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Authors: Dante Alighieri

Tags: #clásicos

La divina comedia (45 page)

BOOK: La divina comedia
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Desde el día primero que su rostro

en esta vida vi, hasta esta visión,

he podido seguirla con mi canto;

mas es forzoso que desista ahora

de seguir su belleza, poetizando,

cual todo artista que a su extremo llega.

Y ella, cual yo la dejo a voz más digna

que la de mi trompeta, que se acerca

a dar fin a materia tan difícil,

con ademán y voz de guía experto

«Hemos salido ya —volvió a decirme—

del mayor cuerpo al cielo que es luz pura:

luz intelectüal, plena de amor;

amor del cierto bien, pleno de dicha;

dicha que es más que todas las dulzuras.

Aquí verás a una y otra milicia

del paraíso, y una de igual modo

que en el juicio final habrás de verla.»

Como un súbito rayo que nos ciega

los visivos espíritus, e impide

que vea el ojo aun cosas muy brillantes,

así circumbrillóme una luz viva,

y cubrióme la cara con tal velo

de su fulgor, que nada pude ver.

«El amor que este cielo tiene inmóvil

siempre recibe en él de igual manera,

por disponer una vela a su llama.»

Apenas penetraron dentro de mí

estas breves palabras, comprendí

que sobre mi virtud estaba alzado;

y de una vista nueva disfrutaba

tal, que ninguna luz es tan brillante,

que con mis ojos no la resistiera;

y vi una luz que un río semejaba

fulgiendo fuego, entre sus dos orillas

pintadas de admirable primavera.

Salían del torrente chispas vivas,

que entre las flores se desparramaban,

cual rubíes que el oro circunscribe;

después, como embriagadas del aroma,

al raudal asombroso se arrojaban

de nuevo, y si una entraba otra salía.

«El gran deseo que ahora te urge y quema,

de que te diga qué es esto que ves,

más me complace cuanto más intento;

mas de este agua es preciso que bebas

antes que tanta sed en ti se sacie.»

De este modo me habló el sol de mis ojos.

Y después: «Son el río y los topacios

que entran y salen, y el prado riente,

sólo de su verdad velados prólogos.

No que de suyo estén aún inmaduros;

más el defecto está de parte tuya,

que aún no tienes visión tan elevada.»

No hay un chiquillo que corra tan raudo

con la vista a la leche, si despierta

mucho más tarde de lo que acostumbra,

como yo, para hacer mejor espejo

mis ojos, agachándome a las ondas,

que para enmejorarnos van fluyendo;

y en el momento que bebió de aquellas

el borde de mis párpados, creí

que redonda se hacía su largura.

Después, como la gente enmascarada,

que otra que antes parece, si se quita

el semblante no suyo que la esconde,

así en mayores gozos se trocaron

las chispas, y las flores, y ver pude

las dos cortes del cielo manifiestas.

¡Oh divino esplendor por quien yo vi

el alto triunfo del reino veraz,

ayúdame a decir cómo lo vi!

Hay arriba una luz que hace visible

el Creador a aquellas crïaturas

que en su visión tan sólo paz encuentran.

Y en circular figura se derrama,

tanto que al sol sería demasiado

cinturón con su gran circunferencia.

De un rayo reflejado en lo más alto

del Primer Móvil viene su apariencia,

que de él recibe su poder y vida.

Y cual loma en el agua de su base

se espejea cual viéndose adornada,

cuando de hierba y flores es más rica,

superando a la luz en torno suyo,

vi espejearse en más de mil peldaños

cuanto arriba volvió de entre nosotros.

Y si el último grado luz tan grande

abarca, ¡cuál la anchura no sería

de esta rosa en las hojas más lejanas!

Mi vista ni en lo ancho ni en lo alto

desfallecía, comprendiendo todo

el cuánto y cómo de aquella alegría.

Allí el cerca ni el lejos quita o pone:

que donde Dios sin ministros gobierna,

las leyes naturales nada pueden.

A lo amarillo de la rosa eterna,

que se degrada y se extiende y transmina

loas al sol que siempre es primavera,

como a aquel que se calla y quiere hablar

me llevó Beatriz y dijo: «¡Mira

el gran convento de las vestes blancas!

Ve cómo abre su círculo este reino,

mira nuestros escaños tan repletos,

que poca gente más aquí se espera.

