El día de su coronación, Hatshepsut despertó con el sonido de trompetas y permaneció acostada escuchando esas notas estridentes de los cobres. Había dormido profundamente, sin sueños, y cuando las trompetas callaron, se levantó. La habitación estaba inundada de una luz rosada y cálida. Caminó desnuda hasta el cuarto de baño, donde su esclava ya había llenado la bañera de piedra con agua caliente y perfumada, y descendió los peldaños hasta quedar sumergida hasta el mentón.
—¿Cómo está el día? —le preguntó a la muchacha que se le acercó con jabón y toallas y, mientras la fregaban y le lavaban el cabello, se enteró de todas las novedades.
Era un día diáfano y caluroso, y ya los habitantes de Tebas flanqueaban el camino al templo, mientras los soldados con sus uniformes de gala ocupaban sus posiciones para custodiar la procesión real. Las banderas imperiales flameaban por toda la ciudad y embarcaciones procedentes de Menfis y Hermonthis, Asuán, y Nubia, Buto y Heliópolis, se apiñaban en los muelles con su carga de dignatarios y nobles. Todos los aposentos del palacio estaban ocupados por huéspedes. Los virreyes y gobernadores de las naciones conquistadas llenaban los salones con sus extrañas esclavas y pintorescos idiomas, y por todas partes flotaba un aire de expectativa al que nadie podía sustraerse.
Hatshepsut emergió del agua; permaneció de pie mientras la secaban con toallas y luego se recostó para que la untaran con aceites y la masajearan. Llegó entonces su mayordomo Amunhotpe con el desayuno y su informe matinal. Todo se estaba desarrollando según lo previsto. En la antecámara la aguardaban su peluquera y la doncella encargada de vestirla.
Su padre estaba siendo vestido en sus propios aposentos y, en los departamentos dedicados a las esposas subalternas y concubinas del faraón, Mutnefert revoloteaba de aquí para allá, comiendo nerviosamente, sus alhajas desparramadas sobre el lecho mientras trataba de decidir cuáles usaría. Ya se encontraba repuesta de su decepción. Incluso aunque ello no hubiese ocurrido, la celebración que tendría lugar ese día era de una magnitud tal como para que nadie importante quisiera perdérsela, y una vez más ella estaba dispuesta a hacer las paces. Tutmés, su hijo, se encontraba sentado en su propio departamento pequeño, hablándole a su escriba. Durante los meses de forzoso recorrido por el norte había tenido tiempo más que suficiente para meditar y decidió que no ganaría nada con enfurruñarse y sumirse en un silencio enconado. Él, como su madre, había depuesto su amargura; pero, a diferencia de ella, el joven Tutmés aguardaba su oportunidad. El viaje lo había cambiado. Esa sucesión de días ardientes, siempre en movimiento, lo había librado de buena parte de su gordura; y el hecho de estar alejado de su madre, sus mujeres y sus manjares exquisitos, le había permitido cultivar una peligrosa paciencia. Habían logrado bloquearle el camino, pero eso no volvería a ocurrir. Esperaría, durante años si fuera necesario, pero sería faraón. Su hermana no podría impedírselo. Cavilaba sobre todas estas cosas incluso ese día, el de la coronación de sus hermana. Pero si antes su rostro era un fiel espejo de sus sentimientos, en cambio ahora conversaba cortésmente con el escriba mientras sus pensamientos se encontraban en otra parte.
