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Authors: Louise Cooper

La estatua de piedra (12 page)

Unos ojos duros como el granito brillaron a la luz de la luna bajo cejas que parecían salientes de una montaña.

—¿Qué deseas? —preguntó una voz profunda, y Anyr supo que se hallaba frente al mismísimo Mornan.

El joven hizo un esfuerzo por recuperar la compostura y lo saludó con una formal inclinación de cabeza.

—Señor, le pido disculpas por molestarlo a esta hora...

No pudo seguir. Mornan le replicó de inmediato.

—Los visitantes que no han sido invitados son una molestia a cualquier hora. Repito mi pregunta: ¿qué deseas?

Anyr pensó que la característica más extraordinaria de Mornan era su estatura. Debía de tener más de un metro ochenta de altura, que parecía mayor aún por la extrema delgadez del hechicero. Se asemejaba más a un esqueleto andante que a un hombre vivo, y durante un instante Anyr se sintió muy confuso. Deseó fervientemente tener una luz para poder iluminarlo con más claridad y disipar el perturbador efecto de su silueta.

—Señor —comenzó, esforzándose por encontrar las palabras precisas—, soy Anyr, el hijo de Aronin, señor de Caris, y necesito desesperadamente la ayuda de usted.

El joven no podía ver la expresión de Mornan, pero sintió su inmediata reacción como un cambio físico en el aire.

—Yo no ayudo a nadie —declaró con voz severa el hechicero—. Regresa con tus sacerdotes y tus brujas y pídeles ayuda a ellos.

—Lo intentaron, señor, pero fracasaron —insistió Anyr—. Para resolver esto se necesita magia verdadera. ¡Por favor! ¡Usted debe ayudarme!

—¿Debo? —Mornan repitió la palabra con un tono entre divertido y burlón, y Anyr creyó ver, o más bien sentir, una fugacísima sonrisa—. Yo nunca tomo a la ligera esa palabra. No me interesan tus problemas, no me interesas tú, y te agradeceré que te marches y me dejes en paz. Buenas noches.

El hechicero ya se marchaba, pero se detuvo cuando oyó el ruido del acero. Se dio lentamente la vuelta y vio que Anyr había desenfundado la espada.

—Jovencito —dijo en tono grave el hechicero—, te aconsejo que guardes tu espada y no pienses siquiera en obligarme a hacer algo. No deseo herirte, pero no toleraré amenazas.

—Me importa muy poco lo que esté dispuesto a tolerar o no —respondió Anyr con la audacia de la desesperación—. He venido para que me ayude, y no me iré sin que me prometa hacerlo. —Anyr levantó la espada—. Reconozco que sólo dispongo de armas materiales para respaldar mi pedido, pero si tengo que enfrentarme a sus poderes con ellas, lo haré.

Mornan vaciló.

—¿Tan grande es tu desesperación? —inquirió, de nuevo con un leve acento burlón en su voz.

Anyr se ruborizó.

—Sí, mi desesperación es muy grande, lo bastante para arriesgar mi vida y mi alma, si con ellas puedo conmoverlo. No tengo nada que perder.

—¿Y hay algo tan importante como para que te juegues la vida? —preguntó Mornan.

Anyr sostuvo la mirada clavada en los ojos del mago, esforzándose por no desconcertarse ante su helado brillo.

—Lo hay. Esto lo es —dijo con voz estremecida.

Y, de repente, no pudo contener más su dolor. El dominio de sí mismo que había manifestado hasta entonces se deshizo, y Anyr estalló.

—Maldito sea, ¿es que usted carece de sentimientos? ¿Es usted un hombre o una sombra? No tengo nadie más a quien recurrir, pero ni siquiera quiere escucharme. Por todos los dioses, se lo ruego, si hay en usted una brizna de humanidad, ¡ayúdeme!

Después de decir esto, Anyr pensó que había demostrado una fatal debilidad, y que Mornan se reiría en su cara, o le reduciría a la nada con una despectiva maldición. Pero el hechicero volvió a detenerse y, cuando por fin habló, su tono era brusco, pero no había burla en su voz.

