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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

La costa más lejana del mundo (4 page)

»Por tanto, cuando todos ellos oían el sonido de la trompeta, la flauta, el cuerno, el clarinete, el tambor, el pífano o cualquier otro instrumento musical, se quitaban el sombrero y adoraban la imagen pintada de azul y dorado que sir Francis Ives, el comandante general, había mandado colocar en el alcázar.

»Pero una mañana, un oficial que vigilaba reprendió a un excelente pero irreflexivo marinero.

»Entonces se acercó a sir Francis Ives y exclamó: "¡Larga vida al comandante general!".

»Después dijo: "Usted, comandante general, ha ordenado a todos que cuando oigan el sonido de la trompeta, la flauta, el cuerno, el clarinete, el tambor, el pífano o cualquier otro instrumento musical se quiten el sombrero y adoren la imagen pintada de azul y dorado, y ha dicho que los que no se quiten el sombrero ni adoren la imagen serán castigados".

»Luego dijo: "Un marinero a quien usted ha nombrado suboficial y ha encomendado la cofa del mayor no le obedeció a usted, comandante general, esta mañana, porque no se quitó el sombrero ni adoró la imagen que usted mandó colocar en el alcázar".

»Sir Francis Ives, lleno de rabia, mandó a buscar al encargado de la cofa del mayor, y enseguida varios marineros llevaron a ese hombre ante él.

»Sir Francis Ives cambió de expresión y lanzó una mirada furibunda al encargado de la cofa del mayor.

»Entonces ordenó que colocaran el enjaretado en la cubierta, leyeran el Código Naval y llamaran a los ayudantes del contramaestre, a quienes mandó coger el azote de nueve cabos.

»Después ordenó a los hombres más fuertes del navío que cogieran al encargado de la cofa y lo amarraran al enjaretado, y le impuso el castigo de una docena de azotes.

»El encargado de la cofa, con los pantalones y los zapatos puestos, pero sin chaqueta ni camisa, fue amarrado al enjaretado y azotado una docena de veces.

»El encargado de la cofa tenía el cuerpo dolorido por el castigo que le había impuesto el comandante general.

»Aquí acaba la primera lección.

»Ahora, señora —añadió Sutton, hablando de nuevo como un ser humano—, he llegado a lo que quería demostrarle. Cuando Cumby terminó de leer esto, el almirante, que hasta ese momento había tenido una expresión grave como la de un juez que va a condenar a un reo a la horca, y todos los demás oficiales se rieron a carcajadas. Entonces el almirante concedió a mi primo tres meses de permiso en Inglaterra y le ordenó que el día que regresara fuera a comer con él al buque insignia. Eso era lo que yo quería demostrarle, ¿sabe?, que sir Francis puede ser muy severo, pero también muy amable.

* * *

«Nunca se sabe cómo va a comportarse», se dijo Jack cuando iba en la falúa al buque insignia la mañana siguiente muy temprano. El comandante general no mandó izar banderas de señales para ordenarle que fuera a esa hora intempestiva porque el
Avon
había llegado al amanecer, pero traía numerosos despachos y sacas de correo, entre las que había una llena para la
Surprise
. De las cartas que había recibido el capitán de la
Surprise
, mejor dicho, de las que estaban relacionadas con cuestiones financieras, se deducía que era necesario que obtuviera el mando de un barco, preferiblemente de una fragata, porqué eso le permitiría conseguir botines y resolver con ellos sus problemas económicos, y, por tanto, la opinión de sir Francis tenía ahora más importancia que antes. Las otras cartas, las de Sophie y los niños, se las había guardado en el bolsillo para leerlas otra vez mientras esperaba al almirante.

Jack oyó a Bonden, que gobernaba la falúa, toser fuertemente, y volvió la vista hacia donde él miraba y vio que el
Edinburgh
, un navío al mando de Heneage Dundas, un íntimo amigo suyo, estaba entrando en el puerto. Entonces miró hacia Stephen, que estaba abstraído en sus meditaciones y tenía una expresión grave. Stephen también se había metido algunas cartas en el bolsillo para volver a leerlas. Una era de su esposa Diana, en la cual decía que había oído una absurda historia: que él había tenido relaciones con una pelirroja italiana. Además decía que la historia le parecía absurda porque él sabía que si la humillaba delante de personas que pertenecían a su mundo, le guardaría rencor; y que sabía que ella no era un ejemplo de moralidad, pero que no soportaría ser vejada por nadie en el mundo, ni por un hombre ni por una mujer ni por una ternera estéril. «Tengo que solucionar esto enseguida», se dijo Stephen, que sabía que su esposa era tan hermosa como irascible y resuelta.

