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Authors: David Foenkinos

La delicadeza (4 page)

BOOK: La delicadeza
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19

Nathalie y François no habían querido tener hijos enseguida. Era un proyecto para el futuro. Ese futuro que ya no existía. Su hijo no pasaría de ser virtual. Piensa uno a veces en todos esos artistas que mueren y se pregunta: ¿cuáles habrían sido sus obras si hubieran seguido vivos? ¿Qué habría compuesto John Lennon en 1992 si no hubiera muerto en 1980? De la misma manera: ¿cómo habría sido la vida de ese hijo que nunca existiría? Habría que pararse a pensar en todos esos destinos que encallan en las orillas de lo que pudo haber sido y no fue.

Durante semanas, Nathalie adoptó una actitud algo descabellada: negar la muerte. Seguir imaginando el día a día como si su marido estuviera ahí. Era capaz de dejarle notitas sobre la mesa del salón, por la mañana, antes de salir a pasear. Caminaba durante horas, con un único deseo: perderse entre la multitud. A veces entraba en una iglesia, y eso que no era creyente. Y eso que estaba segura de no creer ya nunca más en su vida. Le costaba entender a quienes se refugian en la religión, le costaba entender que se pudiera tener fe después de haber vivido una tragedia. Sin embargo, sentada en mitad de los bancos vacíos, en plena tarde, el lugar le ofrecía algo de consuelo. Era un sosiego ínfimo, pero por un instante, sí, sentía el calor de Cristo. Entonces se arrodillaba, y era como una santa con un demonio en el corazón.

A veces volvía al lugar donde se habían conocido. A esa acera por la que caminaba, anónima para él, siete años antes. Se preguntaba: «Y si ahora me abordara otro hombre, ¿cuál sería mi reacción?» Pero nadie venía a interrumpir su recogimiento.

También pasaba por el lugar en el que habían atropellado a su marido. El lugar por el que, corriendo con su pantalón corto y sus cascos en los oídos, había cruzado de manera tan atolondrada. Su última torpeza. Se ponía en el borde de la calzada y miraba pasar los coches. ¿Por qué no habría de matarse ella también en el mismo lugar? ¿Por qué no mezclar las huellas de la sangre de ambos en una última unión morbosa? Se quedaba allí largo rato, sin saber qué hacer, con las lágrimas resbalando sobre su rostro. Aquello ocurrió sobre todo al principio, después del entierro. No sabía por qué necesitaba hacerse tanto daño. Era absurdo estar ahí, como absurdo era también imaginar la brutalidad del impacto y querer dar una forma concreta a la muerte de su marido. ¿Quizá en el fondo fuera la única solución? ¿Acaso sabe uno cómo sobrevivir a una tragedia así? No hay fórmulas. Cada uno lee lo que escribe su cuerpo. Nathalie satisfacía su deseo de estar ahí, llorando en el bordillo de la acera, dejándose morir a fuerza de tanto llorar.

20

Discografìa de John Lennon de no haber muerto en 1980:

Stili Yoko
(1982)

*

Yesterday and Tomorrow
(1987)

*

Berlin
(1990)

*

Titanic Soundtrack
(1994)

*

Revival - The Beatles
(1999)

21

Vida de Charlotte Baron desde el día en que atropello a François:

De no haber sido por los atentados del 11 de septiembre, sin duda Charlotte nunca se habría hecho florista. El 11 de septiembre era su cumpleaños. Su padre, que estaba de viaje en China, le mandó a su casa un ramo de flores. Jean-Michel subía la escalera sin saber aún que la época que vivían acababa de cambiar radicalmente. Llamó a la puerta, y descubrió el rostro lívido de Charlotte, que no acertaba a articular palabra. Al coger el ramo, le preguntó:

—¿Se ha enterado?

—¿De qué?

—Entre...

