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Authors: David Foenkinos

La delicadeza (17 page)

BOOK: La delicadeza
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Entró como un vendaval en el despacho del director general. Charles miró fijamente a su empleado e, instintivamente, se llevó la mano a la mejilla. Markus se quedó plantado en medio de la habitación, conteniendo su rabia. Charles se aventuró a preguntar:

—¿Sabe usted dónde está Nathalie?

—No, no lo sé. Dejen de preguntarme todos dónde está Nathalie porque no lo sé.

—Acabo de hablar por teléfono con los clientes. Están furiosos. ¡Es que no me puedo creer que nos haya hecho esto!

—Yo la entiendo perfectamente.

—¿Para qué quería verme?

—Quería decirle un par de cosas.

—Sea breve. Tengo prisa.

—La primera es que rechazo su oferta. Es asqueroso lo que está haciendo. No sé cómo va a poder seguir mirándose al espejo a partir de ahora.

—¿Quién le dice a usted que me miro al espejo?

—Bueno, me importa un rábano lo que haga o deje de hacer.

—¿Y la segunda?

—Dimito.

Charles se quedó pasmado por la velocidad de reacción de ese hombre. No había vacilado ni un segundo. Rechazaba la oferta, y se marchaba de la empresa. ¿Cómo había podido manejar tan mal la situación? O tal vez no. ¿Quizá fuera eso lo que quería? Verlos marcharse a los dos, con su consternante relación. Charles seguía observando a Markus y no podía leer nada en su semblante. Pues en el semblante de Markus había ese tipo de rabia que paraliza las facciones, que aniquila toda expresión legible. Sin embargo, el sueco se puso a avanzar hacia él, despacio, con una seguridad desmesurada. Como si lo impulsara una fuerza desconocida. Tanto es así que Charles no pudo evitar sentir miedo, miedo de verdad.

—Ahora que no es usted mi jefe... puedo...

Markus no terminó la frase, dejó que lo hiciera su puño. Era la primera vez que pegaba a alguien. Y se arrepintió de no haberlo hecho antes. Lamentó haber buscado tantas veces palabras para arreglar las situaciones.

—Pero ¿qué se ha creído? ¡Está usted loco! —gritó Charles.

Markus se acercó otra vez a él e hizo ademán de volver a pegarle. Charles retrocedió, aterrado. Estaba en un rincón de su despacho. Y, cuando Markus se hubo marchado, todavía permaneció así un buen rato, sentado en el suelo, postrado.

105

El 29 de octubre de 1960 en la vida de Muhammad Ali:

Ganó, en Louisville, su primer combate profesional, por puntos, contra Tunney Hunsaker.

106

Al llegar a la estación de Lisieux, Nathalie alquiló un coche. Llevaba mucho tiempo sin conducir. Tenía miedo de no acordarse ya de cómo se hacía. El tiempo además no acompañaba, pues estaba empezando a llover. Pero sentía un cansancio tan intenso que, en ese momento, nada podía asustarla. Conducía cada vez más rápido, por carreteritas secundarias, sintiéndose un poco triste. La lluvia le dificultaba la visión; había momentos en que apenas alcanzaba a ver nada.

Entonces ocurrió algo. Apenas duró un segundo, fue como un relámpago, algo repentino, durante el trayecto. Revivió en su cabeza la escena del beso con Markus. En el momento en que se le apareció la imagen no estaba pensando en él. En absoluto. La visión se le impuso con fuerza. Entonces evocó uno a uno todos los momentos que había pasado con él. Mientras seguía conduciendo, empezó a arrepentirse de haberse marchado sin decirle nada. No sabía por qué no se le había ocurrido hacerlo. Su huida había sido tan intempestiva... Era la primera vez que se marchaba del trabajo de esa manera. Sabía que no volvería nunca, que una parte de su vida terminaba ahí. Que ahora sólo quería conducir y nada más. Sin embargo, decidió parar en una gasolinera. Salió del coche y miró a su alrededor. No reconocía nada. Debía de haberse equivocado de camino. Estaba anocheciendo, todo estaba desierto. Y la lluvia remataba ese tríptico clásico de la imaginería de la desesperación. Le mandó un mensaje a Markus. Sólo para decirle dónde estaba. Dos minutos después, recibió su respuesta: «Salgo para Lisieux en el próximo tren. Si estás allí, muy bien.» Y luego otro mensaje apenas unos segundos después: «Y además rima.»