Y en el gran trono en que pones los ojos,

por la corona que está sobre él puesta,

antes de que a estas bodas te conviden,

vendrá a sentarse el alma, abajo augusta,

del gran Enrique, que a guiar a Italia

vendrá sin que a ésta encuentre preparada.

Esa ciega codicia que os enferma

os ha vuelto lo mismo que al chiquillo

que muere de hambre y echa a la nodriza.

Y habrá un prefecto en el foro divino

entonces tal, que oculto o manifiesto,

no seguirá con él la misma ruta.

Mas Dios lo aguantará por poco tiempo

en la santa tarea, y será echado

donde Simón el mago el premio tiene,

y hará al de Anagni hundirse más abajo.

CANTO XXXI

En forma pues de una cándida rosa

se me mostraba la milicia santa

desposada por Cristo con su sangre;

mas la otra que volando ve y celebra

la gloria del señor que la enamora

y la bondad que tan alta la hizo,

cual bandada de abejas que en las flores

tan pronto liban y tan pronto vuelven

donde extraen el sabor de su trabajo,

bajaba a la gran flor que está adornada

de tantas hojas, y de aquí subía

donde su amor habita eternamente.

Sus caras eran todas llama viva,

de oro las alas, y tan blanco el resto,

que no es por nieve alguna superado.

Al bajar a la flor de grada en grada,

hablaban de la paz y del ardor

que agitando las alas adquirían.

El que se interpusiera entre la altura

y la flor tanta alada muchedumbre

ni el ver nos impedía ni el fulgor:

pues la divina luz el universo

penetra, según éste lo merece,

de tal modo que nada se lo impide.

Este seguro y jubiloso reino,

que pueblan gentes antiguas y nuevas,

vista y amor a un punto dirigía.

¡Oh llama trina que en sólo una estrella

brillando ante sus ojos, las alegras!

¡Mira esta gran tempestad en que estamos!

Si viniendo los bárbaros de donde

todos los días de Hélice se cubre,

girando con su hijo, en quien se goza,

viendo Roma y sus arduos edificios,

estupefactos se quedaban cuando

superaba Letrán toda obra humana;

yo, que desde lo humano a lo divino,

desde el tiempo a lo eterno había llegado,

y de Florencia a un pueblo sano y justo,

¡lleno de qué estupor no me hallaría!

En verdad que entre el gozo y el asombro

prefería no oír ni decir nada.

Y como el peregrino que se goza

viendo ya el templo al cual un voto hiciera,

y espera referir lo que haya visto,

yo paseaba por la luz tan viva,

llevando por las gradas mi mirada

ahora abajo, ahora arriba, ahora en redor,

veía rostros que el amor pintaba,

con su risa y la luz de otro encendidos,

y de decoro adornados sus gestos.

La forma general del Paraíso

abarcaba mi vista enteramente,

sin haberse fijado en parte alguna;

y me volví con ganas redobladas

de poder preguntar a mi señora

las cosas que a mi mente sorprendían.

Una cosa quería y otra vino:

creí ver a Beatriz y vi a un anciano

vestido cual las gentes glorïosas.

Por su cara y sus ojos difundía

una benigna dicha, y su semblante

era como el de un padre bondadoso.

«¿Dónde está ella?» Dije yo de pronto.

Y él: «Para que se acabe tu deseo

me ha movido Beatriz desde mi Puesto:

y si miras el círculo tercero

del sumo grado, volverás a verla

en el trono que en suerte le ha cabido.»

Sin responderle levanté los ojos,

y vi que ella formaba una corona

con el reflejo de la luz eterna.

De la región aquella en que más truena

el ojo del mortal no dista tanto

en lo más hondo de la mar hundido,

como allí de Beatriz la vista mía;

mas nada me importaba, pues su efigie

sin intermedio alguno me llegaba.

«Oh mujer que das fuerza a mi esperanza,

y por mi salvación has soportado

tu pisada dejar en el infierno,

de tantas cosas cuantas aquí he visto,

de tu poder y tu misericordia

la virtud y la gracia reconozco.

La libertad me has dado siendo siervo

por todas esas vías, y esos medios

que estaba permitido que siguieras.

En mí conserva tu magnificencia

y así mi alma, que por ti ha sanado,

te sea grata cuando deje el cuerpo.»

