—¿Quién solicita ser recibido por la reina? —preguntó con voz estentórea uno de los soldados.
Tutmés se vio obligado a recitar su nombre y rango con los ojos de todos fijos en él. Una vez más Hatshepsut asintió con la cabeza y los guardias se cuadraron y apartaron las lanzas.
Menena, Tutmés y tres sacerdotes se abrieron paso a empellones por entre la gente que taponaba la entrada y se encontraron ante la reina, rodeada por sus consejeros. Enseguida se sintieron en desventaja. La figura dorada que estaba frente a ellos los contemplaba con frialdad, y los rostros severos de los hombres situados detrás y alrededor de ella parecían reflejar el leve desprecio de aquélla. Menena y los sacerdotes se postraron y quedaron tendidos en el suelo y Tutmés, de mala gana, la saludó con una inclinación y expresión de desconcierto.
Hatshepsut dejó que los acompañantes de Tutmés permanecieran en su incómoda posición de bruces contra el suelo mientras ella le hablaba solamente a su hermano.
—Salud, Tutmés. Has elegido, por cierto, una hora bien extraña para visitarme; así como es extraña la gentuza que te acompaña. ¿Desde cuándo un príncipe de Egipto se codea con un individuo que ha sido condenado al exilio?
El tono de Hatshepsut destilaba un sarcasmo corrosivo, y la corpulenta figura postrada se agitó levemente.
Senmut miró hacia abajo con aversión y cierta dosis de temor. Menena no había cambiado. Tal vez su cuerpo estuviera un poco más marchito y las arrugas de su rostro fueran un poco más profundas pero los ojos no habían perdido nada de su astucia. Senmut no olvidaría jamás aquellas voces fantasmales que secreteaban junto al árbol, y ese recuerdo le produjo un estremecimiento mientras su conciencia volvía a fustigarlo con reproches. Apartó la mirada de la calva del sacerdote y la fijó en el rostro del joven príncipe. Tutmés parecía sentirse muy incómodo de pie frente a Hatshepsut, con las manos trabadas detrás de la espalda, como un escolar obstinado. A Senmut le inspiró cierta lástima ese hombre poco atractivo, que parecía sentirse tan fuera de lugar.
—No he venido para que me zahieras, Hatshepsut —dijo el joven con malhumor—. Nuestro padre ha muerto, y tú sabes tan bien como yo que Menena fue despojado de su cargo por un mero capricho. ¿Por qué no habría de regresar a Tebas si yo mismo se lo he pedido?
—Nuestro padre jamás actuó movido por un capricho —sostuvo Hatshepsut con frialdad—, y no le corresponde al príncipe mandar llamar a los desterrados. Es prerrogativa de la reina.
Sobre la mesa, de la comida caliente se alzaban espirales de vapor y el vino se encontraba servido en copas de plata, pero nadie se movió. Todos percibían el poder concentrado en Hatshepsut, esa voluntad que proyectaba en el recinto una presencia de fuerza casi sobrehumana. También percibieron la empecinada voluntad de Tutmés, reforzada por su Sumo Sacerdote, y contuvieron el aliento y aguardaron.
Tutmés asintió, mientras con el rabillo del ojo miraba a Menena. Deseaba que Hatshepsut les ordenara a los sacerdotes que se incorporaran, pues se sentía mucho más confiado y seguro con Menena de pie a su lado, ofreciéndole un apoyo silencioso. Pero ella siguió sentada, interrogándolo con la mirada, haciéndole sentir que había interrumpido alguna reunión importante que proseguiría en cuanto él partiera. Los hombres que la acompañaban, todos pertenecientes a la nobleza, que habían asistido a la escuela con él, paseaban la mirada por la habitación como si él no se encontrara allí. Estaba furioso y arrepentido, pues las palabras que deseaba escuchar no fueron pronunciadas, así que con gran dificultad se vio obligado a arreglárselas solo.
—Una reina sin un rey puede asumir tales prerrogativas —le respondió él por último—, pero he decidido, hermana mía, quitar de tus hombros un peso tan abrumador. Estoy dispuesto a ocupar sin pérdida de tiempo el lugar que me corresponde como faraón de Egipto.
