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Authors: David Foenkinos

La delicadeza (10 page)

BOOK: La delicadeza
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—¿Está seguro de que es sueco? —le preguntó.

—Cómo me alegra que me haga esta pregunta. No imagina cuánto. Es la primera persona que pone en duda mis orígenes... Es usted de verdad fantástica.

—¿Tan duro es ser sueco?

—No se puede hacer una idea. Cuando vuelvo a mi país, todo el mundo me dice que soy la alegría de la huerta. ¿Se da cuenta? ¿Yo, la alegría de la huerta?

—Ya veo.

—Allí, ser siniestro es una vocación.

La velada prosiguió así, alternando los momentos de descubrimiento del otro y aquellos en que uno está tan a gusto que parece que ya lo conoce. Aunque Nathalie había pensado regresar temprano, ya era más de medianoche. A su alrededor, los demás clientes se iban marchando. El camarero trató de darles a entender sin ninguna educación que tenían que ir pensando en irse ellos también. Markus se levantó para ir al baño, y pagó la cuenta. Lo hizo con mucha elegancia. Una vez en la calle, se ofreció a acompañarla hasta su casa en un taxi. Era tan atento. Delante de su portal, le puso una mano en el hombro y la besó en la mejilla. En ese instante comprendió lo que ya sabía: estaba locamente enamorado de ella. A Nathalie le pareció que cada una de las atenciones de ese hombre había sido delicada. De verdad se había sentido feliz pasando esa velada con él. No alcanzaba a pensar nada más. Tendida en su cama, le mandó un sms para darle las gracias. Y apagó la luz.

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Sms enviado por Nathalie a Markus
después de su primera cena:

Gracias por esta velada tan bonita.

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Él respondió simplemente: «Gracias por haberla hecho bonita.» Le habría gustado responder algo más original, algo más divertido, algo más conmovedor, algo más romántico, algo más literario, algo más ruso, algo más malva. Pero bueno, lo que escribió iba muy bien con el tono del momento. Tendido en su cama, Markus supo que no sería capaz de dormirse: ¿cómo ir hacia el sueño cuando acababa de separarse de él?

Logró dormir un poco, pero lo despertó una angustia. Cuando una cita sale bien, estás loco de contento. Y luego, progresivamente, la lucidez te lleva a anticipar la continuación de los acontecimientos. Si la cosa sale mal, al menos está muy claro: ya no vuelves a quedar. Pero, cuando sale bien, ¿cómo actuar? Toda la seguridad y las certezas adquiridas a lo largo de la cena se dispersaron durante la noche: no habría que cerrar nunca los ojos. Ese sentimiento se materializó en una acción sencilla. A primera hora del día siguiente, Nathalie y Markus se cruzaron en el pasillo. Uno iba hacia la máquina de café, y el otro volvía. Tras intercambiar unas sonrisas incómodas, pronunciaron un buenos días ligeramente exagerado. Ninguno de los dos fue capaz de decir una sola palabra más, de encontrar una anécdota que pudiera desembocar en un tema de conversación. Nada, o menos que nada. Ni siquiera una alusioncita mínima al tiempo, una palabrita sobre las nubes o el sol: no, nada, no había esperanza de mejora alguna. Se separaron con ese malestar, ese apuro. No habían tenido nada que decirse. Algunos lo llaman
el vacío sideral del después.

En su despacho, Markus intentó consolarse. Era del todo normal que las cosas no fueran siempre perfectas. La vida son sobre todo momentos de borrador, tachones y espacios en blanco. Shakespeare sólo evoca los momentos fuertes de sus personajes. Pero por supuesto que Romeo y Julieta, en un pasillo, al día siguiente de una bonita velada, no tienen nada que decirse. Nada de eso tenía importancia. Markus debía más bien concentrarse en el futuro. Eso sí era importante. Y se podía decir que se apañaba bastante bien. Enseguida le asaltaron mil ideas de veladas, de propuestas de entretenimiento nocturno. Las apuntó todas en una hoja grande, era como un plan de ataque. En su pequeño despacho, el expediente 114 ya no existía, lo había borrado de un plumazo el expediente Nathalie. No sabía a quién contarle todo aquello, a quién pedir consejo. Se llevaba bien con algunos colegas de trabajo. Con Berthier, en especial, de vez en cuando se hacían algunas confidencias, entraban en temas personales. Pero en lo que respectaba a Nathalie, de ninguna manera pensaba hablar de ella con nadie de la oficina. Tenía que sepultar en el silencio sus incertidumbres. En el silencio, sí, pero tenía miedo de que su corazón, al latir tan fuerte, hiciera demasiado ruido.

