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Authors: Louise Cooper

La estatua de piedra (14 page)

Ghysla lo miró con creciente horror. De pronto, una voz, temblorosa de pasión, los sorprendió a ambos desde el extremo del salón.

—¡No, no! ¡Tiene que haber otra manera!

10

Mornan se dio la vuelta. Allí estaba Anyr, enmarcado en la puerta del salón, con el cuerpo rígido y los ojos brillantes por la emoción.

—¿Qué es esto? —inquirió el hechicero—. ¿Cuánto tiempo hace que estás ahí?

—El suficiente para oír lo que usted ha dicho.

—Te dije que no me molestaras.

Anyr alzó la cabeza en un gesto de desafío.

—Mornan el hechicero, usted no es el señor de esta casa. Tengo derecho a estar aquí.

Anyr fue hacia ellos sin hacer caso de la mirada furiosa de Mornan y, mientras se acercaba, súbitamente Ghysla se echó a llorar. Allí estaba su amado, su adorado, y su mera presencia provocaba una nueva oleada de pesar en su corazón.

Mornan la miró de reojo pero no dijo nada. Se dirigió en cambio a Anyr, que se había detenido junto a ellos y miraba fijamente a Ghysla.

—No hay otra manera, Anyr. Créeme, si la hubiera, la utilizaría.

Anyr continuó mirando unos instantes más a la llorosa Ghysla, y luego se volvió hacia el hechicero y suplicó:

—Oh, dioses, ¿qué voy a hacer? Yo no odio a esta criatura, Mornan, y usted lo sabe. ¡Me inspira compasión! Pero la compasión no es amor. Amo a Sivorne, y nadie podría reemplazarla. Si es verdad que aún está viva y me la pueden devolver, la quiero junto a mí. ¡No hay nada que desee más en este mundo! —Anyr cogió al hechicero por el brazo—. Nada más me importa. Usted me comprende, ¿verdad, Mornan? Por favor, dígame qué debo hacer.

—No puedes hacer nada —respondió Mornan, muy serio—. Sólo Ghysla puede decidir si libera o no a Sivorne. Yo podría obligarla a hacerlo, tengo el poder necesario para doblegar su voluntad, pero no lo haré. Y no creo que a ti te gustara que lo hiciera. La decisión debe ser de ella, sólo de ella.

Se produjo un silencio. Ghysla había contenido con gran esfuerzo sus lágrimas, y ahora permanecía inmóvil, con el rostro oculto por el pelo, que cubría su cara como una cortina. Anyr por fin se dirigió a ella.

—Ghysla... —Sus labios pronunciaron con dificultad el nombre—. Mornan tiene razón; nadie puede obligarte a que me devuelvas a Sivorne. Yo no puedo perdonar lo que has hecho, o admirarte por ello, pero creo que has actuado movida por el amor y no, como pensé en un principio, por la maldad. Yo mismo me considero en parte culpable. Ahora comprendo por qué creías que te amaba a ti y no a ella, y lamento que debas sufrir porque tu amor no es correspondido. Pero no te amo, Ghysla, no como tú lo deseas, y no podría amarte nunca. ¿No te das cuenta de que es algo diferente? Mis sentimientos por las criaturas en que te convertías, la foca, la corza y el pájaro, eran de otra clase. Eran afecto, cariño si quieres, pero no amor. —Anyr miró el suelo e hizo un triste gesto negativo con la cabeza—. Tal vez los seres humanos usamos las palabras con demasiada libertad, pero es que una palabra tiene para nosotros significados diversos. Para mí..., bueno, lo que yo siento por Sivorne es verdadero amor, y nada puede cambiar eso. Sólo la quiero a ella, y sin Sivorne mi vida no significa nada.

Ghysla alzó los ojos para mirarlo.

—Y mi vida tampoco significa nada sin ti —susurró.