107

Fragmento de
«El beso»,
relato de Guy de Maupassant:

¿Sabes de dónde proviene nuestro verdadero poder? ¡Del beso, sólo del beso! [...] El beso, pese a todo, no es más que un prefacio.

108

Markus bajó del tren. Él también se había marchado sin avisar a nadie. Iban a reunirse como dos fugitivos. La vio al otro lado del vestíbulo de la estación, inmóvil. Echó a andar hacia ella, despacio, un poco como en una película. Se podía imaginar sin dificultad la música que acompañaría ese momento. O si no, silencio. Sí, el silencio estaría bien. No se oiría más que la respiración de ambos. Casi se podría olvidar la tristeza del entorno. La estación de Lisieux nunca habría podido inspirar a Salvador Dalí. Era un lugar triste y frío. Markus se fijó en un cartel que anunciaba el museo dedicado a Santa Teresa de Lisieux. Mientras avanzaba hacia Nathalie, pensó: «Anda, tiene gracia, siempre había creído que Lisieux era su apellido...» Sí, de verdad pensaba en eso. Y Nathalie estaba ahí, muy cerca de él. Con sus labios del beso. Pero su rostro parecía triste y serio. Su rostro era la estación de Lisieux.

Se dirigieron al coche. Nathalie se instaló en el asiento del conductor, y Markus, en el del copiloto. Nathalie arrancó el motor. Seguían sin intercambiar una sola palabra. Parecían esos adolescentes que no saben qué decirse en su primera cita. Markus no tenía ni idea de dónde estaba ni de adónde iba. Seguía a Nathalie, y eso le bastaba. Al cabo de un rato, al no soportar ya más el vacío, decidió pulsar el botón de la radio. La emisora era Radio Nostalgia.
El amor a la fuga,
de Alain Souchon, sonó entonces en el coche.

—¡Oh, es increíble! —exclamó Nathalie.

—¿El qué?

—Pues esta canción. Es increíble. Es mi canción. Y ahora, de repente... aquí está.

Markus miró la radio con cariño. Esa máquina le había permitido reanudar el diálogo con Nathalie. Ella seguía diciendo lo extraño y lo increíble que era. Que se trataba de una señal. Una señal ¿de qué? Eso Markus no podía saberlo. Le sorprendía el efecto que esa canción le causaba a su compañera. Pero conocía las cosas raras que tiene la vida, las casualidades, las coincidencias. Los testimonios que te hacen dudar de la racionalidad. Cuando terminó la canción, Nathalie le pidió a Markus que apagara la radio. Quería quedarse flotando en esa melodía que tanto le había gustado siempre, que había descubierto con la película, la última de las aventuras de Antoine Doinel. Ella había nacido en esa época, y quizá sea un sentimiento difícil de definir, pero el caso es que sentía que ella provenía de ese instante. Sentía que era como el fruto de esa melodía. Su carácter tan dulce, su melancolía a veces, su ligereza, todo eso era totalmente 1978. Era su canción, su vida. Y seguía sin dar crédito a tanta casualidad.

Se paró en la cuneta. Estaba oscuro, y Markus no acertaba a distinguir dónde se encontraban. Bajaron del coche. Vio entonces una gran verja, la de la entrada de un cementerio. Y descubrió que no era grande, sino inmensa. Como las de las cárceles. Los muertos, desde luego, son prisioneros condenados a cadena perpetua, pero cabe preguntarse cómo podrían evadirse. Nathalie, entonces, empezó a hablar:

—François está enterrado aquí. Pasó su infancia en esta región.