Las otras cartas que Stephen recibió eran de sir Joseph Blaine, el jefe del servicio secreto de la Armada. La primera era una carta oficial en la que felicitaba a su «querido amigo Maturin» por haber dado «un certero golpe» que tal vez les permitiría eliminar a todos los espías franceses de Malta. Desde hacía demasiado tiempo, cuando los ingleses planeaban realizar alguna operación en el Mediterráneo o en las costas de Asia y África, se encontraban con los franceses casi antes de empezarla, lo que demostraba que se enviaba información secreta a Francia desde Malta. La situación era tan difícil que el Almirantazgo había mandado a la isla al vicesecretario interino, el señor Wray, para que averiguara lo que ocurría; sin embargo, el golpe en cuestión lo había dado Maturin solo cuando descubrió quiénes eran el jefe de los agentes secretos franceses en Valletta y su principal colaborador, un hombre llamado Boulay, originario de las islas del canal, que era un alto cargo de la administración británica y que, por su posición, conocía los planes y las actividades que tenían valor para el enemigo. Maturin hizo ese descubrimiento después de realizar una serie de maniobras con la involuntaria colaboración de Laura Fielding, pero apenas unas horas antes de que tuviera que marcharse de Valletta, y eso le obligó a enviar la información a otras dos personas, a Wray, que se encontraba en Sicilia, y al comandante general, que estaba en las inmediaciones de Tolón, para que pudieran actuar adecuadamente. Obró así en contra de su voluntad, ya que inevitablemente las cartas pondrían de manifiesto que era uno de los colaboradores de sir Joseph, algo que prefería mantener en secreto, sobre todo porque se había negado a cooperar con Wray y con el consejero oriental del almirante, el señor Pocock. Wray era un recién llegado al servicio secreto de la Armada y procedía del Ministerio de Hacienda, y Maturin había pensado que aquel asunto era demasiado delicado para dejarlo en manos de alguien inexperto, y además, sabía que Wray no gozaba de la confianza de sir Joseph, si bien eso no le sorprendía porque, a pesar de que era inteligente e instruido, era ambicioso, presumido y poco discreto, y, además, le gustaba jugar haciendo grandes apuestas. También Pocock era inexperto, pero dirigía bien la red local de espionaje creada por el almirante. A pesar de que Wray y Pocock le parecieran aún menos capacitados para ocupar sus cargos o fuesen estúpidos, Maturin habría escrito esas cartas, porque el descubrimiento era muy importante y debía comunicarlo a los dos destinatarios para que el primero que regresara a Valletta se valiera de esa información para destruir la red de espionaje francesa en media hora, sólo con la ayuda de una brigada de soldados al mando de un cabo. Aunque escribir esas cartas significara revelar su identidad a diez personas más, las habría escrito, sobre todo la dirigida a Wray, quien probablemente iba a llegar a Malta antes que el almirante. Maturin era un espía experimentado y tenía la perspicacia y la prudencia suficientes para escapar de diversas redadas en las que habían muerto muchos colegas, algunos después de ser torturados; sin embargo, no era omnisciente y podía cometer errores. No sospechaba que Wray era un colaborador de los franceses y que admiraba a Bonaparte tanto como él le odiaba. Creía que Wray era un hombre listo, falso y pretencioso, pero no sabía que era un traidor, ni siquiera lo sospechaba.

Desde que salió de Valletta había tratado desesperadamente de saber cuál había sido el resultado de sus cartas. Habría subido a bordo del buque insignia en cuanto llegó al puerto si no hubiera sido porque tenía que respetar el protocolo naval y porque era tan poco habitual que un cirujano se entrevistara con el señor Pocock que eso suscitaría comentarios y provocaría que sospecharan de él, por lo que dejaría de ser útil como espía y su vida correría peligro.

Pero había recibido otras cartas de sir Joseph, cartas personales con algunos pasajes de los cuales había que hacer la descodificación, tanto en sentido literal como figurado. En esas cartas, que rezumaban desaliento, sir Joseph hablaba veladamente de las rivalidades entre los miembros de Whitehall e incluso dentro de su propio departamento, de la influencia que algunos ejercían solapadamente en la Junta y de que a sus amigos y colaboradores les negaban el ascenso y les cambiaban de puesto. Sin embargo, la carta más reciente la había escrito en un tono muy diferente, y en ella alababa el trabajo que había hecho en Estados Unidos una persona que había informado al Almirantazgo de que ahora se iba a llevar a cabo una operación planeada por el Ministerio de Marina norteamericano cuya realización había sido aplazada muchas veces. Contaba que la operación se realizaría en el Pacífico y que con el fin de hacer más breves los mensajes, la habían llamado Felicidad. Y al final había escrito: «No le cansaré con detalles, puesto que se los darán en el buque insignia, pero creo que vale la pena ver los coleópteros de esas costas alejadas del mundo antes que llegue la tormenta, y también perseguir la Felicidad».

«Esa es la persecución más vana del mundo», pensó Stephen, pero destinaba a eso una pequeña parte de su actividad mental, pues el resto lo dedicaba a imaginar qué había pasado en Malta, y a encontrar la forma de explicar cuanto antes a Diana lo que había hecho para evitar que cometiera una de sus características acciones irreflexivas.