Así recé; y aquélla, tan lejana

como la vi, me sonrió mirándome;

luego volvió hacia la fuente incesante.

Y el santo anciano: «A fin de que concluyas

perfectamente —dijo,— tu camino,

al que un ruego y un santo amor me envían,

vuelven tus ojos por estos jardines;

que al mirarlos tu vista se prepara

más a subir por el rayo divino.

Y la reina del cielo, en el cual ardo

por completo de amor, dará su gracia,

pues soy Bernardo, de ella tan devoto.»

Igual que aquel que acaso de Croacia,

viene por ver el paño de Verónica,

a quien no sacia un hambre tan antigua,

mas va pensando mientras se la enseñan:

«Mi señor Jesucristo, Dios veraz,

¿de esta manera fue vuestro semblante?»;

estaba yo mirando la ferviente

caridad del que aquí en el bajo mundo,

de aquella paz gustó con sus visiones.

«Oh hijo de la gracia, el ser gozoso

—empezó— no es posible que percibas,

si no te fijas más que en lo de abajo;

pero mira hasta el último los círculos,

hasta que veas sentada a la reina

de quien el reino es súbdito y devoto.»

Alcé los ojos; y cual de mañana

la porción oriental del horizonte,

está más encendida que la otra,

así, cual quien del monte al valle observa,

vi al extremo una parte que vencía

en claridad a todas las restantes.

Y como allí donde el timón se espera

que mal guió Faetonte, más se enciende,

y allá y aquí su luz se debilita,

así aquella pacífica oriflama

se encendía en el medio, y lo restante

de igual manera su llama extinguía;

y en aquel centro, con abiertas alas,

la celebraban más de un millar de ángeles,

distintos arte y luz de cada uno.

Vi con sus juegos y con sus canciones

reír a una belleza, que era el gozo

en las pupilas de los otros santos;

y aunque si para hablar tan apto fuese

cual soy imaginando, no osaría

lo mínimo a expresar de su deleite.

Cuando Bernardo vio mis ojos fijos

y atentos en lo ardiente de su fuego,

a ella con tanto amor volvió los suyos,

que los míos ansiaron ver de nuevo.

CANTO XXXII

Absorto en su delicia, libremente

hizo de guía aquel contemplativo,

y comenzaron sus palabras santas:

«La herida que cerró y sanó María,

quien tan bella a sus plantas se prosterna

de abrirla y enconarla es la culpable.

En el orden tercero de los puestos,

Raquel está sentada bajo ésa,

como bien puedes ver, junto a Beatriz.

Judit y Sara, Rebeca y aquella

del cantor bisabuela que expiando

su culpa dijo: "Miserere mei",

de puesto en puesto pueden contemplarse

ir degradando, mientras que al nombrarlas

voy la rosa bajando de hoja en hoja.

Y del séptimo grado a abajo, como

hasta aquél, se suceden las hebreas,

separando las hojas de la rosa;

porque, según la mirada pusiera

su fe en Cristo, son esas la muralla

que divide los santos escalones.

En esa parte donde está colmada

por completo de hojas, se acomodan

los que creyeron que Cristo vendría;

por la otra parte por donde interrumpen

huecos los semicírculos, se encuentran

los que en Cristo venido fe tuvieron.

Y como allí el escaño glorioso

de la reina del cielo y los restantes

tan gran muralla forman por debajo,

de igual manera enfrente está el de Juan

que, santo siempre, desierto y martirio

sufrió, y luego el infierno por dos años;

y bajo él separando de igual modo

mira a Benito, a Agustín y a Francisco

y a otros de grada en grada hasta aquí abajo.

Ahora conoce el sabio obrar divino:

pues uno y otro aspecto de la fe

llenarán de igual modo estos jardines.

Y desde el grado que divide al medio

las dos separaciones, hasta abajo,

nadie por propios méritos se sienta,

sino por los de otro, en ciertos casos:

porque son todas almas desatadas

antes de que eligieran libremente.

Bien puedes darte cuenta por sus rostros

y también por sus voces infantiles,

si los miras atento y los escuchas.

Dudas ahora y en tu duda callas;

mas yo desataré tan fuerte nudo

que te atan los sutiles pensamientos.

Dentro de la grandeza de este reino

no puede haber casualidad alguna,

como no existen sed, hambre o tristeza:

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