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Authors: David Foenkinos

La delicadeza (13 page)

BOOK: La delicadeza
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—Tiene gracia... justo me estaba diciendo que últimamente no nos vemos mucho... y ¡zas, voy y me cruzo contigo! De haber sabido que tenía este poder, habría formulado otro deseo...

—Mira qué listo.

—No, ahora en serio, tengo que hablar contigo. ¿Te importa pasarte más tarde por mi despacho?

En esos últimos tiempos, Nathalie casi se había olvidado de que Charles existía. Era como un viejo número de teléfono, un elemento que ya no tiene nada que ver con la modernidad. Era un correo neumático. Le resultaba extraño tener que volver a su despacho. ¿Cuánto tiempo hacía que no había estado allí? No lo sabía con precisión. El pasado empezaba a deformarse, a diluirse en las vacilaciones, a esconderse bajo las manchas del olvido. Y era la prueba feliz de que el presente recuperaba su papel. Nathalie dejó que pasara la mañana y por fin se decidió.

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Ejemplos de números de teléfono
de otro siglo:

Odéon 32-40

*

Passy 22-12

*

Clichy 12-14

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Nathalie entró en el despacho de Charles. Enseguida reparó en que las persianas estaban menos subidas que de costumbre, que había como un intento de sumir la mañana en la oscuridad.

—Es verdad que hace tiempo que no venía aquí... —dijo, caminando por el despacho.

—Hace tiempo, sí...

—Anda que no habrás leído palabras del Larousse desde la última vez...

—Ah, eso... no. Dejé de hacerlo. Me harté de las definiciones. Sinceramente, ¿me puedes decir de qué sirve conocer el significado de las palabras?

—¿Era para preguntarme esto por lo que querías verme?

—No... no... Nos pasamos el tiempo cruzándonos por los pasillos... y sólo quería saber cómo estás... cómo te van las cosas ahora...

Había pronunciado esas últimas palabras en la frontera de la tartamudez. Frente a esa mujer, Charles era un tren que descarrila. No entendía por qué tenía ese efecto sobre él. Claro que era guapa, claro que tenía una forma de ser que le parecía sublime, pero aun así: ¿era suficiente? Charles era un hombre poderoso, y a veces secretarias pelirrojas soltaban risitas intimidadas a su paso. Habría podido tener mujeres, habría podido tener aventuras fugaces en hoteles lujosos. ¿Entonces? No había nada que decir. Estaba sujeto a la tiranía de su primera impresión. No podía ser otra cosa. Ese instante en que había visto su rostro en el currículo, en que había dicho: quiero hacerle yo la entrevista. Entonces había aparecido Nathalie, recién casada, pálida y vacilante, y unos segundos más tarde, le había ofrecido unos Krisprolls. ¿A lo mejor se había enamorado de una foto? Quizá no haya nada tan extenuante como vivir bajo la tiranía sensual de una belleza fija, detenida en el tiempo. Seguía observándola. Nathalie no quería sentarse. Andaba de aquí para allá, tocaba los objetos, sonreía por nada: era la encarnación violenta de la feminidad. Por fin, rodeó su escritorio y se colocó detrás de él:

—¿Qué... qué haces? —preguntó Charles.

—Te miro la cabeza.

—Pero ¿por qué?

—Miro alrededor de tu cabeza. Porque siento que tienes una idea rondándote.

Lo que faltaba: que tuviera sentido del humor. Charles ya no dominaba en absoluto la situación. Nathalie estaba detrás de él, divertida. El pasado, por primera vez, parecía de verdad pasado. Había estado en primer plano en su vida en sus días más negros. Se había pasado las noches pensando que Nathalie podría suicidarse, y ahora estaba ahí, detrás de él, excesivamente viva.

—Anda, siéntate, por favor —le dijo tranquilamente.

—Vale.

—Pareces feliz. Y eso te hace aún más bella.