Aunque nadie se movió, fue como si todos los presentes hubiesen lanzado un gran suspiro de alivio, y la tensión disminuyera. Hatshepsut comenzó a sonreírle y su mirada por fin se ilumino.
Tutmés se cruzó de brazos y separó los pies.
—¿Y bien? ¿Qué tienes que decir al respecto?
—Sé perfectamente por qué estás aquí —le dijo—. Te he estado esperando. ¡Oh, Tutmés, deja de fingir! Y tú, Menena, levántate, lo mismo que los esbirros que te acompañan. No siento la menor simpatía por ti. Nunca me gustaste; pero todo parece indicar que, a fin de cuentas, no me quedará más remedio que soportarte.
El Sumo Sacerdote se incorporó, con el rostro aceitado ardiendo de rubor pero calmo, y le hizo una reverencia.
—Sentaos, todos —dijo Hatshepsut, acompañando sus palabras con un gesto imperioso— y comeremos y beberemos y hablaremos del asunto como corresponde a personas de nuestro rango. Mis consejeros escucharán y expresarán su parecer. Pero tú, Menena, ¡tú no pronunciarás ni una sola palabra!
Cuando se instalaron en los almohadones y Nofret comenzó a servirlos, Hatshepsut levantó su copa.
—Bebed ahora, amigos míos —les dijo a Hapuseneb y a Senmut con una sonrisa y con la mirada atenta. Vació su copa y volvió a colocarla sobre la mesa con un golpe—. Y bien, Tutmés, a ver si te he entendido bien. Deseas ser faraón. ¿No es así?
—No se trata sólo de que lo desee —dijo con petulancia—. Es la ley. El trono de Egipto no puede ser ocupado por una mujer.
—¿De veras? ¿Y qué ley es ésa? ¿El soberano no es acaso la ley, el Bienamado de Maat, la encarnación misma de Maat?
—Nuestro padre fue Maat, y él gobernó como faraón ateniéndose a las leyes. Te convirtió en una reina poderosa, pero no tenía el poder de convertirte en varón.
—Mi padre es Amón, rey de todos los dioses —le respondió ella inclinándose hacia adelante—. Fue él quien me dio la vida y me preparó un trono en Egipto. Fue él quien dispuso que yo fuera faraón desde antes que la noble Ahmose me diera a luz. Y él fue también quien me bendijo con una señal visible el día de mi coronación.
—Entonces ¿por qué no te hizo varón?
—¡Yo soy mujer porque el Poderoso Amón deseaba tener un faraón cuya belleza sobrepasara a la de cualquier otro ser sobre la tierra!
—No puedes cambiar la ley de la tierra —repitió Tutmés con obstinación—. Al pueblo le resultará inexplicable que haya un Horus mujer. Quieren ser gobernados por un hombre; un hombre que ofrezca sacrificios por ellos, que conduzca al ejército al combate. ¿Puedes tú hacer esas cosas?
—¡Desde luego que si! Como reina soy mujer, pero como faraón gobernaré como un hombre.
—Con tus ridículos argumentos no haces más que confundir las cosas. Lo cierto es que tengo derecho a ocupar el Trono de Horus y me propongo hacer uso de lo que me corresponde por nacimiento. —De pronto los ojos se le iluminaron—. Además, Hatshepsut, si tú reinas, ¿quién te sucederá en el trono? ¿Qué título llevaría tu marido? ¿El de Divino Consorte? ¿Gran Esposa Real del Horus femenino? Y si no tomas esposo, Egipto se verá obligado a buscar un hijo real fuera de sus fronteras para que luego ocupe el trono. ¿Es eso lo que quieres?
La astuta estocada había alcanzado su objetivo. Hatshepsut se echó hacia atrás en el asiento como golpeada por un mazazo.