Jean-Michel y Charlotte pasaron el día juntos, sentados en un sofá, viendo una y otra vez las imágenes de los aviones chocando contra las torres. Vivir juntos ese momento no podía por menos que unirlos. Se hicieron inseparables, hasta estuvieron saliendo durante varios meses antes de llegar a la conclusión de que eran más amigos que amantes.

Poco después, Jean-Michel creó su propia empresa de floristería y le propuso a Charlotte que trabajara con él. Desde entonces, su vida consistía en hacer ramos. El domingo del accidente, Jean-Michel lo había preparado todo. El cliente quería pedirle la mano a su novia. Al recibir las flores, ella entendería el mensaje, era una especie de código secreto entre ellos. Era indispensable que le entregaran las flores ese domingo, porque era el aniversario del día en que se habían conocido. Justo antes de salir, Jean-Michel recibió una llamada de su madre: acababan de hospitalizar a su abuelo. Charlotte dijo que se ocuparía ella de entregar el ramo. Le gustaba conducir la camioneta. Sobre todo cuando sólo tenían una entrega, y no había prisa. Pensaba en esa pareja, en el papel que tenía ella en su historia: era un agente anónimo pero decisivo. Pensaba en eso y en otras cosas más, y entonces un hombre cruzó la calle de cualquier manera. Y ella frenó demasiado tarde.

El accidente la aniquiló por completo. Un psicólogo trató de hacerla hablar, para que superara lo antes posible su estado de
shock,
para que el trauma no gangrenara su inconsciente. Charlotte no tardó mucho en preguntarse: ¿debería ponerme en contacto con la viuda? Al final consideró que era inútil. Además, ¿qué habría podido decirle? «Le pido disculpas.» ¿Pide uno disculpas en esos casos? Quizá habría añadido: «Pero hay que ver qué estúpido su marido, a quién se le ocurre correr así de cualquier manera, me ha arruinado la vida a mí también, ¿se da usted cuenta? ¿Cree que es fácil seguir viviendo cuando has matado a alguien?» A veces, sentía verdaderos arranques de odio por ese hombre, por su inconsecuencia. Pero la mayor parte del tiempo guardaba silencio. Se pasaba el rato sentada, ausente. El silencio de esas horas la unía a Nathalie. Ambas flotaban en la anestesia de la voluntad reducida a su mínima expresión. Durante las semanas de convalecencia, sin saber por qué, Charlotte no dejaba de pensar en las flores que debía haber entregado el día del accidente. Ese ramo abandonado era la imagen del tiempo truncado. Una y otra vez, revivía en su cabeza la escena como a cámara lenta, una y otra vez el ruido del impacto, y las flores estaban siempre ahí, en primer plano, nublándole la vista. Eran el sudario que envolvía ese día, su obsesión en forma de pétalos.

Jean-Michel, muy preocupado por su estado, perdió un día la paciencia y le pidió que se reincorporara al trabajo. Era un intento como otro cualquiera de hacerla despertar. Un intento que dio su fruto, pues Charlotte levantó la cabeza y dijo que sí, como hacen a veces las niñas que prometen ser buenas después de haber hecho una travesura. Sabía bien, en el fondo, que no tenía más remedio. Que había que tirar para adelante. Y desde luego no era por el enfado repentino de su compañero. Todo volverá a ser como antes, pensó Charlotte, uno busca tranquilizarse. Pero no, qué va, nada podía ser como antes. Algo, en el movimiento de los días, se había roto de manera brutal. Ese domingo estaba siempre presente: en el lunes y en el jueves. Y seguía sobreviviendo el viernes o el martes. Ese domingo no terminaba nunca, iba adoptando un aire de cochina eternidad, espolvoreándose por doquier sobre el futuro. Charlotte sonreía, Charlotte comía, pero Charlotte tenía una sombra en el rostro. Una idea parecía obsesionarla. Le preguntó de pronto a Jean-Michel:

—Las flores que tenía que entregar ese día... ¿al final las entregaste tú?

