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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

La dama del arcángel: El Gremio de los Cazadores 3 (7 page)

Tras descartar la idea de que ningún ser podría volar en un aire tan denso, Elena se acercó al balcón. Dmitri había sido completamente sincero cuando le dijo que era pequeño. Tuvo que echar mano de todo su equilibrio para lograr subirse a la diminuta barandilla, pero, incluso entonces, el suelo seguía estando demasiado cerca.

Respiró hondo, extendió las alas y se lanzó en picado.

El suelo se acercó a una velocidad vertiginosa mientras ella batía las alas con fuerza y rapidez, sobrecargando sus músculos hasta niveles dolorosos. Al final estuvo a punto de rozar el césped con la punta de los dedos, pero consiguió remontar el vuelo, elevarse hasta que estuvo lo bastante alto para aprovechar las corrientes de aire. Le dolían los hombros debido a lo mucho que había volado aquel día, pero no lo suficiente para que le preocupara la posibilidad de caer desde el cielo.

Recuperó el aliento en una corriente rápida y se elevó aún más para que nadie que mirara hacia arriba pudiese reconocer de inmediato el inusual color de sus alas. El viento apartó el cabello de su rostro y amenazó con llenar de escarcha su piel. El frío la distrajo y estuvo a punto de pasar por alto un fugaz destello negro en lo alto.

Jason.

Vigilándola.

En un día normal aquello le habría sentado como un tiro, pero aquel día estaba demasiado preocupada por Rafael para darle importancia. En lugar de enfadarse, se prometió que le pediría al otro ángel que le enseñara algunos trucos para mezclarse con el tono del cielo. Le encantaban sus alas, pero a diferencia del inconfundible azul ribeteado en plata de las de Illium, el color de las suyas destacaba muchísimo en el cielo diurno. Al igual que ocurría con las de Jason, las alas de Elena estaban diseñadas para el intenso negro de la noche, y quizá más aún para los tonos del crepúsculo.

Cuando encontró una corriente cálida, se introdujo en ella como un pajarillo novato y le dio un respiro a sus músculos. De pronto se acordó de Sam, el niño ángel que se había visto envuelto en la narcisista búsqueda de poder de los adultos. Elena ni siquiera podía pensar en cómo lo había encontrado (un pequeño cuerpo acurrucado sobre sí mismo, con las alas rotas) sin sentir una mezcla caótica de furia y lástima. Lo único que lo hacía soportable era que el niño estaba recuperándose sin problemas.

Una ráfaga de viento la obligó a parpadear con rapidez. Cuando pasó, vio la Torre del Arcángel, que se alzaba sobre Manhattan, una estructura orgullosa e inquebrantable que sobrepasaba a los más altos rascacielos. Incluso en días como aquel, cuando el cielo parecía una amenazadora manta gris pizarra, la Torre se alzaba hacia el cielo como una resplandeciente columna de luz. Elena enfiló hacia ella utilizando las últimas fuerzas que le quedaban, segura de que Rafael se encontraría en el lugar desde el cual dirigía su territorio.

El amplio espacio de aterrizaje de la azotea de la Torre apareció instantes después, como si flotara entre las nubes. Era una visión sorprendente, pero ella no tuvo tiempo para apreciarla, porque había calculado mal la velocidad de descenso y ya era demasiado tarde para aminorarla.

—Sin dolor no hay gloria —murmuró por lo bajo y, mostrando los dientes en lo que su colega cazador y amigo ocasional, Ransom, había calificado como su «sonrisa kamikaze», se dispuso a aterrizar.

Recordó que debía extender las alas con sacudidas rápidas y cortas en cuanto sus pies tocaran el suelo, ya que había descubierto en dolorosísimas experiencias que, kamikaze o no, no era nada agradable aterrizar de rodillas. A pesar de su capacidad de sanación, cada vez mayor, aquello todavía dolía mucho. Al final acabó corriendo por la azotea después de aterrizar.

«Piensa en un paracaídas, Ellie.»

Cuando se acordó del consejo de Illium, ahuecó las plumas principales hacia dentro a fin de dejar de surcar el aire y empezar a frenar. Su cuerpo perdió velocidad. Sus pasos se hicieron cada vez más lentos… hasta que al final consiguió plegar las alas a la espalda.

—Bien —le dijo a la pared transparente que se encontraba a escasos dos centímetros de su nariz—. No ha estado mal. —Había estado a punto de acabar aplastada contra la cabina de cristal del ascensor.

La adrenalina aún seguía circulando por sus venas cuando abrió la puerta y pulsó el botón que haría subir el ascensor. Por supuesto, podría haber intentado aterrizar directamente en la terraza de la oficina de Rafael, pero lo más probable era que se hubiera roto algo más que unos cuantos huesos en el proceso, dada la reducida zona de aterrizaje. Y ya se había roto bastantes huesos durante el año y medio anterior, gracias.