Buscó en Internet todas las páginas que pudieran darle ideas de veladas románticas, de paseos en barco (pero hacía frío) o de obras de teatro (pero a menudo hacía calor en las salas, y además él odiaba el teatro). No encontró nada que se le antojara lo bastante interesante. Tenía miedo de que el plan pareciera demasiado pomposo, o demasiado poca cosa. En otras palabras, no tenía ni idea de lo que Nathalie quería, ni de lo que pensaba. A lo mejor ni siquiera quería volver a verlo. Había aceptado cenar una vez con él. Quizá quedara ahí la cosa. Nathalie se había esforzado por que la velada saliera bien. Y todo había terminado. Una vez cumplida una promesa, el que la hizo queda libre. Pero, con todo, le había dado las gracias por una velada tan bonita. Sí, había escrito la palabra «bonita». A Markus se le llenaba la boca pronunciándola. No era poca cosa. Una velada bonita. Habría podido escribir «una buena velada», pero no, había preferido la palabra «bonita». Era bonita la palabra «bonita». Francamente, qué velada más bonita. Era como haber vuelto a la época de los trajes de noche y las carrozas...
Pero ¿en qué estoy pensando?,
se dijo Markus de golpe, algo nervioso. Tenía que actuar y dejarse ya de tanto soñar. Sí, era muy bonito lo de «bonita», pero de qué le servía eso ahora que tenía que avanzar, tirar para adelante con esa historia. Ah, estaba desesperado. No tenía ni la menor idea. Su soltura del día anterior sólo había durado una noche. Había sido una ilusión. Ahora Markus volvía a su condición patética de hombre sin cualidades, de hombre sin la más remota idea de cómo organizar una segunda cita con Nathalie.

Llamaron a la puerta.

Markus dijo «adelante». La persona que apareció era la misma que había escrito haber pasado una velada bonita con él. Sí, Nathalie estaba ahí, real como la vida misma:

—¿Le molesto? Parece muy concentrado.

—Esto... no... no, no me molesta.

—Quería proponerle que me acompañara mañana al teatro... tengo dos entradas... así que si...

—Adoro el teatro. Estoy encantado de acompañarla.

—Entonces muy bien. Hasta mañana por la noche.

Él también dijo «hasta mañana por la noche» con un hilo de voz, pero era demasiado tarde. La frase flotó en el aire, molesta al no tener ya oídos donde aterrizar. Cada partícula de Markus experimentaba una intensa felicidad. Y, en el centro de ese reino de éxtasis, su corazón daba brincos de alegría por todo su cuerpo.

Extrañamente, esa felicidad le produjo una especie de gravedad. En el metro, observó a cada una de las personas que viajaban con él en el vagón, toda esa gente aplastada por la vida cotidiana, siempre idéntica a sí misma, y ya no se sentía verdaderamente anónimo entre ella. Se quedó ahí de pie y, más que nunca, supo que le gustaban las mujeres. Una vez en su casa, se entregó a la sucesión de gestos de su rutina. Pero apenas tenía ganas de cenar. Se tumbó en la cama, trató de leer algunas páginas. Luego apagó la luz. Pero claro, pasaba una cosa: no conseguiría dormir, ya casi no dormía desde el primer beso de Nathalie. Le había amputado el sueño.

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Fragmento del prospecto del Guronsan:

Estados de fatiga pasajera del adulto.

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El día transcurrió de forma sencilla. Hubo incluso una reunión del grupo, del todo normal, y nadie podía imaginar que Nathalie iba a ir esa noche al teatro con Markus. Era una sensación bastante agradable. A los empleados les encanta tener secretos, mantener relaciones subterráneas, vivir una existencia que nadie sospecha. Eso le da vidilla a la pareja que forman con la empresa. Nathalie tenía la capacidad de crear compartimentos estancos dentro de su cabeza. De alguna manera, su drama personal la había insensibilizado. Es decir que dirigía la reunión de manera robótica, olvidando casi que la jornada iba a terminar con una cita. A Markus le habría gustado encontrar en la mirada de Nathalie una atención especial, una señal de complicidad, pero eso no era propio de ella.

Lo mismo le ocurría a Chloé, a quien le habría gustado que los demás percibieran a veces el vínculo privilegiado que la unía a su jefa. Era la única que pasaba momentos con ella que podrían haber entrado en la categoría de «tuteo». Desde que Nathalie había huido del bar, Chloé no había vuelto a intentar organizar una nueva salida. Sabía que esos momentos también podían tener un lado peligroso: ser testigo de la fragilidad de su jefa podía volverse contra ella. Por eso se cuidaba mucho de no excederse y de respetar a raja tabla la jerarquía. Al final del día fue a verla a su despacho:

—¿Está usted bien? No hemos hablado desde la última vez.

—Sí, es culpa mía, Chloé. Pero lo pasé bien, de verdad.

—¿En serio? ¿Se marchó usted corriendo pero lo pasó bien?

—Sí, sí, se lo aseguro.

—Ah, pues qué bien, entonces... ¿quiere que volvamos a salir esta noche?

—Huy, no, lo siento, no puedo. Me voy al teatro —dijo Nathalie, como si anunciara el nacimiento de un niño verde.

Chloé no quiso que se notara su sorpresa, pero motivos no le faltaban para estar asombrada. Era mejor no subrayar que una declaración así era todo un acontecimiento. Era preferible hacer como si nada. De vuelta en su despacho, se entretuvo un momento guardando los últimos documentos de su expediente y consultando su correo, y luego se puso el abrigo para marcharse. Cuando se dirigía al ascensor, le llamó la atención una visión de lo más extraña: Markus y Nathalie se marchaban juntos. Se acercó a ellos sin que la vieran. Le pareció oír la palabra «teatro». Sintió enseguida algo que no acertaba a definir. Algo parecido al reparo, al asco incluso.

