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Authors: David Foenkinos

La delicadeza (2 page)

Los miraban como se admira a un campeón. Eran el maillot amarillo del amor. Nathalie seguía estudiando, con resultados brillantes, a la vez que trataba de hacer más llevadera la vida cotidiana de François. El haber elegido a un hombre un poco mayor que ella, que ya tenía una profesión, le permitió abandonar el domicilio familiar. Pero como no quería vivir a su costa, decidió trabajar unas cuantas noches por semana de acomodadora en un teatro. Estaba contenta con ese empleo, pues compensaba el ambiente algo frío de la universidad. Una vez instalados los espectadores en sus butacas, Nathalie se sentaba en el fondo de la sala. Desde allí, asistía a una función que se sabía de memoria. Moviendo los labios al mismo tiempo que las actrices, saludaba al público cuando llegaba el momento de los aplausos. Antes de eso, vendía el programa.

Como conocía perfectamente las obras, se divertía insertando diálogos de Molière en su vida cotidiana, recorría el salón lamentándose de que el gato había muerto. Esas últimas noches, era
Lorenzaccio
de Musset lo que Nathalie interpretaba, soltando réplicas aquí y allá, en la incoherencia más total. «Ven aquí, el húngaro tiene razón.» O: «¿Quién está en el fango? ¿Quién se arrastra ante las murallas de mi palacio con tan espantosos gritos?». Eso oía François, aquel día, mientras intentaba concentrarse.

—¿Puedes hablar más bajo? —preguntó.

—Sí, claro.

—Es que estoy haciendo un puzzle muy importante.

Entonces Nathalie se quedó callada, respetando la aplicación de su novio. Ese puzzle parecía distinto a los demás. No se veía ningún dibujo, no había castillos ni personajes. Se trataba de un fondo blanco sobre el que destacaban líneas curvas de color rojo. Líneas que resultaron ser letras. Era un mensaje en forma de puzzle. Nathalie dejó el libro que acababa de abrir para observar el progreso del puzzle. De vez en cuando, François volvía la cabeza hacia ella. El espectáculo de la revelación avanzaba hacia su desenlace. Sólo quedaban unas pocas piezas, y ya Nathalie acertaba a adivinar el mensaje, un mensaje construido con meticulosidad, mediante cientos de piezas. Sí, ahora ya podía leer lo que ponía: «¿Quieres casarte conmigo?»

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Ganadores del campeonato del mundo de puzzle
que se celebró en Minsk del 27 de octubre al 1 de noviembre de 2008:

1. Ulrich Voigt - Alemania: 1.464 puntos.

2. Mehmet Murat Sevim - Turquía: 1.266 puntos.

3. Roger Barkan - Estados Unidos: 1.241 puntos.

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Como no podía ser de otra manera, la boda fue preciosa. Una celebración sencilla y tierna, ni extravagante ni sobria. Había una botella de champán para cada invitado, lo cual resultaba de lo más práctico. La alegría reinante no era fingida. En una boda hay que estar de humor festivo; mucho más que en un cumpleaños. Hay una jerarquía en la obligación de la alegría, y las bodas están en la cúspide de la pirámide. Hay que sonreír, hay que bailar y, más tarde, hay que animar a los viejos a irse a la cama. No olvidemos precisar la belleza de Nathalie, que se había trabajado su aparición, en un movimiento ascendente, cuidando con varias semanas de antelación su peso y su cutis. Una preparación dominada a la perfección: estaba en el culmen de su belleza. Había que detener en el tiempo ese instante único, de la misma manera que Amstrong había plantado la bandera americana en la Luna. François observó a Nathalie con emoción y, mejor que nadie, grabó en su memoria ese momento. Su mujer estaba ante él, y sabía que era esa imagen y no otra la que surgiría ante sus ojos en el momento de su muerte. Así ocurría con la felicidad absoluta. Nathalie se levantó entonces para coger el micrófono y cantó una canción de los Beatles
[2]
. A François le encantaba John Lennon. De hecho, en su honor, se casó vestido de blanco de los pies a la cabeza. Así, cuando los novios bailaban, la blancura de uno se perdía en la del otro.