—Sí, me doy cuenta de eso —respondió Anyr—, pero de la misma manera que no puedo cambiar la trayectoria del sol en el cielo, tampoco puedo cambiar mis sentimientos. —Anyr dudó antes de seguir hablando—: No puedo pedirte que te sacrifiques para devolverme a Sivorne, no tengo derecho a hacerlo. Ni tampoco te pediré que lo hagas por el amor que sientes hacia mí. Eso sería deshonesto. Pero tú estabas dispuesta a todo con tal de conseguirme, de modo que sabes lo que es el amor y lo que éste puede hacer con aquellos que están en su poder. Por consiguiente, creo que comprendes mis sentimientos cuando te digo que Sivorne es lo único que me importa, y que moriré o mataré por ella. —Otra pausa—. Yo nunca podré amarte, Ghysla, y si, como afirma Mornan, no hay otra manera de devolverme a Sivorne, entonces mi única esperanza es que tú aceptes cambiar tu vida por la de ella. Si lo que digo te parece cruel, lo siento, pero es la verdad, y no veo por qué callarla. De modo que sólo me queda esperar y rezar para que tú elijas lo que yo deseo.

Ghysla volvió la cabeza. No podía responderle, no; no de inmediato. Anyr retrocedió y, cuando estuvo a la par de Mornan, el hechicero dijo en voz baja y no sin cierta ironía: —Fue un discurso muy elocuente. —Anyr lo miró resentido.

—No es verdad. Sólo pensé que era mejor ser honesto.

—¿Ser cruel para ser amable?

—¡No, no era esa mi intención! —respondió Anyr, y miró furioso al anciano—. Puede que usted no comprenda los sentimientos que me mueven.

—Es posible que no. —El hechicero miró a Ghysla, que estaba en silencio y con la cabeza gacha—. Pero ella sí que los comprende, puedes estar seguro.

La ira de Anyr se desvaneció y el joven hizo un gesto afirmativo.

—Sí, lo sé. Y eso es lo peor de todo. Al fin y al cabo, soy la causa de lo que le sucede, ¿no es verdad? Si no hubiese sido por mí, no se encontraría en esta situación.

Mornan suspiró.

—Ella misma es la responsable de su situación, Anyr. Hasta yo lo reconozco, pese a mi simpatía hacia ella. Lo único que deseo es que hubiera alguna otra forma de resolver esto.

Los ojos de Anyr brillaron apenados.

—¿Está seguro de que no la hay, Mornan? ¿No existe alguna magia olvidada que pueda deshacer el hechizo sin herir a nadie?

—No —respondió Mornan—. ¡Ojala la hubiera! Pero Ghysla debe decidir.

Ghysla, entretanto, estaba sumida en sus pensamientos, ajena a la conversación de los dos hombres. Como había dicho Mornan, y también Anyr, ella era la única que debía tomar la terrible decisión. Podría reírse en la cara de ambos y declarar que nunca la convencerían para que destruyera el hechizo. Perdería su amor, pero, en cualquier caso, Anyr ya estaba perdido para ella; al menos Sivorne tampoco lo tendría, y ella conservaría su vida y su libertad.

Pero sus ideas desafiantes pronto desaparecieron, dando paso a la desolación. Había perdido a Anyr: ésa era la esencia de la cuestión, el gusano en el corazón de la manzana. Hiciera lo que hiciere, y por muchos años que viviera, Anyr nunca sería suyo. No era una elección entre ella y Sivorne. Para Anyr no había elección. ¿Qué era lo que había dicho? «Sin ella, mi vida no significa nada.» Y Ghysla le había respondido: «Mi vida tampoco significa nada sin ti». Era verdad; era verdad para ambos. ¿Podía ella amar a Anyr y condenarlo a pasar el resto de su vida penando por Sivorne? Ghysla conocía el efecto de la pena en un alma atormentada. No podía condenar a Anyr. No podía.

Alzó los ojos y miró a Mornan y a Anyr tras el velo de sus cabellos. Estaban en silencio, esperando que ella hablara, esperando su decisión. El futuro de Anyr estaba en sus manos. ¡Ah!, pero ella lo amaba. Pensó en los años, las décadas, los siglos de soledad que tenía por delante, con el peso de la tristeza de Anyr en su conciencia. No quería eso. No quería vivir sin él.