Nathalie no contestó. Esperaba que no la hubiera llamado a su despacho para hacerle una nueva declaración. Charles prosiguió:

—¿No tienes nada que decirme?

—No, eras tú quien quería verme.

—¿Marchan las cosas bien en tu equipo?

—Sí, creo que sí. Bueno, tú lo sabes mejor que yo. Tú tienes las cifras.

—¿Y con... Markus?

De modo que ésa era la idea que le rondaba por la cabeza. Quería hablar de Markus. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

—Me han dicho que cenas a menudo con él.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Aquí se sabe todo.

—¿Y qué más da? Es mi vida privada. ¿Qué tiene eso que ver contigo?

Nathalie se interrumpió bruscamente. Cambió la tonalidad de su rostro. Observó a Charles, patético, colgado de sus labios, esperando una explicación, esperando más que nada que lo desmintiera todo. Siguió mirándolo un buen rato, sin saber qué hacer. Al final decidió marcharse de su despacho, sin añadir una palabra. Dejaba a su jefe sumido en la incertidumbre, en una frustración de tomo y lomo. Nathalie no soportaba los chismorreos, que cotillearan a sus espaldas. Odiaba toda esa temática: ideas rondando por la cabeza, palabras que no se dicen a la cara, puñaladas traperas. Había sido sobre todo la frase «aquí se sabe todo» la que la había irritado. Ahora que lo pensaba, podía confirmarlo: sí, había sentido algo en las miradas de los demás. Bastaba con que alguien los hubiera visto en el restaurante, o simplemente salir juntos, y ya toda la empresa hervía de excitación. ¿Por qué estaba irritada? Había contestado secamente que era su vida privada. Habría podido decirle a Charles: «Sí, ese hombre me gusta.» Con convicción. Pero no, no quería ponerle palabras a la situación, y de ninguna manera pensaba dejar que nadie la obligara a hacerlo. Al volver a su despacho, se cruzó con algunos compañeros, y constató el cambio. La mirada de compasión y de simpatía se dejaba carcomer por otra cosa. Pero todavía no podía imaginar lo que estaba a punto de suceder.

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Fecha de estreno de la película de Claude Lelouch
Un hombre que me gusta,
con Jean-Paul Belmondo y Annie Girardot

3 de diciembre de 1969

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Después de que Nathalie se marchara, Charles permaneció largo rato inmóvil. Era del todo consciente de que no había sabido llevar esa conversación. Se había mostrado torpe. Sobre todo había sido incapaz de decirle lo que sentía de verdad: «Sí que es asunto mío. No quisiste salir conmigo porque no querías volver a estar con un hombre. De modo que sí, claro que tengo derecho a saber lo que sientes. Tengo derecho a saber lo que te gusta de él, lo que no te gusta de mí. Sabes muy bien cuánto te he querido, y lo duro que ha sido para mí. Así que me debes una explicación, no te pido más.» Esto era más o menos lo que le hubiera gustado decir. Pero así son las cosas: siempre vamos con cinco minutos de retraso con respecto a nuestras conversaciones sentimentales.

No podía trabajar. Después de aclarar las cosas con Nathalie, aquella noche en que había habido tantos empates en la liga de fútbol, se había resignado. Ello había originado incluso en su vida, por lo absurdo del mecanismo sensual, un renacer con su mujer. Durante semanas, no habían dejado de hacer el amor, de reencontrarse a través del cuerpo. Se podía hablar incluso de una época magnífica. A veces es mucho más emocionante recuperar un viejo amor que descubrir uno nuevo. Y luego la agonía se había reanudado despacio, como una risa malévola: ¿cómo habían podido creer que volvían a quererse? Aquello había sido una transición, un paréntesis en forma de desesperación disfrazada, una ligera llanura entre dos montañas patéticas.