—No, tenía otras cosas en qué pensar. Me fui corriendo contigo.

—Pero ¿y el cliente no llamó?

—Sí, claro. Me llamó al día siguiente. Estaba muy enfadado. Su novia no había recibido nada.

—¿Y qué pasó entonces?

—Pues nada... se lo expliqué todo... Le dije que habías tenido un accidente... que un hombre estaba en coma...

—¿Y qué dijo?

—Ya no me acuerdo bien... Se disculpó... y luego masculló algo... Me pareció comprender que veía en eso como una señal o algo así. Algo muy negativo.

—¿Quieres decir que...? ¿Crees que no le pidió la mano a la chica?

—No lo sé.

Esa anécdota perturbó a Charlotte. Se tomó la libertad de llamar al hombre en cuestión. Éste le confirmó que había decidido aplazar su petición de mano. Esa noticia la marcó profundamente. Aquello no podía quedar así. Pensó en cómo una situación había llevado a otra. La boda se iba a aplazar. ¿Y quizá toda una multitud de acontecimientos se modificarían también de resultas de todo ello? Le perturbaba pensar que todas las vidas iban a ser diferentes. Se dijo: si arreglo esas vidas, es como si nada de eso hubiera existido nunca. Si las arreglo, podré retomar una vida normal.

Fue a la trastienda a preparar ese mismo ramo y después cogió un taxi. El taxista le preguntó:

—¿Es para una boda?

—No.

—¿Para un aniversario?

—No.

—¿Para... una entrega de diplomas?

—No. Es sólo para hacer lo que tenía que hacer el día que atropellé a una persona.

El taxista siguió conduciendo en silencio. Charlotte se bajó del coche. Dejó las flores delante de la puerta de la mujer. Se quedó un segundo ante esa imagen. Luego decidió quitar algunas rosas del ramo. Se las llevó y cogió otro taxi. Desde el día del accidente, siempre llevaba encima la dirección de François. Había preferido no conocer a Nathalie, y seguro que era una decisión acertada. Habría sido aún más difícil reconstruirse poniéndole cara a una vida rota. Pero en ese momento se dejó llevar por un impulso.

No quería pararse a pensar. El taxi se aproximaba a su destino y se detenía ya. Por segunda vez en unos minutos, Charlotte se encontraba en el rellano de una mujer. Dejó aquellas pocas rosas blancas ante la puerta de Nathalie.

22

Nathalie abrió la puerta de su casa, y se preguntó: ¿era ya hora? Hacía tres meses que había muerto François. Tres meses era muy poco tiempo. No se sentía mejor en absoluto. Sobre su cuerpo desfilaban sin tregua los centinelas de la muerte. Sus amigos le habían aconsejado que se reincorporara al trabajo, que no se abandonara, que ocupara su tiempo para que no se le hiciera insoportable. Ella sabía muy bien que eso no cambiaría nada, que quizá hasta podría ser peor: sobre todo por las tardes, cuando François no estuviera ahí al volver del trabajo, cuando ya no estuviera nunca más ahí.
No abandonarse,
qué extraña expresión. Uno se abandona, pase lo que pase. La vida consiste en abandonarse al paso del tiempo. Eso era precisamente lo que más deseaba Nathalie: abandonarse. Dejar de sentir el peso de cada segundo. Quería recuperar ligereza, aunque esa ligereza fuera insoportable.

No quiso llamar antes por teléfono. Quería llegar así, de improviso, también para que su vuelta fuera más discreta. En el vestíbulo, en el ascensor y en los pasillos se cruzó con numerosos compañeros, y todos, en esos pocos metros, trataron como pudieron de mostrarle su afecto. Una palabra, un gesto, una sonrisa o a veces un silencio. Había tantas actitudes como personas, pero le conmovió profundamente esa manera unánime y discreta de apoyarla. Paradójicamente, eran también todas esas muestras de afecto lo que ahora le hacía dudar. ¿Quería esa situación? ¿Quería vivir en un entorno donde todo sería compasión y silencios incómodos? Si volvía al trabajo, tendría que fingir, intentar que todo fuera bien. No soportaría ver en las miradas ajenas una ternura que, a fin de cuentas, no era sino la antecámara de la compasión.