Senmut y Hapuseneb se miraron con alarma: esa faceta del problema se les había pasado completamente por alto. Hapuseneb apretó los labios y sacudió imperceptiblemente la cabeza, y Senmut supo que la reina estaba derrotada incluso antes de que comenzara a hablar. El amor entrañable que sentía por Egipto le impediría permitir que un poder extranjero ocupara el Trono de Horus, y observó cómo en ese rostro pálido se reflejaba la lucha que se libraba en su interior.
Finalmente respondió, con voz exánime y helada:
—Dime Tutmés: ¿a ti te importa de veras la suerte de Egipto, o sólo piensas en la gloria que implica llevar la doble corona sobre tu cabeza? Pues Egipto representa la razón de mi vida, y mi vocación es estar a su servicio. Tus palabras son sensatas, pero no creo que fueran dictadas por un corazón altruista.
—¡Eres injusta! —protestó su hermano—. Por supuesto que amo a Egipto, y eso es precisamente lo que me lleva a querer desposarte y ascender al Trono Sacrosanto.
—¿De veras? —suspiró en voz muy baja Hatshepsut, respirando contra la cara de Tutmés. Se agachó más todavía para poder mirarlo a los ojos—. ¿Lo dices en serio? ¡Qué noble de tu parte, querido hermano; cuánta generosidad!
—Jamás hemos estado de acuerdo en nada —dijo él, bajando la vista—. Pero tal vez podamos trabajar juntos por una causa común. Nuestro padre envejeció y su mente se perdió en un laberinto de sueños; pero el suyo era el sueño de un anciano para con su hija predilecta, y ahora ya no está entre nosotros. Reconócelo. Hatshepsut: por fin Egipto me necesita.
—¿Y crees que no me necesita a mí? —le replicó ella echándose hacia atrás en su silla—. ¿Dónde estabas tú cuando, día tras día, yo me levantaba al alba para atender los asuntos del reino? ¿Dónde estabas tú las innumerables noches que permanecí insomne en el lecho, pues el peso del gobierno es mi frazada, y la dura piedra de la necesidad es mi almohada?
Sus manos temblorosas aferraban con fuerza los brazos del sillón, en un esfuerzo por recuperar el control.
Senmut tenía tensos todos los músculos del cuerpo y la acompañaba en la amarga decepción de ver morir una ilusión compartida con su padre.
Por último Hatshepsut se hundió en la silla y adoptó una pose meditabunda.
—No importa —dijo con voz opaca—. Haré un trato contigo, Tutmés. Debemos concertar un acuerdo, pues sabemos que ninguno de los dos es tan fuerte como creíamos. Yo construiré contigo y apareceré en público detrás de ti. Te acompañaré al templo y juntos celebraremos las ceremonias del culto; y también compartiré contigo mi lecho real para que Egipto pueda tener un heredero. Así el pueblo quedará satisfecho, pues un varón ocupará el trono. Pero debes dejar en mis manos todo lo concerniente al gobierno.
Menena lanzó una exclamación que sólo alcanzó a reprimir a medias, y ella se giró como un rayo y lo enfrentó.
—¡No te atrevas a abrir la boca, traidor de la confianza del Dios! ¡Pues de lo contrario, en esta misma habitación te arrancaré las insignias de tu cargo y las trituraré bajo mis pies!
Se dirigió de nuevo a Tutmés y le habló con suavidad.
—Sólo así Egipto estará a salvo. Debes admitir que no tienes la menor idea de cuáles son los procedimientos empleados en una corte de justicia y ni siquiera sabes redactar un informe. Yo, en cambio, estoy rodeada de muchos hombres leales que me brindan su consejo. ¿No estás de acuerdo conmigo?
Tutmés contempló con extrañeza ese rostro dulce y sonriente. Había esperado una declaración de guerra, un violento y mortífero estallido de cólera; pero todavía no la conocía bien ni estaba enterado del insondable afecto que sentía por Egipto.
—¿Entonces seré faraón? —preguntó.