Ghysla levantó lentamente la cabeza, y el cuerpo de Anyr se puso rígido. Estaba ansioso por hablar, pero Mornan le tocó el brazo en un gesto de advertencia, y Anyr se mordió con gran esfuerzo la lengua. Ghysla los miró a ambos; al joven que amaba y al viejo que, aunque a medias, era de su misma raza. La lengua de Ghysla rozó sus labios, humedeciéndolos. Tenía miedo, mucho miedo, pero ya había tomado una decisión y no se echaría atrás.

—Lo haré, Anyr —declaró Ghysla en voz muy baja—. Te devolveré a Sivorne.

Anyr dio un suspiro de alivio y se cubrió la cara con las manos. Mornan miró a Ghysla con una mezcla de compasión, pena y admiración.

—¿Estás segura de lo que haces, hija mía? —le preguntó con voz amable.

—Sí, estoy segura —respondió Ghysla, y sus ojos, ardientes, se concentraron en la figura inmóvil de Anyr—. Ya no tengo nada por qué vivir.

Anyr la miró y sus ojos se encontraron. El joven no tenía palabras para expresarle su gratitud; no las encontraba, no acudían a su boca. Mudo, sólo había una forma de mostrarle lo que sentía, al menos en parte. Se acercó a ella, le cogió las manos y se las besó.

—¡Gracias, Ghysla! —susurró, con la voz sofocada por la emoción—. ¡Gracias!

Cuando Anyr y Mornan salieron de la casa con Ghysla caminando entre ambos, la multitud se agitó. Un grupo de hombres, con Aronin y Raerche a la cabeza, intentó lanzarse contra la extraña criatura. Sus voces eran una barahúnda de furiosas acusaciones. Pero, antes de que pudieran llegar junto al trío, Mornan los contuvo con un gesto.

—¡Basta! ¡No habrá castigo!

La autoridad del hechicero se impuso, y el griterío de voces acabó por callar. Mornan paseó su fiera mirada sobre el grupo y continuó hablando:

—La novia está viva y no ha sufrido daño alguno. Ahora vamos a buscarla. Esta criatura vendrá con nosotros y nos ayudará a enmendar los males causados, de los cuales se arrepiente.

Alguien gritó desde las últimas filas de la muchedumbre:

—¡Con el arrepentimiento no basta, hechicero! ¡Queremos que se la castigue!

—¿Queréis un castigo? —repitió Mornan, dirigiéndose con precisión al hombre que había hablado y mirándolo despreciativamente—. ¡Deja de lado tu indignación! Esta criatura ya sufrirá bastante sin tu mezquina venganza, amigo. ¡Date por satisfecho con eso! —Y sin hacer más caso del hombre, Mornan se dirigió a Ghysla—: Vamos, pequeña. Nadie te hará daño.

Caminaron entre la multitud, que se apartó para dejarlos pasar. Mornan no dio ninguna orden, pero sabía que nadie intentaría seguirlos. La pequeña y triste procesión se dirigió hacia las puertas exteriores de la mansión; el hechicero iba a la cabeza, seguido por Ghysla y, a unos pasos de ella, Anyr. Cuando llegaron al solitario camino, Mornan se dio la vuelta para mirar al joven y le dijo:

—Será una marcha larga y fatigosa, y lo que nos espera al final posiblemente no sea agradable. Quédate, si lo deseas.

—No —respondió Anyr—. Los acompañaré, si usted me lo permite.

—Como quieras —repuso Mornan, y emprendieron la marcha.

Fue una jornada extraña, como vivida en un sueño. Las calles de la ciudad portuaria estaban vacías y silenciosas como una tumba aún no ocupada; en la quietud no se movía siquiera la sombra de un gato. La luna pendía a muy baja altura sobre el mar, arrojando una pálida y mágica luz sobre el paisaje nocturno. Cuando dejaron la ciudad y se internaron en el páramo, el viento les salió al encuentro, agitando capas y cabelleras, murmurando y cantando para ellos con su voz sobrenatural.