¿Qué barco va? —preguntó un marinero del
Caledonia.


¡Surprise!
—respondió Bonden, y en el buque insignia empezaron inmediatamente los preparativos para la ceremonia con que debía recibirse a un capitán de navío.

Aunque el doctor Maturin había pasado muchos años navegando, no había adquirido la habilidad de un marinero, y muchas veces se había caído entre la lancha en que viajaba y los diversos barcos de la Armada con que ésta se había abordado. También había caído entre una típica embarcación maltesa y el muelle de piedra del puerto, entre una barcaza del Támesis y el muelle llamado Wapping Old Stairs y entre otras embarcaciones menos estables y otros muelles. Ahora, aunque los tripulantes del
Caledonia
habían extendido por el costado una amplia y elegante escala con los pasamanos y los cabos que formaban los escalones cubiertos de terciopelo rojo, y aunque el mar estaba en calma, estuvo a punto de caerse por el agujero que había entre el escalón más bajo y el siguiente, pero Bonden y Doudle, el primer remero, que estaban acostumbrados a sus extravagancias, le cogieron enseguida y volvieron a ponerle en el escalón mientras él, con un rasponazo en la espinilla y la media rota, profería maldiciones.

Al llegar al alcázar, donde Jack ya estaba hablando con el capitán del
Caledonia
, vio al doctor Harrington, el médico de la escuadra, que se acercó a él rápidamente y, después de saludarle cordialmente y de hablar brevemente de la actual epidemia de gripe, le pidió que fuera a ver dos casos de escarlatina tan curiosos que nunca había visto otros como esos. Los enfermos eran gemelos y la enfermedad se había manifestado exactamente igual.

Todavía estaban examinando a los pacientes cubiertos de manchas cuando llegó un marinero y dijo al doctor Maturin que el señor Pocock le rogaba que fuera a verle en cuanto estuviera libre.

En cuanto Stephen posó su ansiosa mirada en el rostro de Pocock, supo que alguien había fallado.

No me diga que no capturaron a Lesueur —dijo en voz baja, cogiendo a Pocock por un brazo.

Creo que se enteró de que el señor Wray iba a buscarle —dijo Pocock—. Desapareció sin dejar rastro. Pero fueron apresados cinco colaboradores suyos, unos italianos y otros malteses, y Boulay se suicidó antes de que pudieran arrestarle, o al menos eso es lo que dicen.

¿Los malteses y los italianos dijeron algo cuando les interrogaron?

Parece que, a pese a querer colaborar, no tenían nada que confesar. Eran tipos sin importancia, mensajeros y asesinos a sueldo que trabajaban para hombres casi desconocidos. El señor Wray no estaba satisfecho porque no pudieron decirle nada antes de que les entregara al pelotón de fusilamiento.

¿Le dio algún mensaje para mí?

Le manda felicitaciones por el éxito obtenido y lamenta mucho su ausencia. Le ruega que le disculpe por no haberle escrito, pero dice que está muy turbado y, además, que yo puedo contarle lo que hizo. Dice que no tiene palabras para expresar cuánto lamenta que André Lesueur haya escapado, pero que confía en que será apresado pronto, ya que el Gobierno ha puesto precio a su cabeza: cinco mil libras. También confía en que la muerte de Boulay habrá puesto fin a la comunicación secreta entre Malta y Francia.

Después de un breve silencio, Maturin dijo:

Me pareció que tenía dudas acerca de la muerte de Boulay.

Sí —dijo Pocock y colocó los dedos de modo que la mano tomó la forma de una pistola y luego se acercó la mano a la sien—. Boulay se saltó la tapa de los sesos, pero, a pesar de que era zurdo, tenía la pistola a la derecha de su cabeza cuando le encontraron.

Stephen asintió con la cabeza mientras pensaba que frecuentemente morían personas en circunstancias poco claras en los sectores más altos de los servicios secretos.

Espero que al menos hayan otorgado el perdón a la señora Fielding y que ya no sospechen de ella.

¡Oh, sí! —dijo Pocock—. El señor Wray se ocupó de eso inmediatamente y dijo que era lo menos que podía hacer por usted, después de sus esfuerzos. También me encargó que le dijera que se marcha a Inglaterra y que si puede servirle en algo, lo hará con mucho gusto. Esta noche partirá un mensajero para llevarle despachos.

El señor Wray es muy amable —dijo Stephen—. Tal vez aproveche su amabilidad. Sí, le confiaré una carta que quisiera que mi esposa recibiera lo antes posible.

Ambos se quedaron pensativos un rato y después hablaron de otro tema.

Ha visto el informe oficial del capitán Aubrey sobre lo ocurrido en Zambra, ¿verdad? —preguntó Stephen—. No voy a hablar del aspecto náutico del asunto, porque no me corresponde hacerlo, pero, puesto que estaba encargado del aspecto político, me gustaría saber cómo serán de ahora en adelante nuestras relaciones con el dey.

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