Inmóvil ante la puerta del despacho de su jefe, Nathalie vacilaba. Sentía que si entraba, sería para reincorporarse de verdad. Por fin se decidió y entró sin llamar. Charles estaba enfrascado en la lectura del diccionario. Era su manía: leía una definición todas las mañanas.

—¿Qué tal? ¿Te molesto? —preguntó Nathalie.

Él levantó la cabeza, sorprendido de verla. Era como una aparición. Se le hizo un nudo en la garganta, temía no ser capaz de moverse, paralizado como estaba por la emoción. Nathalie se acercó a él:

—¿Estabas leyendo tu definición?

—Sí.

—¿Y cuál toca hoy?

—La palabra «delicadeza». No me extraña que hayas aparecido justo en este momento.

—Es una palabra bonita.

—Me alegro de verte, aquí. Por fin. Tenía la esperanza de que vinieras.

Hubo entonces un silencio. Era extraño, pero entre ellos siempre llegaba un momento en que ya no sabían qué decirse. Y, en esos casos, Charles siempre proponía servirle un té. Era como gasolina para sus palabras. Luego añadió, muy excitado:

—He hablado con los accionistas suecos. A propósito, ¿sabes que ahora sé un poco de sueco?

—No.

—Pues sí... me han pedido que aprenda sueco... Vaya suerte tengo. No sabes qué asco de idioma.

—...

—Pero bueno, se lo debo, qué menos. Son bastante flexibles, todo hay que decirlo... En fin... Sí, te lo digo porque... les he hablado de ti... y están todos de acuerdo en que hagas exactamente como tú prefieras. Si decides reincorporarte, podrás hacerlo a tu ritmo, como tú quieras.

—Es muy amable por su parte.

—No es sólo eso. Aquí te echamos mucho de menos, de verdad.

—...

—Te echo de menos.

Pronunció esa frase mirándola fijamente. Con esa clase de mirada demasiado intensa que incomoda. En los ojos, el tiempo se hace interminable: un solo segundo es como una eternidad. A decir verdad, había dos cosas que Charles no podía negar: la primera, que siempre se había sentido atraído por ella; y la segunda, que su atracción se había acentuado desde la muerte de su marido. Resultaba difícil confesarse esa clase de inclinación. ¿Se trataba de una afinidad morbosa? No, no tenía por qué. Era su rostro. Era como si la tragedia lo hubiera sublimado. La tristeza de Nathalie aumentaba considerablemente su potencial erótico.

23

Definición de la palabra «delicadeza»
según el diccionario Larousse
de la lengua francesa:

Delicadeza n. f.

Hecho de ser delicado.

Estar en una situación de delicadeza:
no llevarse bien con alguien, mantener una relación fría y distante.

24

Nathalie estaba sentada a su mesa, en su despacho. Desde la primera mañana de su vuelta, había tenido que enfrentarse a algo terrible: el calendario. Por respeto, nadie había tocado sus cosas. Y nadie había pensado en lo violento que sería para ella descubrir sobre su mesa la fecha, detenida en el tiempo, de su último día antes de la tragedia. Esa fecha, dos días antes del accidente de su marido. En esa página, aún estaba vivo. Cogió el calendario y empezó a pasar las hojas. Los días desfilaron ante sus ojos. Desde la muerte de François, le había parecido que cada día tenía un peso inmenso. Ahí, en pocos segundos, al pasar las hojas de los días, podía observar de manera concreta el camino recorrido. Todas esas hojas, y ella seguía ahí. Y ahora era hoy.

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