Caminaron silenciosos en dirección a las montañas. Ghysla iba ahora a la cabeza de la caravana. La luna se puso, dibujando un sendero de plata en el mar mientras se hundía en el horizonte, y la oscuridad de la noche fue casi absoluta, quebrada apenas por unas pocas estrellas. Llegaron al pie de las montañas y comenzaron a caminar entre peñascos cada vez más altos. Cuando Anyr miró hacia delante y hacia arriba, pudo ver las cumbres gemelas de Kelda's Horns levantándose ante ellos como la calavera de un gigante de pesadilla. El joven se estremeció, pero no dijo nada.

El sendero se hizo más abrupto y comenzaron a trepar por laderas cubiertas de cantos sueltos y empinadas gargantas. Allí, entre los peñascos, se hallaban protegidos del viento, y el silencio era sobrecogedor. Ghysla se detuvo por fin. Miró a Mornan y luego señaló hacia delante, donde había una oscura hendidura en las rocas.

—Es allí —dijo.

Mornan se irguió, como una delgada silueta recortada contra las estrellas, y miró al cielo. En el horizonte, hacia el este, se divisaba ya un tenue resplandor plateado.

—Ya es casi el alba —dijo el hechicero en voz baja a Anyr—. Ven; esto es algo que no debe hacerse a la luz del día.

Se dirigieron a la entrada de la cueva. Ghysla entró en primer lugar, dudando sólo un instante antes de agacharse y deslizarse por la baja abertura. Anyr y Mornan la siguieron y se encontraron en la más absoluta oscuridad. El joven hizo un involuntario gesto de sorpresa, pero el hechicero levantó la mano, murmuró algo que Anyr no alcanzó a entender, y una esfera pálida y fría de luz azul apareció sobre sus cabezas. Ghysla miró atemorizada hacia arriba y Mornan sonrió.

—Los ojos de Anyr ven menos que los nuestros en la oscuridad —le explicó Mornan—. No temas, criatura; no es fuego. Y ahora, muéstrame dónde reposa Sivorne.

La esfera luminosa se desplazó con ellos cuando Ghysla los guió por el desigual interior de la caverna. Se detuvo cerca de la plataforma que había sido su propio lecho y la señaló con un gesto, sin decir palabra.

Anyr no se dio cuenta al principio qué era lo que veía. Observó una formación extraña sobre la superficie de la plataforma y pensó que era una anormalidad de la roca, una rara veta de minerales de color pálido entre otros estratos más oscuros. Pero, cuando estuvo más cerca, dicha formación se transformó en otra cosa... y cuando Anyr reconoció la horripilante figura petrificada de Sivorne retrocedió sofocando un grito, tapándose la boca con la mano para no vomitar.

Mientras Anyr retrocedía tambaleándose, Ghysla se quedó mirando fijamente la estatua. No estaba conmovida —de los tres, era la única que sabía qué le esperaba al final del trayecto—, pero la inmóvil imagen de piedra, tan similar a una persona viva y a la vez tan remota y espectral, infundió un horror distinto en su corazón. Esto era obra suya. Y ahora debía hacer frente a la realidad de su propio destino, a la certeza de que tenía que deshacer el hechizo y recibir en sí misma la helada muerte en vida de la petrificación.

Ghysla volvió la cabeza y miró a Anyr. Éste se hallaba cerca de la entrada de la cueva, ya lo bastante recuperado para obligarse a mirar a Sivorne una vez más, aunque de lejos. El rostro del joven estaba muy pálido, y sólo sus ojos, que ardían de pena y decisión, dejaban entrever el torbellino de emociones que bullía en su interior. Algo murió entonces en el interior de Ghysla. Hasta ese momento había albergado la tenue esperanza de que hubiera un indulto de última hora, de que en el instante final Anyr se dirigiera a ella y volviera a encender sus sueños. Pero ahora percibía la magnitud de su locura y, con un gemido desesperado, se volvió y buscó ciegamente consuelo, un consuelo que le sería imposible encontrar.

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