—Bueno —dijo Mornan—, supongo que debo alabar tu pasión y dedicación a una causa, aun cuando en otros aspectos seas un tonto. Una brizna de humanidad, dices... —El mago soltó una aguda carcajada—. Muy bien, jovencito: escucharé tu historia. —El resplandor de sus ojos se hizo más intenso—. Te concedo cinco minutos de mi tiempo.

Anyr lo miró asombrado por el repentino e inesperado cambio de actitud.

—Quiere decir... —comenzó a decir el joven, un tanto confuso.

Mornan lo interrumpió.

—Tómalo o déjalo; a mí me da lo mismo. Tienes cinco minutos, ni uno más. —Y añadió—: Ya descubrirás que mi percepción del tiempo es extrañamente exacta.

Mientras el joven intentaba adaptarse a los rápidos cambios de actitud de Mornan, su mente parecía un torbellino. No comprendía la lógica del mago, si es que el pensamiento de Mornan se regía por ésta. Pero algo era evidente: tenía una oportunidad —sólo una— de ganar a este extraño recluso para su causa, de conmoverlo como nadie lo había logrado en muchos años. De una manera extraña e inexplicable, esta idea le infundió nuevo valor y, de pronto, las palabras que necesitaba fluyeron con facilidad y elocuencia de su boca y Anyr contó su historia. Le refirió la creencia de Sivorne de que un espíritu maligno la seguía, y de cómo Ghysla se había llevado a Sivorne y había intentado ocupar su lugar, pero, al ser descubierta, se reveló como la misma criatura que en los últimos tres años había concedido su amistad a Anyr bajo la apariencia de diversos animales y pájaros. Mornan lo escuchó sin interrumpirle y con un rostro impasible que no ofrecía esperanza pero tampoco desaliento hasta que Anyr contó cómo su padre había conseguido apresar a Ghysla en la torre sin ventanas. En ese instante Mornan, inesperadamente, extendió la mano y tocó el brazo del joven, que se sobresaltó.

—Un momento —lo detuvo Mornan—. ¿Has dicho que esa criatura puede cambiar de forma? Describe otra vez, y con más detalle, su verdadero aspecto.

Anyr describió, como mejor pudo, la fisonomía de Ghysla cuando finalmente perdió el control sobre su capacidad de metamorfosis y apareció bajo su aspecto real. Cuando terminó, Mornan hizo un gesto de asentimiento.

—¿Y esa criatura le temía al fuego?

—Sí, por eso los hombres pudieron atraparla; ella no se atrevía a acercarse a nuestras antorchas. Y después, cuando ya estaba encerrada en la torre, encendimos hogueras alrededor de la casa y llamamos a las magas. Ellas intentaron someterla con sus conjuros, pero no lo consiguieron. Lo único que lograron fue que la criatura comenzara a gritar con desesperación.

—¿A gritar?

Anyr se revolvió incómodo cuando recordó los horribles alaridos de Ghysla.

—Era un sonido horrible, sobrenatural, diabólico. Pienso que el hechizo de las magas debe de haberla herido, pero las mujeres no pudieron someterla. —Anyr inclinó la cabeza, abatido—. No puedo odiarla por lo que hizo. En verdad, hasta siento compasión por ella.

—¿La compadeces? —Mornan lo miró pensativo.

—Sí, es terrible ver a una criatura sufriendo semejante tormento, y lo peor de todo es que ella realmente cree que me ama como una mujer puede amar a un hombre. Es demencial, claro está, ella ni siquiera es humana, aunque no sé realmente a qué raza pertenece, pero pienso que de verdad cree amarme, y eso la ha impulsado a delinquir. Ella no comprende que...

—No hables más —lo interrumpió Mornan—. Ya basta.

Anyr parpadeó, sorprendido.

—¿No quiere que siga hablando? —repitió consternado—. No comprendo.

—Quiero decir que me basta con lo que he oído. Espera aquí. Volveré enseguida.