—...

—Él no me dijo nada, claro. No pensaba que se fuera a morir... pero yo sé que quería estar aquí... cerca del lugar donde creció.

—Comprendo —dijo Markus en voz baja.

—¿Sabes?, tiene gracia, pero yo también pasé mi infancia aquí. Cuando François y yo nos conocimos, nos pareció una casualidad increíble. Podríamos habernos cruzado miles de veces de adolescentes, pero nunca nos vimos. Y fue en París donde nos conocimos. Así que, ya ves... cuando se trata de conocer a alguien...

Nathalie no terminó la frase. Pero a Markus se le quedó rondando en la cabeza. ¿De quién hablaba? De François, claro. ¿De él también, quizá? La doble lectura de su comentario acentuaba lo simbólico de la situación. Era un momento de una intensidad fuera de lo común. Estaban ahí los dos, uno al lado del otro, a pocos metros de la tumba de François. A pocos metros del pasado, un pasado que no termina nunca de pasar. La lluvia caía sobre el rostro de Nathalie, de modo que no se podía distinguir qué eran gotas y qué eran lágrimas. Pero Markus sí las distinguía. Sabía leer las lágrimas. Las de Nathalie. Se acercó a ella y la abrazó, como en un intento por contener el dolor.

109

Segunda parte de
El amor a la fuga,
canción de Alain Souchon,
escuchada por Markus y Nathalie en el coche:

No aguantamos el tirón.

Llora, llora, lágrimas en tu rostro.

Nos separamos sin ninguna explicación.

El amor a la fuga.

El amor a la fuga.

Me dormí.

Vino un niño vestido de encaje.

Irse, volver, moverse, es el juego de las golondrinas.

Nada más mudarme, me voy de casa.

Te puedes llamar Colette, Antoine o Sabine.

Me he pasado la vida corriendo detrás de cosas que se escapan:

chicas perfumadas, ramos de llanto, rosas.

Mi madre también se ponía detrás de la oreja una gota de algo que olía igual.

110

Volvieron a ponerse en camino. A Markus le sorprendió la cantidad de curvas que había. En Suecia, las carreteras son rectas; llevan a un destino que se ve. Se dejó acunar por el mareo, sin atreverse a preguntarle a Nathalie adónde iban. ¿Acaso tenía importancia? Era un tópico, pero estaba dispuesto a seguirla al fin del mundo. ¿Sabía ella siquiera adónde se dirigía? Quizá sólo quisiera conducir en la noche a toda velocidad. Conducir para olvidarse de sí misma.

Por fin se detuvo. Esta vez delante de una verja pequeña. ¿Era ése el tema de su vagabundear? Variación de las verjas. Nathalie bajó para ir a abrirla y luego volvió al coche. Para Markus cada movimiento era importante, se distinguía de los demás de manera autónoma, pues así se viven los detalles de una mitología personal. El coche avanzó por un camino estrecho y se detuvo ante una casa.

—Ésta es la casa de Madeleine, mi abuela. Vive sola desde que murió mi abuelo.

—Ah, vale. Me alegro de poder conocerla —contestó Markus, muy educado.

Nathalie llamó a la puerta, una vez, dos veces, y volvió a llamar más fuerte. Pero nada:

—Está un poco sorda. Mejor será que rodeemos la casa. Seguro que está en el salón, nos verá por la ventana.

Para rodear la casa había que tomar un camino que la lluvia había llenado de barro. Markus se acercó a Nathalie. No veía gran cosa. ¿A lo mejor se había equivocado de lado? Entre la casa y las matas llenas de zarzas apenas había sitio para pasar. Nathalie resbaló, arrastrando consigo a Markus en su caída. Ahora estaban empapados y llenos de barro. Como expedición no era de las más gloriosas, era casi ridícula incluso. Nathalie anunció:

—Lo mejor es que el resto del camino lo hagamos a gatas.