Por desgracia, empezó a llover. Ello impediría que los invitados pudieran respirar bajo el cielo y contemplar las estrellas que completaban tan perfecto decorado. En esos casos, a la gente le da por decir tonterías, como por ejemplo que trae suerte que llueva en las bodas. ¿Por qué tiene uno que aguantar siempre esa clase de frases absurdas? Pues claro que no tenía importancia. Llovía, era todo un poco triste y ya está. La velada perdió cierta amplitud al habérsele amputado esos momentos de aire libre. Pronto resultaría agobiante ver la lluvia caer con intensidad creciente. Algunos invitados se marcharían antes de lo previsto. Otros seguirían bailando, igual que si hubiera nevado. Y otros no sabrían muy bien qué hacer. ¿De verdad les importaba eso a los novios? En la felicidad siempre llega un momento en que uno está solo entre la multitud. Sí, estaban solos en el torbellino de la música y los valses. Hay que dar vueltas y vueltas sin parar, decía él, dar vueltas hasta que no sepas adónde ir. Ella ya no pensaba en nada. Por primera vez, vivían la vida en su densidad única y total: la del momento presente.

François cogió a Nathalie de la cintura para sacarla del salón de bodas. Cruzaron el jardín corriendo. Ella le dijo «Estás loco», pero era una locura que la volvía loca de alegría. Empapados, estaban ahora ocultos detrás de unos árboles. De noche, bajo la lluvia, se tumbaron sobre el barro del suelo. El blanco de su ropa ya no era sino un recuerdo. François levantó el vestido de su mujer, reconociendo que era lo que le apetecía hacer desde el principio de la velada. Habría podido hacerlo en la iglesia mismo. Habría sido una manera inmediata de glorificar los dos «sí, quiero». Había contenido su deseo, hasta ese instante. A Nathalie le sorprendió su intensidad. Hacía ya un rato que ni siquiera pensaba. Seguía a su marido, tratando de respirar bien, tratando de no dejarse arrastrar por tan tremendo frenesí. Su deseo seguía al de François. Tenía muchas ganas de que la tomara en ese momento, en su primera noche como marido y mujer. Nathalie esperaba, esperaba, y François no paraba quieto, tenía una energía incontenible, un hambre desmedida de placer. Sin embargo, en el momento de penetrarla, se quedó paralizado. Sintió una angustia que tenía algo que ver con el miedo a una felicidad demasiado intensa, pero no, no era eso, era otra cosa que lo incomodaba en ese instante y que le impedía continuar. «¿Qué pasa?», le preguntó ella. Y él contestó: «Nada... nada... es sólo que es la primera vez que hago el amor con una mujer casada.»

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Ejemplos de dichos ridículos que a la gente le encanta repetir:

Manos frías, corazón caliente.

*

Afortunado en el juego, desgraciado en amores.

*

Contigo, pan y cebolla.

8

Se fueron de viaje de novios, hicieron fotos y regresaron. Tocaba ahora hincarle el diente a la parte real de la vida. Hacía más de seis meses que Nathalie había terminado sus estudios. Hasta entonces, había utilizado la coartada de la preparación de la boda para no buscar trabajo. Organizar una boda es como formar gobierno después de una guerra. ¿Y qué se hace con los que colaboraron con el enemigo? Es tanta la complejidad de la tarea que está justificado que se emplee mucho tiempo sólo en eso. Bueno, no era del todo verdad. Más que nada, había querido tener tiempo para ella, tiempo para leer, para pasear, como si supiera que después ya nunca volvería a estar tan libre. Como si supiera que se la tragaría el torbellino de la vida profesional, y seguramente el de la vida de casada.