Hatshepsut estaba sentada, cubierta con una túnica suelta, mientras la peinaban y le estiraban el cabello hacia atrás y luego se lo apilaban sobre la cabeza para que la corona le encajara con facilidad. En realidad debería haber permitido que la afeitaran, como lo hacían todos los faraones, y recibir la corona con la cabeza rapada, pero se había negado a hacerlo y su padre había consentido en que conservara esas gruesas trenzas negro azabache que la peluquera en ese momento se enroscaba alrededor del brazo. Hatshepsut se contempló en el espejo de cobre bruñido mientras le aplicaban los afeites, y lo que vio la complació: una frente amplia y despejada; cejas rectas que estaban siendo extendidas con kohol hasta las sienes; ojos grandes y almendrados, con una expresión de profunda serenidad y sabiduría que le devolvían la mirada con aire crítico; una nariz delgada y recta; una boca sensual y voluble que siempre parecía a punto de sonreír. Pero el mentón la traicionaba: era un mentón cuadrado, enérgico, obstinado, inflexible, que denotaba la existencia de una voluntad indómita y una incontenible sed de poder. Cerró los ojos mientras se los rodeaban con kohol, y sus pensamientos volaron hacia sus antepasados y los dioses que la habían bendecido con el rostro más hermoso del mundo. No sonrió cuando volvió a abrir los ojos y vio la imagen reflejada, dorada por el cobre, oscura y misteriosa, con sus finos huesos puestos en evidencia ahora que le habían apartado el cabello de la cara. La imagen la contempló fijamente, y era la de una desconocida burlona y arrogante.
La transportaron al templo en una gran litera, sentada en un trono de respaldo alto; su portador de abanico, de pie junto a ella. Por sobre su exquisita cabeza se balanceaban las plumas de avestruz y la multitud, atónita, alcanzó a vislumbrar su cuerpo, recubierto de oro fundido, antes de postrarse sobre la polvorienta orilla del camino. Cuando se incorporaron, sólo alcanzaron a ver el brillo del sol sobre su cabello y el respaldo del trono. Detrás de ella avanzaban a pie los miembros más encumbrados de la nobleza: Ineni y su hijo; el visir del Norte y su hijo, el serio y augusto Hapuseneb; Tutmés, y el corpulento visir del Sur, conversando animadamente con el bromista User-amun. El joven Djehuty de Hermópolis caminaba con arrogancia, sin mirar a derecha ni a izquierda, y detrás de él Yamu-nefru de Nefrusi, envuelto con el manto de los nobles, un joven apuesto y orgulloso. Los adinerados terratenientes, los viejos y los nuevos ricos, desfilaban lentamente cubiertos de joyas y de telas costosas. Detrás de ellos caminaba Senmut, con una peluca larga y sus nuevas vestiduras hasta los tobillos. Ta-kha'et se había ocupado de adornarle cuidadosamente la cara con afeites y ungirle el cuerpo con aceite perfumado, pero todavía no ostentaba las insignias de su nuevo cargo y, por tanto, no era precedido por un portador de insignias. Aunque llevaba la cabeza echada hacia atrás mientras su mirada se perdía entre la gente, no sonreía, pues sus pensamientos estaban centrados en la Diosa fulgurante y pintada sentada sobre el trono elevado que avanzaba delante suyo. Tan grave y remota era la expresión de su rostro, que la plebe lo tomó por un noble.
Las macizas puertas del templo se encontraban abiertas y el Sumo Sacerdote, revestido con una piel de leopardo y plumas, los aguardaba con sus acólitos. La litera se detuvo y, cuando Hatshepsut descendió de ella, cada movimiento suyo era una nube de destellos dorados. Mientras observaba acercarse a su padre, permaneció inmóvil como una piedra. Sobre ella se cernía la enorme estatua de su padre, y los sacerdotes se apiñaban más allá, en el patio exterior, mientras el humo de incienso se elevaba sin cesar del templo. Tutmés le ofreció el brazo, ella se lo tomó y entraron juntos al templo, precedidos por el Sumo Sacerdote, mientras detrás de ellos los nobles se arremolinaban y colmaban el patio interior.
Las puertas del santuario habían sido abiertas de par en par, y todos estiraban la cabeza para poder lograr un atisbo, por fugaz que fuera, del Poderoso Amón. El faraón se adelantó, caminó hacia el Dios, se postró sobre el suelo de oro y colocó las insignias reales a sus pies. Sus palabras resonaron con intensidad.