—Este periplo tiene su gracia —dijo Markus.

Cuando por fin llegaron al otro lado de la casa, vieron a la abuelita sentada delante del fuego que ardía en la chimenea. No estaba haciendo nada. Esa imagen sorprendió de verdad a Markus. Esa forma que tenía la anciana de estar ahí, sumida en la espera, como si casi se hubiera olvidado de sí misma. Nathalie llamó al cristal de la ventana, y, esta vez, Madeleine la oyó. El semblante se le iluminó de inmediato, y se precipitó a abrir la ventana.

—Mi niña... ¿qué haces aquí? ¡Qué sorpresa más agradable!

—Quería verte... y para eso hay que rodear la casa.

—Sí, ya lo sé. Lo siento mucho, ¡no eres la primera! Venid, que os abro la puerta.

—No, mejor entramos por la ventana.

Treparon por la ventana y por fin entraron en la casa.

Nathalie le presentó a Markus a su abuela. Ésta le pasó la mano por la cara antes de volverse a su nieta, diciéndole: «Parece un buen chico.» Markus le dedicó entonces una gran sonrisa, como si quisiera confirmarlo: sí, es verdad, soy un buen chico. Madeleine prosiguió:

—Creo que yo también conocí a un Markus hace tiempo. O quizá fuera un Paulus... o un Charlus... bueno, era algo que terminaba en «us»... pero ya no me acuerdo bien...

A esto siguió un silencio incómodo. ¿Qué entendía ella por «conocí»? Nathalie, muy sonriente, abrazó a su abuela. Observándolas, Markus podía imaginarse a Nathalie de niña. Los años 80 estaban ahí, con ellos. Al cabo de un ratito, preguntó:

—¿Dónde puedo lavarme las manos?

—Ah, sí, claro. Ven conmigo.

Nathalie le cogió la mano manchada de barro y lo llevó a toda velocidad al cuarto de baño.

Sí, era eso el lado como de niña de Nathalie que evocaba Markus. Esa manera de correr, esa manera de vivir el minuto siguiente antes que el presente. Algo como frenético. Ahora estaban los dos, uno al lado del otro, delante de los dos lavabos. Mientras se lavaban las manos, se sonrieron, y fue una sonrisa un poco tonta. Había pompas, muchas pompas, pero no eran pompas de nostalgia. Markus pensó: es el lavado de manos más bonito de mi vida.

Tenían que cambiarse de ropa. Para Nathalie era fácil: guardaba algo de ropa en su habitación. Madeleine le preguntó a Markus:

—¿Tiene otra ropa que ponerse?

—No. Nos hemos marchado así, de repente.

—¿Os ha dado la ventolera?

—Sí, la ventolera, eso es.

Nathalie pensó que parecían contentos de haber empleado esa expresión de «ventolera». Parecía gustarles la idea de un impulso no premeditado. La abuela le propuso a Markus rebuscar en el armario de su marido. Lo guió hasta el final de un pasillo y lo dejó a solas para que eligiera lo que quisiera. Unos minutos más tarde, volvió con un traje medio beis, medio de un color desconocido. El cuello de la camisa era tan amplio que parecía que su garganta flotaba dentro. Ese atuendo tan incongruente no hizo mella en su buen humor. Parecía feliz de estar vestido así, y pensó incluso:
floto dentro de este traje, pero me siento bien.
A Nathalie le entró la risa floja, y la risa hizo que se le saltaran las lágrimas. Las lágrimas de la risa resbalaron sobre sus mejillas, donde acababan de secarse las del dolor. Madeleine se acercó a él, pero se notaba que avanzaba más hacia el traje que hacia el hombre. Detrás de cada pliegue estaba el recuerdo de una vida. Se quedó un momento junto a su invitado, sorprendida, sin moverse.

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