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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

La dama del arcángel: El Gremio de los Cazadores 3 (3 page)

En aquel momento, con la espalda apoyada en el frío cristal, no protestó cuando Rafael colocó las manos sobre la ventana a ambos lados de su cabeza y se inclinó hacia ella. Se limitó a deslizar los dedos desde su pecho musculoso hasta sus caderas para anclarlo al presente, a ella, mientras le preguntaba sobre una pesadilla.

—¿Si tu madre despierta lo sabrías?

—Cuando era niño —su piel estaba caliente, pero sus ojos reflejaban un tono metálico inhumano— teníamos un vínculo mental. No obstante, desapareció cuando crecí y ella se sumió en la locura. —Perdió la mirada en algún punto situado a la espalda de Elena, en aquella noche negra como el carbón.

Elena estaba acostumbrada a luchar por lo que necesitaba, por lo que deseaba. Había tenido que hacerlo para sobrevivir. Y aquello la había endurecido. Sin embargo, lo que sentía por aquel hombre, por aquel arcángel, era una necesidad más fuerte y poderosa, una necesidad que le otorgaba una perspicacia que solo como cazadora nunca habría tenido.

—Basta.

Una mirada silenciosa ribeteada de una fina capa de escarcha. Una escarcha formada por la miríada de ecos oscuros que revoloteaban en la memoria del arcángel.

—Si permites que su recuerdo destruya esto —añadió, negándose a dejarse intimidar—, que destruya lo que hay entre nosotros, dará igual que Caliane sea o no la durmiente. El daño estará hecho… y lo habrás hecho tú.

Se produjo un silencio largo y tenso, pero estaba claro que había conseguido atraer toda la atención de Rafael.

—Tú —dijo él mientras extendía las alas para impedir que viera el resto de la estancia— me manipulas.

—Yo cuido de ti —lo corrigió ella—. Igual que tú cuidaste de mí esta mañana, cuando no me dejaste responder a la llamada de mi padre. —Cuando aquello sucedió, Elena se había puesto impertinente, pero solo porque estaba preocupada. Y odiaba estar preocupada. Sobre todo por las heridas que Jeffrey Deveraux repartía con tan cruel despreocupación—. Ese es el trato, así que aprende a soportarlo.

Rafael deslizó el pulgar por su mejilla.

—¿Y si no lo hago? —Una pregunta fría.

—Deja de buscar pelea. —Elena sabía qué era lo que lo agobiaba: que la locura de sus padres se manifestara un día en su propia mente y lo convirtiera en un monstruo. Pero ella jamás permitiría que ocurriera algo semejante—. Si caemos, caeremos juntos. —Un sutil recordatorio. Una promesa solemne.

Elena

Rafael colocó la palma de una mano sobre sus costillas, justo por debajo de los pechos, mientras trazaba el contorno de sus labios con el pulgar de la otra mano en una suave caricia.

—Si tu madre despertara —murmuró ella. De pronto, la camiseta le rozaba los pezones—, ¿qué le ocurriría?

—Algunos dicen que un sueño largo sana la demencia de la edad, así que quizá pudiera volver a formar parte del Grupo. —Sin embargo, su voz decía que no creía que aquello fuera posible.

—¿El resto del Grupo intentará localizarla para matarla antes de que eso ocurra?

—Aquellos que duermen son sagrados —respondió Rafael—. Herir a un durmiente es violar una ley tan antigua que forma parte de nuestra memoria racial. Con todo, no existe ninguna ley que prohíba una búsqueda.

Elena sabía sin necesidad de preguntarlo que su arcángel llevaría a cabo dicha búsqueda. Lo único que podía esperar era que no descubriera una pesadilla de carne y hueso.

—Hablaré con Jason —añadió Rafael—. Quiero saber si ha escuchado algún rumor sobre este asunto que todavía no haya llegado a mis oídos.

—¿Ya está curado? —El jefe de espionaje de Rafael había resultado herido en la misma violenta explosión de poder que había destruido la ciudad y había aplastado a Elena contra el suelo—. ¿Y Aodhan? —Los dos ángeles se habían negado a abandonarla para ponerse a salvo, aunque eran más rápidos y fuertes. Incluso mientras caían hacia el suelo inclemente, la habían protegido con su cuerpo para llevarse lo peor del golpe.

—Si tú lo estás —respondió Rafael mientras deslizaba la mano hasta su cintura—, está claro que ellos ya no presentan herida alguna.

Porque ella era una inmortal recién creada y Jason tenía centenares de años. Con respecto a Aodhan no estaba segura: era un ser tan «extraño» que resultaba difícil decirlo. Aunque el hecho de que formara parte de los Siete de Rafael hablaba por sí solo.

—Pekín… ¿Hay alguna señal de recuperación? —La ciudad solo existía en los recuerdos después de los sucesos de aquella noche sangrienta; habían muerto tantas personas que Elena no podía pensar en ello sin sentir una opresión en el pecho, una carga pesada, negra y teñida con el sabor de la muerte.