El ascensor la llevó a la planta privada de Rafael en cuestión de segundos. Al salir, observó el pasillo blanco resplandeciente decorado con toques de oro: motas diminutas, casi microscópicas, en la pintura; hebras doradas entre los gruesos hilos blancos de la alfombra. Todo era de una gélida elegancia. Sus plumas atravesaron el matiz helado del aire, un frío que ya empezaba a neutralizar la descarga de adrenalina y a calar en la médula de sus huesos.

Elena se deshizo de aquella sensación glacial y entró en el amplio estudio que desembocaba en el dormitorio. Las nubes acariciaban el cristal de la pared posterior, bloqueando el resto del mundo, y a Elena le dio la impresión de estar encerrada en medio de la nada. Era una sensación desconcertante.

—¿Rafael?

Silencio.

Absoluto.

Interminable.

Sus sentidos no captaron la esencia del viento y de la lluvia en los alrededores. Ni el menor susurro de alas. Ni rastro de poder en el aire. Nada que delatara que Rafael estaba cerca. Aunque sabía que lo estaba.

Respiró hondo y lo buscó con la mente.

¿
Rafael
?

No sabía controlar sus pensamientos tan bien como el arcángel, no podía discernir si había llegado hasta él hasta que contestaba.

En aquella ocasión, la única respuesta que obtuvo fue más silencio.

Intranquila, atravesó la mullida alfombra del estudio para adentrarse en la habitación adyacente, una estancia que había visto de pasada la primera vez que estuvo en la Torre. Ocupaba casi la mitad de la planta —la otra mitad albergaba las habitaciones de los Siete— y era como otro hogar para Rafael. Volvió a llamarlo cuando entró en el salón, pero su nombre resonó en el vacío de un espacio que llevaba el sello masculino de su arcángel.

Nada de decoración innecesaria, nada de adornos. Los muebles eran de un elegante color negro, recios y pulidos, y de líneas sencillas que encajaban a la perfección con Rafael. Sin embargo, no era uno de esos lugares que carecen de alma. En contraste con el estilo relativamente moderno de los muebles, adornaba el salón un tapiz cuyos ricos tonos mostraban una imagen de una antigua corte. Cuando Elena entró en el dormitorio, entrevió un cuadro en la pared situada a su izquierda y…

Giró la cabeza a la velocidad del rayo.

El cuadro era un retrato suyo a tamaño real, con dagas en las manos, las alas extendidas y los pies afianzados sobre el suelo en una pose de combate. El cabello volaba hacia atrás, atrapado por algún viento juguetón. El artista la había plasmado con la cabeza algo inclinada hacia un lado, con una sonrisa a medio camino entre el deseo y el desafío, y una expresión divertida en los ojos. Tras ella se encontraba el hermoso paisaje montañoso del Refugio, y por delante… No aparecía en el retrato, pero Elena lo sabía. Delante de ella solo podía estar Rafael. Ella jamás miraría a otro de aquella forma.

Sus dedos se elevaron por voluntad propia para acariciar las gruesas pinceladas del óleo, lleno de color. No tenía ni la menor idea de cuándo lo habían pintado, pero sentía una inmensa curiosidad. Sin embargo, aquella curiosidad tendría que esperar, pensó mientras dejaba caer la mano. El extraño frío que impregnaba las estancias no hacía más que intensificar su necesidad de encontrar a Rafael.

Sacó el teléfono móvil y llamó a su casa mientras se dirigía al baño.

—Montgomery —dijo en cuanto respondió el mayordomo—, ¿está Rafael ahí?

—No, cazadora del Gremio. El sire todavía no ha regresado a casa.

—¿Podrías llamarme cuando lo ha…?

¿
Pretendes controlarme
?

Elena sintió un escalofrío en la espalda y cerró el teléfono móvil. Se volvió hacia la entrada del dormitorio y vio a un arcángel con los ojos convertidos en metal líquido y las alas enmarcadas por un poder letal. Su cabello, negro como la más negra de las noches, estaba enmarañado por el viento. Su cuerpo tenía un aspecto magnífico. Pero fueron sus ojos los que la atraparon.

En aquellos ojos vio antigüedad, crueldad y dolor.

Mucho dolor.

—Rafael. —Acortó la distancia que los separaba sin tener en cuenta el frío que había erizado todo el vello de su cuerpo—. Estaba preocupada por ti.

Soy un arcángel
.

Lo que no dijo fue que encontraba la preocupación de una mujer que hasta hacía poco había sido mortal (que en realidad todavía no era una auténtica inmortal) de lo más absurda.

Elena se negó a dejar que la intimidara. Su arcángel y ella se habían hecho algunas promesas. No estaba dispuesta a rendirse ante el primer obstáculo, ni aunque sintiera el latido acelerado de su pulso en la garganta y la parte animal de su cerebro le gritase que el depredador que estaba ante ella carecía de piedad alguna.

Estiró el brazo hacia él y echó la cabeza hacia atrás para enfrentar la intensidad de su mirada. El brillo metálico era tan inhumano que hería, y Elena sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas a modo de defensa instintiva. Parpadeó y apartó la mirada.