Era hora de enfrentarse a las entrevistas de selección. Tras unos cuantos intentos, se dio cuenta de que no sería tan sencillo. ¿De modo que era eso la vida normal? Y ella que pensaba haberse sacado un título prestigioso, y creía tener también la experiencia de unas cuantas prácticas importantes en empresas donde no se había limitado a servir cafés entre dos tandas de fotocopias. Tenía una entrevista para un puesto en una empresa sueca. Le sorprendió que la recibiera el director general y no el de recursos humanos. En lo que a contratación se refería, éste quería controlarlo todo personalmente. Ésa fue su versión oficial. La verdad era mucho más pragmática: se había pasado por el despacho del director de recursos humanos y había visto la foto del currículo de Nathalie. Era una foto bastante extraña: uno no podía formarse del todo una opinión sobre su físico. Por supuesto, se intuía que no le faltaba atractivo, pero no era eso lo que había atraído la atención del director general. Era otra cosa, algo que no acertaba a definir del todo y que era más una sensación: la sensatez. Sí, eso era lo que había sentido. Tenía la impresión de que esa mujer parecía sensata.

Charles Delamain no era sueco. Pero bastaba entrar en su despacho para preguntarse si no era su ambición serlo algún día, seguramente para complacer a sus accionistas. Sobre un mueble de Ikea había un plato con unos panecillos crujientes, de esos que dejan muchas migas.

—Me ha interesado mucho su trayectoria profesional... y...

—¿Sí?

—Lleva alianza. ¿Está casada?

—Pues... sí.

Hubo un silencio. Charles había mirado varias veces el currículo de la joven, y no había visto que estaba casada. Cuando ella dijo «sí», volvió a echarle un vistazo. Efectivamente, estaba casada. Era como si, en su cerebro, la foto hubiera solapado la situación personal de esa mujer. Pero, después de todo, ¿tan importante era? Había que proseguir con la entrevista para que no se instalara ningún silencio incómodo.

—¿Y piensa tener hijos? —continuó Charles.

—Por ahora no —contestó Nathalie, sin la menor vacilación.

Esa pregunta podía parecer del todo natural en una entrevista de trabajo con una mujer joven y recién casada. Pero Nathalie sintió algo distinto, aunque no acertó a definir el qué. Charles había dejado de hablar y la miraba fijamente. Por fin se levantó y cogió un panecillo.

—¿Quiere un Krisproll?

—No, gracias.

—Debería tomar uno.

—Es usted muy amable, pero no tengo hambre.

—Pues debería acostumbrarse, aquí no se come otra cosa.

—¿Quiere decir... que...?

—Sí.

9

Nathalie pensaba a veces que la gente envidiaba su felicidad. Era algo difuso, nada concreto en realidad, sólo una impresión pasajera. Pero le daba esa sensación. Se plasmaba en detalles, en sonrisas apenas esbozadas pero muy elocuentes, en maneras de mirarla. Nadie podía imaginar que a veces esa felicidad le daba miedo, Nathalie temía que pudiera llevar intrínseca la amenaza de la desgracia. A veces rectificaba cuando decía «soy feliz», era como una superstición, un recuerdo de todos esos momentos en la vida en que, al final, la suerte no le había sonreído.

La familia y los amigos presentes el día de su boda formaban lo que podría llamarse el
primer círculo de presión social.
Presión que pedía la venida al mundo de un niño. ¿Tanto se aburrían en su vida como para que les interesara hasta ese punto la de los demás? Así es siempre: vivimos sometidos a la tiranía de los deseos ajenos. Nathalie y François no querían convertirse en un culebrón para su entorno. Por ahora, les gustaba la idea de ser dos, solos en el mundo, de encarnar el cliché absoluto de la armonía sentimental. Desde el día en que se conocieron, habían vivido en una libertad absoluta. Como a ambos les encantaba viajar, habían aprovechado el más mínimo fin de semana soleado para recorrer Europa con romántica inocencia. Testigos de su amor habrían podido verlos en Roma, en Lisboa o en Berlín. Se habían sentido más cerca que nunca uno de otro al alejarse así. Esos viajes ponían de manifiesto también su auténtico sentido de lo novelesco. Les encantaba dedicar la velada a recrear su encuentro, recordando con gusto cada detalle, celebrando la puntería del azar. En materia de mitología de su amor, eran como niños, pues no se cansaban de escuchar la misma historia una y otra vez.