—No. —Una respuesta rotunda—. Pasarán siglos antes de que la vida vuelva a echar raíces en ese lugar.

La extraordinaria capacidad de poder que quedaba implícita en aquel comentario resultaba amedrentadora. De repente, Elena fue consciente de la fuerza del hombre que la estrechaba en un abrazo; en un abrazo que ella jamás podría romper si él decidía mantenerla prisionera. Debería haberse asustado. Pero si había una cosa que sabía con certeza era que con Rafael cualquier lucha sería a plena luz. No habría dagas en la oscuridad, ni hojas de acero ocultas tras una máscara civilizada… como sí ocurría con las palabras hirientes de otro hombre que en su día había asegurado amarla.

Sintió un aguijonazo en el alma.

—No puedo evitar a mi padre para siempre —le dijo al tiempo que apoyaba la espalda en el cristal una vez más. El frío de la ventana resultaba casi doloroso contra las alas—. ¿Qué crees que dirá cuando me vea? —Por lo que Jeffrey sabía, Rafael había salvado su cuerpo maltrecho y moribundo convirtiéndola en vampiro.

Rafael sujetó la mandíbula de su cazadora con una mano y colocó la otra detrás de su cabeza.

—Te verá como una oportunidad. —Palabras honestas, porque él nunca le mentiría—. Como una forma de conseguir acceso a los pasillos del poder angelical.

De haber sido por él, a esas alturas Jeffrey Deveraux estaría pudriéndose en una tumba desconocida, pero Elena amaba a su padre a pesar de la crueldad del hombre.

En aquel momento, Elena se abrazó y sus palabras, cuando llegaron, fueron como fragmentos de un dolor que se desgarraba.

—Conocía la respuesta antes de preguntar… pero una parte de mí no puede evitar albergar la esperanza de que quizá esta vez llegue a amarme.

—Del mismo modo que yo no puedo evitar albergar la esperanza de que mi madre despierte y sea de nuevo la mujer que me cantaba canciones de cuna que dejaban al mundo embelesado. —La estrechó en un abrazo demoledor y apretó los labios contra su frente—. Los dos somos unos estúpidos.

Un trueno restalló en aquellos instantes, y un relámpago iluminó la siniestra oscuridad que había al otro lado del panel de cristal. Un relámpago que arrancó destellos plateados al cabello de Elena y convirtió sus ojos en mercurio. Aquellos ojos, pensó Rafael mientras bajaba la cabeza para apoderarse de sus labios, cambiarían con el paso de los siglos hasta llegar a adquirir el aspecto que tenían bajo la luz de la tormenta.

Ven, cazadora del Gremio. Es tarde
.

—Rafael. —Un susurro íntimo contra sus labios—. Tengo mucho frío.

La besó de nuevo y acercó una mano a su pecho. Luego la llevó al núcleo de una tempestad mucho más exigente en su hambre arrolladora que los vientos que aullaban fuera.

La pesadilla regresó aquella noche. Elena debería haberlo supuesto, pero se vio arrastrada a tal velocidad hasta las ruinas sangrientas de lo que una vez había sido el hogar de su familia que no tuvo oportunidad de reaccionar.

—No, no, no… —Cerró los ojos en un infantil gesto de desafío.

Pero el sueño la obligó a abrirlos. Y lo que vio la dejó paralizada, con el pulso frenético del pánico palpitando en la garganta.

No había cuerpos destrozados sobre un suelo resbaladizo cubierto de rojo. Sangre. Había sangre por todas partes. Más sangre de la que había visto jamás.

Fue entonces cuando comprendió que, después de todo, no se encontraba en la cocina donde habían asesinado a Ari y a Belle. Estaba en la cocina del Caserón, la casa que su padre había comprado después de que sus hermanas… Después. Cacerolas resplandecientes colgaban de ganchos situados en un largo estante de madera; un frigorífico enorme zumbaba discretamente en el rincón. El horno era un edificio de acero brillante que siempre la había aterrado y con el que había guardado las distancias.

Aquella noche, sin embargo, ese acero estaba cubierto de una capa de color rojo óxido que le provocó arcadas, que le hizo tambalearse y apartar la mirada… Hacia los cuchillos. Estaban por todas partes. En el suelo, sobre la encimera, en las paredes. Todos chorreaban, todos mostraban gruesas gotas del más intenso de los rojos… y otras cosas más carnosas.

—No, no, no… —Elena rodeó con los brazos aquel cuerpo suyo delgado y frágil, propio de una niña, mientras paseaba la mirada por aquella estancia de pesadilla en busca de un refugio seguro.

La sangre y los cuchillos se habían desvanecido.

La cocina estaba inmaculada una vez más. Y hacía frío. Muchísimo frío. Siempre hacía mucho frío en el Caserón, aunque encendieran la calefacción.

Un cambio en el sueño… Se había equivocado, pensó. Aquel lugar frío no estaba inmaculado, después de todo. Había un zapato de tacón alto sobre una baldosa blanca.

Luego vio la sombra en la pared, balanceándose de un lado a otro.

—¡No!