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Las butacas del teatro son tan estrechas... Markus estaba francamente incómodo. Se lamentaba de tener las piernas largas, algo absolutamente estéril
[8]
. Por no hablar de otro hecho que acentuaba su tortura: no hay nada peor que estar sentado al lado de una mujer a la que uno se muere de ganas de mirar. El espectáculo estaba a su izquierda, y no sobre el escenario. Y, de hecho, ¿qué veía? No le interesaba gran cosa. ¡Sobre todo porque era una obra sueca! ¿Lo habría hecho aposta Nathalie? Un autor que había estudiado en Uppsala, además. Era como ir a cenar a casa de sus padres. Estaba demasiado distraído para entender nada de la intriga. Seguro que luego hablarían de la obra, y él quedaría como un idiota. ¿Cómo no se había dado cuenta de eso antes? Tenía que concentrarse a toda costa y preparar algún que otro comentario inteligente.

Al final de la función, se sorprendió al darse cuenta de que estaba muy emocionado. Era casi un sentimiento de filiación sueca, de orgullo patrio. Nathalie también parecía feliz. Pero con el teatro no es fácil saber: a veces la gente parece feliz por la sencilla razón de que el calvario termina por fin. Una vez fuera, Markus quiso lanzarse a exponer la teoría que había elaborado durante la última parte de la obra, pero Nathalie interrumpió la conversación:

—Creo que ahora deberíamos tratar de relajarnos un poco.

Markus pensó en sus piernas anquilosadas, pero Nathalie precisó:

—Vamos a tomar una copa. De modo que a eso se refería con relajarse un poco.

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Fragmento de
La señorita Julia
de August Strindberg,
adaptación al francés de Boris Vian
obra vista por Nathalie y Markus
en su segunda velada juntos:

Señorita Julia

¿Se supone que tengo que obedecerle?

Jean

Por una vez; ¡por su bien! ¡Se lo ruego!

¡Es tarde ya, el sueño embriaga, se altera el espíritu!

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Ocurrió entonces algo determinante. Un hecho anodino que iba a ir adquiriendo la naturaleza de algo importantísimo. Todo iba saliendo exactamente igual que en su primera velada. Se repitió el mismo embrujo, y más intenso todavía. Markus manejaba la situación con elegancia. Mostraba una sonrisa lo menos sueca posible; era casi una sonrisa española. Encadenó una serie de anécdotas sabrosas, alternando sabiamente las referencias culturales y las alusiones personales, logrando pasar así de lo universal a lo íntimo con soltura. Desplegaba sin exceso el saber hacer del hombre sociable. Pero, en pleno corazón de tanta soltura, de pronto lo asaltó un sentimiento que iba a estropearlo todo: sintió que lo embargaba la melancolía.

Al principio, fue una nubecita de nada, como una forma de nostalgia. Pero no, mirándola de cerca, se podía discernir el aspecto malva de la melancolía. Y mirándola desde más cerca todavía, se podía ver la verdadera naturaleza de una auténtica tristeza. De buenas a primeras, como una pulsión morbosa y patética, se hizo consciente de la vacuidad de esa velada. Se preguntó: pero ¿por qué estoy aquí tratando de parecer interesante? ¿Por qué estoy haciendo reír a esta mujer, por qué me empeño en intentar conquistarla, cuando me es tan radicalmente inaccesible? Su pasado de hombre inseguro lo alcanzó brutalmente. Pero no quedó ahí la cosa. Ese avance del repliegue se vio trágicamente reforzado por un segundo hecho determinante: se le cayó la copa de vino tinto sobre el mantel. Podría haberlo visto como una simple torpeza. Y hasta puede que como una torpeza encantadora: Nathalie siempre había sido sensible a la torpeza. Pero, en ese momento, Markus ya no pensaba en ella. Veía en ese acontecimiento anodino una señal de algo mucho más grave: la aparición del rojo. La irrupción sempiterna del rojo en su vida.

—No pasa nada, no es grave —dijo Nathalie, al ver la cara de horror de Markus.

Claro que no: no era grave, era trágico. El rojo lo remitía a Brigitte. A la visión de las mujeres del mundo entero que lo rechazaban. Una risa malvada zumbaba en sus oídos. Volvían a él las imágenes de todos sus momentos de sufrimiento: era un niño del que se burlaban en el patio del colegio, era un militar al que hacían novatadas, era un turista al que timaban. Todas esas cosas representaba el avance de la mancha roja sobre el mantel blanco. Imaginaba que el mundo lo observaba, el mundo murmuraba a su paso. Su traje de seductor le quedaba grande. Nada podía detener su delirio paranoico. Delirio anunciado por la melancolía y por el simple sentimiento de pensar en el pasado como en un refugio. En ese instante, el presente ya no existía. Nathalie era una sombra, un fantasma del mundo femenino.

BOOK: La delicadeza
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