«Heme aquí en vuestra presencia, oh rey de todos los Dioses, postrado a vuestros pies. En recompensa por lo que he hecho por Vos, os suplico otorguéis Egipto y la Tierra Roja a mi hija, Hija del Sol, Maat-Ka-Ra, que vivirá por siempre, como lo habéis hecho conmigo».
Se puso de pie y se hizo a un lado, haciéndole una seña a Hatshepsut con los ojos.
Entonces fue ella quien se postró y avanzó hasta el Dios arrastrándose por el suelo. Las baldosas de oro martillado olían a incienso, a flores y a polvo. Pensó en el Dios, en su belleza, en su providencia y, a medida que se acercaba a sus pies comenzó a elevarle una plegaria en voz baja. El silencio de los nobles postrados y atentos era tan profundo que era posible escuchar la respiración de cada uno, incorporándose a esa atmósfera cargada de incienso. Por último, los dedos de Hatshepsut tantearon los pies del Dios y permaneció tendida boca abajo ante él, con la mejilla contra el suelo y los ojos cerrados hasta recuperar las fuerzas.
Levantó la vista con la misma zozobra de quien implora una gracia.
—¡Muéstrame tu beneplácito, oh Amón, rey del mundo entero! —exclamó, y su voz reverberó contra el techo de plata.
En el recinto se oyó un siseo grave, como solicitando silencio, y nadie se movió. Todas las miradas estaban fijas en Amón, mientras el humo de los turíbulos le envolvía el rostro.
Senmut quedó atrapado por la creciente excitación reinante. Desde el lugar que ocupaba, en el extremo posterior del atrio, sólo alcanzaba a vislumbrar la cabeza del faraón y la del Sumo Sacerdote. No veía a Hatshepsut pero sí al dios sentado en su trono, con expresión remota y algo fría, y Senmut no pudo apartar la mirada de su efigie dorada. Un temor supersticioso se apoderó de él, suscitado no tanto por la presencia del dios sino por la actitud hierática y expectante de la gente, y de pronto deseó encontrarse lejos de la influencia de un dios capaz de mantener a sus fieles inmóviles, en un estado de total estupidez, aguardando algún tipo de señal prodigiosa.
Súbitamente de las gargantas de todos surgió un clamor que fue creciendo al ver que Amón, lenta, majestuosamente, con infinita gracia, inclinaba su áurea cabeza. Senmut sintió que las palmas de las manos se le empapaban con un sudor pegajoso y un escalofrío le recorría la columna, pero ya todos los presentes se encontraban de pie, bailoteando de alegría. Por encima del alboroto, oyó el sonido de las castañuelas y los sistros. Cuando el ruido se fue acallando y los ánimos se tranquilizaron, trepó al pedestal de un pilar, lo cual le permitió encontrarse algunos centímetros por encima de los demás. Entonces la vio, parada, pálida y triunfante a los pies del Dios, mientras Tutmés gritaba:
«A esta hija mía que os venera, que está unida a Vos, mi bienamada, le habéis conferido el mundo, se lo habéis colocado en las manos. ¡La habéis elegido reina!».
Cuando Buto y Nekhbet, Diosas del Norte y del Sur, se adelantaron con andar silencioso llevando entre ambas la doble corona, Hatshepsut cerró los puños y las palabras de su padre la siguieron martillando en la cabeza. ¡El mundo! ¡El mundo! ¡El mundo!, pensó exultante, así que cuando las diosas le hablaron de la corona roja del Norte y de la corona blanca del Sur, ella casi no les prestó atención. A Vos, poderoso Amón, y a Vos, Poderoso Tutmés, Amado de Horus, os ofrezco mi gratitud, exclamó en su interior. Sintió entonces el peso de la doble corona sobre su frente y, al levantar una mano para sujetársela vio a Senmut, un poco más alto que los demás, abrazado a un pilar, y los ojos de ambos se encontraron y se fusionaron por un instante. Eso la sacudió y le permitió salir de su ensimismamiento y seguir el resto de la ceremonia con la debida atención, mientras trataba de sofocar el estallido de triunfo que la embargaba.