De modo que sí, esa felicidad podía dar miedo.

La rutina del día a día no había hecho mella en ellos. Aunque los dos trabajaban cada vez más, siempre se las arreglaban para pasar algo de tiempo juntos. Coincidiendo para comer, aunque fuera un almuerzo rápido. «Tomar un bocado», como decía François. Y a Nathalie le gustaba esa expresión. Se imaginaba un cuadro moderno, con una pareja al aire libre, comiéndose el bocado de un caballo, como esos cuadros surrealistas. Un cuadro que hubiera podido pintar Dalí, había dicho una vez Nathalie. A veces uno oye frases que le encantan, frases que se le antojan sublimes, aunque quien las pronuncie ni se dé cuenta siquiera. A François le gustaba esa posibilidad de un cuadro de Dalí, le gustaba que su mujer pudiera inventar, y modificar incluso, la historia de la pintura. Era una forma de ingenuidad llevada al extremo. Le susurró que la deseaba en ese preciso momento, que tenía ganas de hacerle el amor donde fuera, en cualquier parte. No podía ser, Nathalie se tenía que ir. Entonces esperaría hasta la noche y se lanzaría sobre ella con el deseo acumulado en tantas horas de frustración. Su vida sexual no parecía perder comba con el tiempo. Algo poco frecuente: entre ellos, cada día conservaba aún la huella del primero.

Procuraban también hacer vida social, seguir viendo a sus amigos, seguir yendo al teatro o hacer visitas sorpresa a sus abuelos. Trataban de no dejarse encerrar, de eludir la trampa del hastío. Así fueron pasando los años, y todo parecía tan sencillo, mientras que para los demás todo se hacía más cuesta arriba. Nathalie no comprendía esta expresión: «La relación de pareja hay que trabajarla todos los días.» Según ella, las cosas eran sencillas o no. Resulta muy fácil pensar eso cuando todo va como la seda, cuando nunca hay oleaje. Bueno, sí, alguna vez. Pero cabe preguntarse si no se peleaban simplemente por el placer de reconciliarse. ¿Entonces? Que todo les fuera tan bien ya casi resultaba inquietante. El tiempo pasaba sobre esa facilidad, sobre esa rara habilidad que tienen los vivos.

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Próximos destinos barajados
por Nathalie y François:

Barcelona

*

Miami

*

La Baule

11

Basta respirar para que el tiempo pase. Nathalie llevaba ya cinco años trabajando en su empresa sueca. Cinco años de actividades de todo tipo, de ir y venir por los pasillos y el ascensor. Más o menos el equivalente de un trayecto París-Moscú. Cinco años y mil doscientos doce cafés de la máquina. De los cuales, trescientos veinticuatro durante las cuatrocientas veinte reuniones celebradas con clientes. Charles se alegraba mucho de contarla entre sus colaboradores más cercanos. Era bastante frecuente que la convocara a su despacho sólo para felicitarla. Desde luego, cuando actuaba así, lo hacía preferentemente a última hora de la tarde. Cuando ya se había ido todo el mundo. Pero tampoco era algo descarado. Sentía mucha ternura por ella, y apreciaba esos momentos en que coincidían a solas los dos. Por supuesto, trataba de crear un terreno propicio a la ambigüedad. A ninguna otra mujer le habrían pasado inadvertidas sus intenciones, pero Nathalie vivía en la extraña bruma de la monogamia. Perdón, del amor. De ese amor que aniquila a todos los demás hombres, pero también toda visión objetiva de cualquier intento de seducción. A Charles todo aquello lo divertía, y pensaba en ese François como en un mito. Quizá también esa manera que tenía Nathalie de no entrar nunca en el juego de la seducción se le antojara a Charles una suerte de desafío. Sin duda algún día conseguiría por fin crear un ambiente ambiguo entre ellos, aunque sólo fuera mínimamente. A veces, cambiaba de actitud de manera radical, y se arrepentía de haberla contratado. La contemplación cotidiana de esa feminidad inaccesible le resultaba agotadora.

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