Antes de que Anyr pudiera siquiera abrir la boca, el viejo mago había abierto la puerta de la casa y desaparecido en el oscuro interior. El joven, perplejo, esperó como le había ordenado Mornan y, dos minutos más tarde, el hechicero reapareció. Anyr pudo ver a la luz de la luna que el mago se había puesto una larga capa sobre los hombros y llevaba consigo una pequeña maleta de cuero.

—¿Qué esperas, pues? —apremió Mornan a Anyr, que lo miraba inmóvil—. Pongámonos en camino de inmediato.

Anyr comenzó a comprender.

—¿Quiere decir que me va a ayudar?

—Sí, te ayudaré. No, no me hagas preguntas; tengo mejores cosas que hacer que explicar mis motivos. Te ayudaré, eso es todo. ¿Tienes un caballo en la verja de mi casa?

—Sí —asintió Anyr—. Y si quiere cabalgar conmigo...

—Nunca me ha hecho falta un caballo, y no pienso cambiar de costumbres en la vejez. Tú cabalga, que yo ya sabré cómo ir. Y ahora, adelante. Esta misión es urgente, ¿no es verdad?

Anyr se tragó todas las preguntas que deseaba hacer, y respondió:

—Sí, señor. Sí. Y... muchas gracias.

—Agradécemelo si te devuelvo a tu novia sana y salva —respondió secamente Mornan—. Hasta entonces, será mejor que te ahorres saliva.

Y el mago, sin esperar respuesta, se dirigió hacia la verja.

9

Mientras se dirigían hacia Caris, Mornan no dijo una sola palabra. Anyr le habló en una o dos ocasiones, pero el mago no le contestó. Cuando la casa de los acantilados, con su luminoso círculo de hogueras apareció ante sus ojos, hacía ya rato que el joven se sentía sumamente incómodo en compañía del hechicero.

Entraron por las grandes puertas; Aronin los vio de inmediato y se apresuró a ir a su encuentro.

—¡Anyr! —dijo, y se calló cuando vio al hechicero.

En el rostro de Aronin apareció una expresión de asombro, pero luego se repuso e, inclinándose, lo saludó con cortesía.

—Señor, no sé cómo expresar mi gratitud por su...

—Haz que apaguen esas hogueras —repuso Mornan, sin prestar atención al saludo de Aronin— y di a las mujeres que callen. Es evidente que sus cánticos no sirven para nada, y estaremos mejor sin esos chillidos.

Anyr miró como excusándose a su padre, y éste, con un gesto de indignación, se alejó a cumplir la orden del mago. Mornan contempló desde lejos cómo se extinguían una a una las hogueras y, cuando las últimas llamas se apagaron, se dirigió hacia la multitud reunida alrededor de la casa. Anyr apretó el paso para no quedarse atrás. Ya había corrido la voz de que el hechicero se encontraba en el lugar, y Mornan fue recibido por un gentío silencioso e inquieto. Todos se apartaban a su paso, como si perteneciera a otra especie, y lo contemplaban con los ojos muy abiertos. Por fin se detuvo para mirar la torre donde estaba encerrada Ghysla.

Ya no se oía ningún aullido proveniente del interior de la torre. Cuando las brujas callaron, Ghysla, librada del dolor que le causaban los hechizos de las mujeres, también calló. Mornan se quedó mirando un largo rato la torre sin ventanas, que se destacaba sombría contra el cielo estrellado. Anyr, junto a él, tuvo la perturbadora impresión de que el anciano podía atravesar con su mirada las paredes de piedra y ver la celda del interior. Aronin y Raerche, de pie detrás de Anyr, se movieron inquietos, pero no se atrevieron a hablar hasta que el mago bajó la vista y se dio la vuelta.

—Llévame al salón principal —ordenó Mornan.

Anyr se dispuso a hacerlo antes que nadie.

—Voy a buscar una lámpara —dijo el joven.

—De acuerdo, si la necesitas —repuso Mornan con cierta irritación.