Charles se sentía desgastado y cansado. Estaba hasta el gorro de Suecia y de los suecos. De su estresante costumbre de intentar siempre mantener la calma, de no gritar nunca al teléfono. Esa manera que tenían de ser tan «zen», y de ofrecer masajes a los empleados. Todo ese buen rollo empezaba a ponerlo nervioso. Echaba de menos la histeria mediterránea, y a veces soñaba con hacer negocios con vendedores de alfombras. En ese contexto había encajado la información sobre la vida privada de Nathalie. Desde entonces, no dejaba de pensar en ese hombre, ese tal Markus. ¿Cómo había conseguido, con un nombre tan estúpido, seducir a Nathalie? No se lo había querido creer. Tenía motivos para saber que el corazón de Nathalie era como un espejismo de oasis; en cuanto te acercabas, se desdibujaba. Pero eso era distinto. Su reacción exagerada parecía confirmar el rumor. Oh, no, no podía ser. Nunca podría soportarlo. «¿Cómo lo ha conseguido?», no dejaba de repetirse Charles. El sueco debía de haberla embrujado, o algo así. Debía de haberla dormido, hipnotizado, debía de haberle dado un bebedizo. Sólo podía ser eso. La había encontrado tan distinta. Sí, quizá fuera eso lo que más le había dolido: ya no era su Nathalie. Algo había cambiado. Una verdadera modificación. Así que no veía más que una solución: llamar a su despacho a ese tal Markus para ver de qué pie cojeaba. Para descubrir su secreto.

83

Número de lenguas, entre ellas el sueco,
en las que se puede leer
La modificación
de Michel Butor,
premio Renaudot 1957:

20

84

Markus había sido educado según el principio de que no hay que llamar la atención. Que por dondequiera que uno vaya, tiene que mostrarse discreto. La vida debía ser como un pasillo. Por eso, claro, cuando el director lo llamó a su despacho, le entró el pánico. Podía ser un hombre, podía tener sentido del humor y de la responsabilidad, se podía contar con él, pero en cuanto se trataba de la relación con la autoridad, volvía a ser un niño. En ebullición, lo asaltaban numerosas preguntas:
¿Por qué quiere verme? ¿Qué he hecho? ¿Será que he gestionado mal la parte de seguros del expediente 114? ¿Habré ido demasiado al dentista últimamente?
El sentimiento de culpa lo invadía por todas partes. Y quizá fuera ésa la verdadera naturaleza de su personalidad: la absurda sensación, planeando siempre por encima de él, de que estaba a punto de caerle un castigo.

Llamó a su manera, siempre con dos dedos. Charles le dijo que pasara.

—Hola, vengo a verle... como me ha...

—Ahora mismo no tengo tiempo... tengo una cita.

—Ah, muy bien.

—...

—Bueno, pues entonces me voy. Ya volveré más tarde.

Charles echó a ese empleado porque no tenía tiempo de verlo. Esperaba al famoso Markus, sin imaginarse ni por un segundo que acababa de verlo. Además de haber conquistado el corazón de Nathalie, el muy gilipollas tenía la osadía de no presentarse cuando lo llamaba a su despacho. ¿Qué clase de rebelde podía ser? Eso no iba a quedar así. ¿Quién se creía que era? Charles llamó por teléfono a su secretaria:

—He pedido a un tal Markus Lundell que viniera a verme a mi despacho, y todavía no ha aparecido. ¿Puede averiguar qué pasa?

—Pero si le ha pedido que se marche.

—No, no ha venido.

—Sí que ha venido. Acabo de verlo salir de su despacho.

Charles se quedó entonces un momento ausente, como si una ráfaga de viento hubiera atravesado su cuerpo. El viento del norte, claro. Estuvo a punto de darle un vahído. Le pidió a su secretaria que volviera a llamarlo. Markus, que acababa de sentarse en su silla, tuvo que levantarse otra vez. Se preguntó si su jefe no querría burlarse de él. Pensó que tal vez estuviera cabreado con los accionistas suecos y que se vengaba sobre uno de los empleados oriundos de ese país. Markus no quería ser un yoyó. Si eso seguía así, al final tendría que ceder a las presiones de Jean-Pierre, el sindicalista de la segunda planta.