Te rindes con mucha facilidad
.

El peso del gélido aplomo que distinguió en su voz resultó de lo más desalentador, pero en realidad siempre había sabido que no sería nada fácil amar a aquel hombre.

—Si crees que me he rendido, arcángel, es que no me conoces en absoluto. —Contuvo las lágrimas y se acercó lo suficiente para rozarle el torso con los pechos.

La electricidad estalló entre ellos como un latigazo al rojo vivo.

Y el arcángel cobró vida. Introdujo una mano en el cabello de Elena y le echó la cabeza hacia atrás para apoderarse de su boca con un beso que era a la vez una reclamación y una advertencia. No estaba de humor para juegos.

Ella tampoco.

Elena le rodeó el cuello con los brazos y le devolvió el beso con idéntica pasión brutal. Acarició la lengua masculina con la suya en una provocación deliberada, porque sin importar cuánto ardiera, la necesidad de Rafael era algo que ella podía controlar. Y fue cuando él se volvió frío, cuando se envolvió de nuevo con la arrogancia de aquel poder que quedaba fuera del alcance de cualquier mortal, cuando la cazadora pensó que era posible que lo hubiera perdido. Incluso mientras aquella idea atravesaba su mente, percibió un cambio en el beso, un control sutil pero inconfundible. De eso nada, arcángel, pensó, y le dio un fuerte mordisco en el labio inferior. Sabía que aquello lo sacaría de sus casillas.

La mano masculina se tensó en su cabello y tiró de su cabeza hacia atrás.

¿
Crees que estás a salvo
?

Rafael metió la mano libre por debajo de su camiseta y aprisionó uno de sus pechos con aquellos dedos largos y fuertes en un descarado gesto de posesión.

—¿A salvo? —Elena respiró hondo y deslizó los dedos por la parte del ala derecha masculina que tenía a su alcance—. Tal vez no. —
Pero, de todos modos, siempre he deseado bailar contigo
.

Él apretó la carne sensible que tenía bajo la palma de la mano.

En ese caso, baila
.

Su camiseta desapareció de repente, desgarrada, y quedó desnuda de cintura para arriba. Elena extendió las alas sin traba alguna y tironeó de la camisa del arcángel. El tejido se desintegró en un abrir y cerrar de ojos, y ella se encontró piel contra piel con un arcángel que ardía despidiendo una gélida llama blanca.

Un miedo real la invadió por primera vez.

Jamás se había liado con él cuando se encontraba en aquel estado, jamás había estado tan cerca de aquella fuerza letal, jamás había notado la quemazón del hielo sobre la piel. La sensación era excitante y aterradora a un tiempo. Reprimió el miedo, se acercó más… y frotó su vientre suave contra el rígido bulto de su erección.

Rafael cambió de posición sin avisar y le aplastó la espalda contra la pared, aunque a Elena le dio tiempo a extender las alas a ambos lados. Cogió aliento justo un instante antes de que él se lo robara con el más primario de los besos. Un segundo después, Rafael empezó a desgarrar lo que le quedaba de ropa para dejarla desnuda y vulnerable. Cuando colocó las manos por debajo de sus muslos y la alzó, el instinto llevó a Elena a rodearle la cintura con las piernas.

La llama gélida, helada, del poder masculino acarició por fin la zona más sensible de su cuerpo.

6

E
stremecida, Elena interrumpió el beso. Rafael se negó a dejar que se apartara y se apoderó una vez más de su boca tirando del cabello que tenía encerrado en el puño. Aquello debería haberla asustado, pero lo único que consiguió fue incrementar su determinación a ganar aquella batalla, a sacar a Rafael del abismo que se apreciaba en la negrura invernal de sus ojos. Había visto muchos colores en aquellos ojos, pero jamás esa oscuridad vasta y desoladora.

Arcángel
, susurró en su mente en un intento por mantener la cordura mientras él apretaba la punta endurecida del pezón con unos dedos que conocían todas y cada una de sus debilidades.
Rafael

No respondió. Y la gélida caricia de su poder se volvió tan intensa que Elena no pudo mantener los ojos abiertos. Enterró las manos en el cabello masculino y apretó los muslos alrededor de su cintura mientras el mundo se volvía oscuro. Algo iba mal. Muy, muy mal. Sin embargo, Elena no pensaba dejar que la ahuyentara, a pesar de que el miedo le producía un cosquilleo en la garganta, un matiz discordante con la necesidad que ya había humedecido su cuerpo para prepararlo.

Por más letal que fuera aquella criatura, aún era suya, y su cuerpo lo conocía. Conocía el placer que podía proporcionarle. Aquel día, sin embargo, tal vez sazonaría ese placer con un toque de crueldad sensual. Resultaba tentador rendirse, permitirle que jugara con ella con su consumada destreza, pero el instinto le decía que aquella sería la forma más rápida de perder la batalla. De perderlo a él… frente a los demonios que habían convertido el azul imposible de sus ojos en el tono duro e inclemente de la medianoche.

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