Ante el temor de que el mago cambiara de idea, Anyr se apropió del fanal de un grupo de gente próximo a él. Habría querido hablar con su padre y Raerche, y explicarles lo acontecido, pero Mornan no le dio la menor oportunidad. El mago se dirigió hacia la puerta principal, con la capa ondeando a sus espaldas, y Anyr tuvo que correr tras él sin tiempo para decir nada a nadie.

El joven alcanzó al hechicero en el vestíbulo de la entrada. En la casa reinaba un extraño silencio. Las puertas del salón estaban abiertas y, cuando entraron, la luz del fanal dejó ver el caos del interior. Mornan se detuvo en el umbral, contempló la escena, y preguntó:

—¿Esto lo hizo ella?

—Sí.

—Mmmm... parece que tiene mal genio.

El mago entró al salón, cuidándose de no tropezar con los escombros que había en el suelo, y se detuvo justo en el centro del recinto. Anyr se disponía a seguirlo, pero Mornan extendió una mano señalándole que no lo hiciera.

—No. No te necesito y no quiero que te quedes. Vuelve con los demás y no permitas que nadie entre en la casa. Quiero trabajar solo.

—Pero, señor, usted no sabe cómo llegar hasta la torre.

—Ni necesito saberlo. Ahora vete y no discutas conmigo.

Anyr se sentía disgustado pero era consciente de que no serviría de nada insistir. Se dirigió hacia la puerta y, cuando estaba por salir, recordó el fanal y lo sostuvo en alto.

—Señor, necesitará luz...

—No, no me hará falta.

Anyr dejó caer el brazo. Ya iba a cruzar el umbral cuando recordó otra cosa, un detalle de la máxima importancia, y se dirigió una vez más al mago.

—¿Quiere que le traiga la llave de la puerta de la torre?

La voz del hechicero retumbó en el salón vacío.

—No necesito luces ni llaves. ¡Vete, jovencito, vete!

Furioso como si lo hubieran castigado, pero también lleno de miedo y confusión, Anyr se apresuró a reunirse con la multitud que aguardaba fuera de la casa.

Algo había entrado en la casa. Ghysla percibió con sus aguzados sentidos como los de un gato la entrada de una nueva presencia y supo de inmediato que allí había un poder mucho mayor que el de las brujas. Pero ¿cuál era la naturaleza de este poder?

De repente tuvo miedo. Más miedo que el que le inspiraban los cánticos de las mujeres y el dolor que éstos provocaban en su cabeza; más temor que el que sentía por las hogueras o por las antorchas que ardían fuera de la celda. Dio vueltas y vueltas en la oscuridad, protegiéndose el delgado cuerpo con los brazos; su salvaje cabellera se sacudía en el aire como un látigo mientras Ghysla intentaba escapar de la sensación que crecía dentro de ella.

Pero no podía huir. Alguien había entrado a la casa de Caris, esa casa donde tantos otros no se atrevían a penetrar, y ese alguien era mucho, muchísimo más fuerte que ella. Ghysla gimió y se acurrucó en el suelo, mientras intentaba ver en la oscuridad con los grandes ojos muy abiertos. Pero el intruso, quienquiera que fuese, no subía la escalera de caracol hacia ella, sino que se encontraba en algún lugar debajo de Ghysla. Debajo de ella. Ghysla se levantó y, aleteando, fue hasta el rincón más lejano de la torre, y se desolló los codos contra las piedras intentando escapar del poder que sentía casi directamente bajo sus pies.

Pero no le sirvió de nada. Continuaba sintiendo su presencia allí abajo, e incluso se hacía más poderosa a cada instante. Se le llenaron los ojos de lágrimas, que descendieron por sus mejillas y mojaron el desgarrado y sucio vestido de novia; el miedo que sentía se convirtió en terror. ¿Qué le sucedería ahora? ¿De qué sería capaz este recién llegado? ¿Qué iba a hacer con ella? Ghysla no quería que la hirieran; no podría resistir nuevos sufrimientos tras el dolor que soportara con el hechizo de las brujas. «¡Oh, dioses —clamó en su desesperación—, tened compasión de mí, ayudadme!»

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