—Elena. —Unas manos que le sujetaban los brazos con fuerza. El aroma limpio del mar en su mente—. Cazadora del Gremio.

Las palabras atravesaron los vestigios del sueño y la arrastraron de vuelta al presente.

—Estoy bien. Estoy bien. —Las palabras salieron de forma abrupta, como inconexas—. Estoy bien.

Rafael la estrechó entre sus brazos cuando intentó saltar de la cama. Elena no sabía para qué quería salir de la cama, pero tenía claro que nunca conseguía recuperar el sueño cuando los recuerdos la atormentaban con tanta fuerza.

—Necesito…

El arcángel cambió de posición para cubrirla casi por completo y extendió las alas a fin de encerrarla en una oscura y sensual intimidad.

—Calla,
hbeebti
. —El cuerpo masculino, muy pesado, constituía un efectivo escudo que la protegía de la sombra balanceante que la había acosado a través del tiempo.

Cuando Rafael agachó la cabeza y empezó a murmurarle palabras más apasionadas en el idioma que formaba parte de su herencia materna, Elena alzó los brazos y le rodeó el cuello con la intención de acercar su cabeza, con la intención de ahogarse en él. No obstante, Rafael la estrechó con fuerza y se incorporó sobre un brazo para poder mirarla.

—Cuéntamelo.

Después del día en que su familia quedó destrozada, Elena siempre se había cerciorado de abrazar a Beth para asegurarse de que su hermana pequeña no notaba el frío. Sin embargo, nunca había tenido a nadie que la abrazara a ella; nadie que hiciera añicos el bloque de hielo que se formaba alrededor de sus órganos durante las horas posteriores a una pesadilla. Por esa razón, tardó un tiempo en pronunciar las palabras. Pero Rafael era inmortal. La paciencia era una lección que había aprendido mucho tiempo atrás.

—No tenía sentido —dijo al final con una voz desgarrada, como si hubiera estado gritando—. Nada tenía sentido.

Su madre no había hecho lo que había hecho ella en la cocina. No. Marguerite Deveraux había atado la soga con mucho cuidado a la barandilla que rodeaba la primera planta. Su hermoso y brillante zapato de tacón había caído sobre el suelo de cuadros blancos y negros que cubría el majestuoso vestíbulo del Caserón.

Un zapato de color rojo cereza; un zapato que durante una fracción de segundo había llenado de esperanzas el corazón de Elena. Por un instante creyó que su madre había regresado con ellos, que por fin había dejado de llorar… que por fin había dejado de gritar. Luego miró hacia arriba. Y vio algo que nunca se borraría de su mente.

—Todo estaba mezclado.

Rafael no dijo nada, pero ella sabía con absoluta seguridad que contaba con toda su atención.

—Creí… —dijo mientras apretaba los hombros masculinos con las manos—. Creí que las pesadillas desaparecerían cuando matara a Slater. Ese monstruo nunca volverá a hacer daño a las personas a las que quiero, así que ¿por qué no han desaparecido? —Las palabras sonaron temblorosas, pero no por el miedo, sino por una rabia tensa e implacable.

—Son nuestros recuerdos los que nos hacen ser quien somos, Elena —respondió Rafael, como un eco de algo que ella misma le había dicho una vez—. Incluso los más siniestros de todos.

Elena extendió una mano sobre su pecho para sentir los latidos de su corazón. Fuertes, regulares, constantes.

—Nunca olvidaré nada —susurró—. Pero desearía que los recuerdos dejaran de atormentarme. —Se sentía como una traidora por decir algo así, por atreverse a desear algo semejante cuando Ari y Belle habían vivido la pesadilla en sus propias carnes. Cuando su madre había sido incapaz de escapar de ella.

—Lo harán. —Su tono destilaba sabiduría—. Te lo prometo.

Y puesto que jamás había incumplido ninguna de las promesas que le había hecho, Elena permitió que la abrazara durante el resto de la noche. El amanecer introducía ya sus delgados dedos de tonos rosados y dorados cuando la dulzura del sueño la atrapó en sus redes.

Sin embargo, la paz duró solo un parpadeo. O eso le pareció a ella.

Elena
.

Una ola rompiendo en su cabeza, un fresco efluvio de tormenta.

Aún adormilada, Elena abrió los ojos y descubrió que se encontraba sola en aquella cama bañada por el sol. Las nubes de tormenta habían desaparecido y habían dejado paso a un cielo sorprendentemente azul.

—Rafael. —Un vistazo al reloj le confirmó que era media mañana. Se frotó los ojos y se sentó en la cama—. ¿Qué pasa?

Ha ocurrido algo que requiere tus habilidades
.

Sus sentidos despertaron de golpe a causa de la emoción. Sus músculos mentales se flexionaron con la misma sensación entre el dolor y el placer que sintió cuando levantó los brazos y arqueó la espalda para desperezarse.

¿
Adónde quieres que vaya
?

A un colegio de la zona norte. Se llama Eleanor Vand

Elena dejó caer los brazos y sintió un nudo en el estómago, de puro terror.

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