—Por supuesto que sí. A ninguno de los dos le queda otra alternativa. Ahora veo con claridad que, en poco tiempo más, el pueblo y el ejército me lo habrían exigido, aunque yo estuviera en desacuerdo. Entonces me habría visto obligada a continuar, pero como Divina Consorte. Así que es mejor que me rinda ante lo inevitable. Iremos juntos al templo yo te daré mi sangre para que puedas colocar la doble corona sobre tu cabeza. ¡Pero no olvides jamás, Tutmés, que yo he ceñido mi frente con ella antes que tú!
Esa humillación gratuita y cruel lo sublevó.
—¡Cómo podría olvidarlo! —le contestó, ofuscado—. Estás convencida de que yo no seré un buen faraón, pero mi padre fue también el tuyo, y en las venas de ambos corre sangre real. ¡Más te vale recordarlo!
—Jamás tuviste sentido del humor, Tutmés —dijo Hatshepsut—. Bueno; comamos y bebamos y luego regresa a tu lecho. Por la mañana enviaré a los heraldos y nos casaremos. Pero tú —dijo mirando a Menena—, ¡procura servirlo con lealtad, pues si no es así, en esta ocasión lo que te espera no es el exilio sino la muerte, y yo misma asistiré a la ejecución y aplaudiré con fervor!
Cuando Tutmés y su cohorte partieron, Hatshepsut recorrió con la mirada a los que la acompañaban en silencio y con expresión adusta.
—Al fin y al cabo, no fue más que un sueño —dijo con pesar—. No pudo ser de otra manera. Ahora bebed todos conmigo, y renovadme vuestro juramento de fidelidad, pues yo os necesitaré tanto como vosotros a mí. ¡Duwa-eneneh!
Su jefe de heraldos se inclinó.
—Haz propagar la noticia con la mayor celeridad posible. Comienza esta noche mismo, pues de lo contrario tal vez cambie de opinión. Hapuseneb, Senmut: ¿os parece que también él cambiará de parecer? ¿Qué intentará meter la nariz en todo lo que yo he hecho?
Se agruparon alrededor de ella y bebieron con un dejo de melancolía, y cada cual expresó sus puntos de vista. Cuando el Sol se elevó en el horizonte, la acompañaron al templo para llevar a cabo los ritos matinales, y ofrecieron sacrificios con ella y ante ella, la reina de Egipto.
El día de la coronación soplaba viento del desierto. No era el khamsin, y el cielo permanecía despejado y diáfano, pero hacía revolotear por igual las faldas de sacerdotes, plebeyos, nobles y esclavos. Hatshepsut lo sintió agitarse contra ella como un gato impaciente cuando elevaron la litera cuyo trono ocupaba, y la peluca comenzó a azotarle la cara. En esta ocasión se había vestido con deliberada simplicidad: sólo usaba un faldellín blanco y algunos adornos de plata, como corresponde a la reina. Sobre su cabeza se erguía la pequeña corona con la cobra, que resplandecía bajo el sol, pues el viento era demasiado fuerte para desplegar los coloridos baldaquines, así que tanto ella como Tutmés quedaron a la vista de todo el pueblo. Hubo una pausa mientras el cortejo se formaba detrás de la pareja real, y Hatshepsut permaneció sentada sin moverse, escuchando las clamorosas exclamaciones de júbilo.
Estoy haciendo lo correcto, lo que debo hacer, se dijo. El pueblo lo quiere a él; el hecho de que sea varón los hace sentirse protegidos. Para ellos, yo soy poderosa y bella, pero no tan poderosa como un rey, ni tan hermosa como la cabeza que ostenta la doble corona. Seguridad. Eso es lo que los hace aplaudir tan frenéticamente. Pues, entonces, que lo tengan. Que el pueblo y su rey elegido se brinden mutua felicidad, mientras yo sigo el camino trazado por mi padre y hago que esta tierra quede ligada a mí con las cadenas del poder. ¡No me interesa la corona, un símbolo hueco usado por un hombre vacío! Siempre me han importado sólo dos cosas: mi pueblo y el poder. Y aunque por un tiempo haya perdido al pueblo, el poder sigue siendo mío. Ni por todo el oro del mundo me cambiaría por Tutmés. Pues, ¿quién es él, en el fondo? ¿Acaso fue engendrado por el Dios?