cueva quedó sumida en la oscuridad. Mornan contempló la estrecha entrada; ya no era posible distinguir la triste y pequeña estatua. El hechicero alzó luego una mano y dibujó en el aire un signo cabalístico mientras pronunciaba cinco sílabas secretas en la lengua del antiguo pueblo al que habían pertenecido su madre y Ghysla.

Un argentino ruido de agua interrumpió el silencio. Un pequeño curso de agua comenzó a manar de una hendidura en las rocas, por encima de la plataforma, y, bajando en cascada, reflejó el sol naciente en un arco iris de trémulos colores. Mornan contempló la cascada, que formaba una charca junto a la entrada de la cueva —una charca que nunca se desbordaría, pues formaba parte también de la magia—, y sonrió con pesar. ¡Ghysla tenía tanto miedo al fuego! Así pues, el elemento opuesto al fuego, el agua, era una adecuada elección como monumento conmemorativo que recordara a Ghysla. De acuerdo con las leyes de esta tierra ningún hombre podía hacer nada allí donde surgiera un manantial. De este modo, la cueva no sería profanada, y sucediera lo que sucediere en los siglos venideros, Ghysla al menos descansaría en paz.

—Ghryszmyxychtys —dijo Mornan dulcemente—. Que la paz sea contigo, pequeña, que la paz sea contigo.

El hechicero, con el rostro vacío de toda expresión, se dio la vuelta y se alejó por el sendero. Encontró a Anyr que lo esperaba en el refugio de un risco desde el que se dominaba toda la costa y el mar. Sivorne dormía a su lado. Cuando el hechicero se acercó, el joven se puso en pie de un salto, con una pregunta en sus ojos y en sus labios. Mornan lo detuvo con un gesto y dijo, con una triste y cansada sonrisa:

—Ya no hay nada más que hacer, Anyr. Lleva a tu novia a casa y sed felices.

Anyr cogió una vez más a Sivorne en sus brazos. La besó con ternura en la frente y luego comenzó a alejarse. Mornan los seguía a bastante distancia. Había visto la expresión de Anyr cuando besó a la joven dormida y tenía la certeza de que la elección de Ghysla había sido justa y correcta, por mucho que a él le pesara el destino de la infortunada criatura. Su día, el día de los de su raza —que también era la suya, se dijo Mornan—, ya había pasado, y el futuro pertenecía a la humanidad, a los Anyres y a las Sivornes del mundo. Para él, el sol se estaba poniendo; para ellos era el amanecer de una nueva era. Y seguramente estaba bien que se les permitiera vivir su amanecer sin el estorbo de los últimos representantes de una raza ya extinguida.

La hermosa vista del mar que tenía ante él se volvió súbitamente borrosa, y Mornan sintió como las lágrimas le mojaban las mejillas y caían sobre su capa. Estaba llorando. Por todos los viejos dioses, ¿cuántos años hacía que no lloraba? Una debilidad de viejo tonto, pensó con cierto desdén hacia sí mismo, pero luego rechazó este pensamiento. ¿Por qué no habría de llorar, si sentía la necesidad de hacerlo? No había nadie más que llorara por Ghysla, y eso era una justificación más que suficiente para sus lágrimas.

Mornan levantaba la mano para secarse las lágrimas cuando Anyr, a unos quince pasos de distancia, se volvió y miró hacia atrás. Por un instante el hechicero se sintió avergonzado de que el joven hubiera sido testigo de su momento de debilidad, pero entonces vio un brillo revelador en los ojos de Anyr, y Mornan supo que sus lágrimas no eran las únicas que se habían vertido por Ghysla.

Los labios de Anyr se curvaron en una sonrisa vacilante. Esperó a que Mornan estuviera junto a él y dijo:

—Mantendré su secreto, Mornan, si usted no revela el mío.

La sonrisa con que le respondió Mornan era triste, pero había en ella un asomo de camaradería.

—Me parece un trato justo.

Tras un breve silencio, Anyr preguntó:

—¿Vendrá a Caris con nosotros? Sé que no quiere ninguna recompensa por lo que ha hecho, pero..., pero me gustaría que viniera a mi casa, si lo desea.

Mornan estaba por rechazar cortés pero firmemente la invitación, cuando una vocecilla interior le dijo: «¿Por qué no ir con ellos?». Por muchísimos años el hechicero había rechazado toda compañía que no fuera la de él mismo, orgulloso de la herencia de su madre, y convencido de que la sociedad humana no tenía nada que ofrecerle. Pero ¿acaso no corría también por sus venas la sangre de su padre? Durante todo ese tiempo casi había olvidado la parte humana que sus difuntos padres le habían legado. Quizás había llegado el momento de recordarla nuevamente y de renovar los antiguos vínculos.

El paisaje se volvió borroso una vez más. Mornan se secó los ojos con un gesto impaciente, y luego tosió para esconder el nudo que de repente sentía en la garganta.

—Gracias, Anyr —dijo—. Iré con vosotros con mucho gusto.

Ahora podía oír el mar, su voz enorme y elemental, mezclada con el incesante silbido del viento. Mar y viento parecían cantar juntos bajo el sol naciente una canción muy antigua que trascendía el tiempo y no distinguía entre lo antiguo y lo moderno, el pasado y el presente y el futuro. Una canción eterna, pensó Mornan, eterna como el mundo. Hoy era una elegía por la desaparición del pueblo de Ghysla; llegaría un día en el futuro en que el lamento sería por el final de la especie humana. Pero aún faltaba mucho, mucho tiempo. Y así era como debía ser.

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