Desde las profundidades del santuario tronó la voz del dios; el segundo prodigio del día:
«¡He aquí a mi Hija Viviente, Hatshepsut! ¡Contempladla, amadla y regocijaos en ella!».
De nuevo Senmut se estremeció: no deseaba servir a ese dios sino sólo a la Hija de ese dios. Se bajó del pedestal y se sentó con la mirada fija en el suelo mientras la ceremonia se aproximaba a su fin.
Rociaron a Hatshepsut con agua, que le refrescó la cansada nuca y le cubrió de brillo los pies. Luego le colocaron sobre los hombros el pesado manto ceremonial bordado con piedras preciosas y Tutmés le entregó el Cayado y el Desgranador. Ella aferró esos símbolos reales con fuerza, casi con ferocidad, los nudillos blancos al apoyárselos contra el pecho.
Luego, Tutmés la condujo al trono, debajo del cual asomaban el Loto Azul del Sur y el Papiro del Norte, y Hatshepsut tomó asiento con mucho cuidado.
El jefe de heraldos comenzó a proclamar sus títulos: Divinidad de las Diademas, Favorita de las Diosas, Aquélla Cuya Frescura Jamás Se Marchita, Horus, Que Vivirá por siempre, Maat-Ka-Ra, que Ostenta la Vida Eterna. Y una vez más le repitió, uno por uno, los títulos de su madre que le habían sido conferidos en Heliópolis. Había concluido y estaba a punto de saludarla con una reverencia y alejarse, cuando Hatshepsut levantó una mano y se hizo un silencio cargado de alarma.
—Todos esos títulos me pertenecen por el derecho que me otorga mi nacimiento divino —afirmó, con voz clara y fría—. Pero deseo cambiar mi nombre. Hatshepsut, la principal entre las Mujeres Nobles, es adecuado para una princesa, pero ya soy una reina. De ahora en adelante me llamaré Hatshepsut, La Primera entre las Favoritas.
Senmut rió para sus adentros cuando ella inició su procesión ritual alrededor del santuario, con la espalda bien erguida y movimientos lentos por el peso de la corona y del manto que barría el suelo dorado. ¡Qué típico de ella, de su desafiante pequeña princesa, seguir proclamando su superioridad a los cuatro vientos y delante de los dioses!, pensó.
Se escabulló del atrio y partió en busca de Benya, quien había decidido irse a pescar, al dar por sentado que el río estaba desierto. Senmut tuvo la sensación de que éste sería su último día de libertad y, si bien le entusiasmaba la perspectiva de su nuevo trabajo, contemplaba con nostalgia una juventud a punto de concluir y todos los ratos libres de que había disfrutado, dones más preciosos que el oro.
Los festejos se prolongaron durante toda la noche. Los habitantes de la ciudad bailaban y bebían por las calles y entraban y salían sin cesar de sus casas y sus tiendas hasta el amanecer. En el palacio, el tropel de invitados colmaba los salones y se desbordaba a los jardines. De todos los árboles colgaban lámparas y sobre el césped se habían colocado sillas y almohadones para que todos pudieran disfrutar de ese cálido aire primaveral. Hatshepsut, Tutmés y los nobles que los visitaban se encontraban sentados en el estrado, rodeados de flores; Senmut fue colocado entre los hombres jóvenes: Menkh, Hapuseneb, User-amun, Djehuty y otros, quienes bebían, solicitaban canciones, aplaudían y gritaban exacerbadamente y comían sin cesar. Senmut terminó de comer pronto y se echó hacia atrás para contemplar a todos los presentes; y ese otro ser que habitaba en él quedó serenamente complacido al observar las bufonadas de cientos de otros comensales. Había caído en un estado de arrobamiento cuando Hapuseneb arrimó su silla.