Volvió a entrar en el despacho de Charles. Éste tenía la boca llena. Intentaba calmarse comiendo un Krisproll. Uno suele tratar de relajarse con cosas que lo ponen nervioso. Temblaba, se movía intranquilo y dejaba caer migas de la boca. Markus se quedó estupefacto. ¿Cómo un hombre así podía dirigir la empresa? Pero el más estupefacto de los dos era por supuesto Charles. ¿Cómo un hombre así podía dirigir el corazón de Nathalie? De ambas estupefacciones nació un momento suspendido en el tiempo, en el que nadie hubiera podido imaginar lo que iba a ocurrir a continuación. Markus no sabía qué esperar. Y Charles no sabía lo que iba a decir. Estaba sobre todo muy asombrado:
Pero ¿cómo es posible? Pero si es repulsivo... No tiene forma... es blandengue, se ve que es blandengue... Oh, no, no es posible... Y esa manera que tiene de mirar a la gente, como de lado... Oh, no, qué horror... No le pega nada a Nathalie este hombre... Nada de nada, no, no... Ah, pero qué asco... Vamos, ni hablar de que este tipo siga pululando alrededor de Nathalie... Ni hablar... Lo voy a mandar de vuelta a Suecia... Sí, eso es... un trasladito, mira tú qué bien... ¡Mañana mismo te traslado, chaval!

Charles podía seguir retorciéndose intranquilo así mucho tiempo. Era incapaz de hablar. Pero bueno, lo había mandado llamar, así que debía decir algo. Para ganar tiempo, dijo:

—¿Quiere un Krisproll?

—No, gracias. Me marché de Suecia para dejar de comer esa clase de panecillos... así que no los voy a comer aquí.

—¡Ja... ja... muy divertido... ja... jiji!

A Charles le entró la risa floja. El gilipollas tenía sentido del humor. Pero qué gilipollas... Ésos eran los peores: los que tienen pinta de depresivos y luego van y te sorprenden con sentido del humor... No te lo esperas y ¡zas!, una broma... Seguro que era su secreto. Charles siempre había tenido la impresión de que ése era su punto flaco, que no había hecho reír bastante a las mujeres en su vida. Se preguntaba incluso, al pensar en su propia mujer, si no tenía el don de volverlas siniestras. Porque era verdad que Laurence llevaba sin reírse dos años, tres meses y diecisiete días. Se acordaba porque lo había apuntado en su agenda, como se apuntan los eclipses de Luna: «Hoy risa de mi mujer.» Pero bueno, tenía que dejarse de tanta digresión. Tenía que hablar. ¿De qué tenía miedo después de todo? El jefe era él. Era él quien decidía el importe de los cheques-restaurante, que no es moco de pavo. No, francamente, tenía que recuperarse. Pero ¿cómo hablar a ese hombre? ¿Cómo mirarlo a la cara? Buaj, sí, lo asqueaba que pudiera tocar a Nathalie. Que pudiera rozar sus labios con los suyos. ¡Qué sacrilegio, qué ignominia! Oh, Nathalie. Siempre había querido a Nathalie, era evidente. Uno nunca se zafa de sus pasiones. Había pensado que sería fácil olvidarla. Pero no. El sentimiento había hibernado en él, y resurgía ahora en su dimensión más cínica.

Había otra solución, más radical que el traslado: despedirlo. Seguro que habría cometido algún error profesional. Todo el mundo comete errores. Pero bueno, él no era todo el mundo. Y prueba de ello era que salía con Nathalie. Tal vez fuera un empleado modelo, uno de esos que hacen horas extra con una sonrisa en los labios, uno de esos que nunca piden un aumento: uno de los peores que existen, vaya. Ese genio a lo mejor ni siquiera estaba sindicado.

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