Me convendría estar en ella aunque fuera pocas semanas —dijo Hollom con fingida alegría y, como si quisiera agarrarse a un clavo ardiendo, añadió—: Si usted me admite en la fragata, estoy dispuesto a colgar mi coy incluso delante del palo mayor.
No, no, Hollom, no serviría de nada —dijo Jack, negando con la cabeza—. Pero, si quiere, puedo prestarle esto hasta que consiga un botín y pueda devolvérmelo.
Es usted muy amable, señor —dijo Hollom, apretando las manos tras la espalda—, pero no soy…
Nunca dijo lo que no era. Su falsa expresión alegre se transformó en una extraña mueca, y Jack supuso que iba a llorar.
De todos modos —añadió—, se lo agradezco mucho, señor. Buenos días.
«¡Maldita sea! ¡Maldita sea! Esto es un maldito chantaje», se dijo Jack cuando Hollom, caminando muy erguido, comenzó a alejarse. Después, alzando la voz, llamó:
¡Señor Hollom! ¡Señor Hollom! —Luego escribió algo en su cuaderno de bolsillo, arrancó la hoja y añadió—: Preséntese a bordo de la
Surprise
para incorporarse a su tripulación antes de mediodía y entregue esto al oficial de guardia.
Después de avanzar unas cien yardas, Jack se encontró con el capitán del
Namur
, Billy Sutton, que era amigo suyo desde que ambos navegaron juntos en el
Resolution
cuando eran guardiamarinas.
¡Billy! —exclamó Jack—. No pensaba encontrarte aquí. No vi llegar al
Namur
. ¿Dónde está?
Está haciendo el bloqueo a Tolón y Ponsoby se quedó al mando. Me han elegido otra vez como representante de Rye en el Parlamento y me iré a Inglaterra en el barco de Stopford.
Después de hablar del Parlamento, de los barcos y de los capitanes interinos, Sutton dijo:
Pareces triste, Jack, tan triste como una gata que hubiese perdido sus gatitos.
Lo estoy. Me han ordenado llevar la
Surprise
a Inglaterra y piensan dejarla en un puerto o desguazarla. He pasado varias semanas horribles haciendo preparativos para zarpar y rechazando a montones de personas que llegan hasta la fragata en bote para pedirme que las lleve a ellas, a algún amigo o a alguien de su familia a Inglaterra. Además, no hace ni cinco minutos hice una cosa absurda en contra de mis principios: he aceptado a un ayudante de oficial de derrota de mediana edad porque el pobre hombre estaba extremadamente delgado. Fui indulgente por puro sentimentalismo. No le servirá de nada tener ese puesto ni me lo agradecerá ni será útil. Por otro lado, estropeará a los guardiamarinas jóvenes y molestará a los marineros. Basta verle para comprender que es como Jonás. Gracias a Dios que el
Caledonia
ha llegado por fin, porque podré entregar mi informe enseguida y zarpar en cuanto regrese mi lancha de Mahón, antes de que vaya alguien más a la fragata. El comandante del puerto ha tratado de obligarme a aceptar a un montón de marineros espantosos y de llevarse a mis mejores hombres con una estratagema u otra. Hasta ahora me he negado a hacerlo aduciendo buenas razones, como, por ejemplo, que hay posibilidades de que la fragata entable un combate entre Gibraltar y el canal y que me gustaría que hiciera un buen papel, pero…
Fue horrible lo que pasó en la bahía de Zambra —dijo Sutton, que no le estaba escuchando.
¡Ah, sí! —exclamó Jack moviendo la cabeza a un lado y a otro, y después añadió—: Así que lo sabías…
¡Por supuesto! Los tripulantes de la lancha hablaron con el vicealmirante en Mahón y él mandó inmediatamente el
Alacrity
a Tolón para informar al comandante general.
Ojalá hayan llegado pronto. Si el comandante general ha tenido suerte, habrá atrapado el gran navío francés. Este asunto no está claro, Billy, ¿sabes? Fuimos directamente a una trampa.
Eso dice todo el mundo. Por otro lado, un vivandero trajo la noticia de que hubo una redada en Valletta y mataron a media docena de personas y un alto cargo del Gobierno se suicidó. Pero la noticia no era de primera mano.
¿No ha habido noticias del cúter? Lo envié a Malta al mando del segundo oficial cuando empezó a soplar un viento desfavorable para venir a Gibraltar y perdimos las esperanzas de que pudiéramos llegar en poco tiempo.
No he oído nada de él, pero sí he oído que subieron tu lancha al
Berwick
porque iba a encontrarse con el comandante general aquí. Navegamos juntos hasta ayer por la tarde, pero se le desprendió el mastelerillo de proa en una tormenta y, puesto que Benett no se atrevía a presentarse al almirante hasta que su navío estuviera en perfectas condiciones, nosotros seguimos adelante. Como el viento está rolando a este lado —dijo Sutton, mirando hacia el peñón de Gibraltar—, si no se da prisa tendrá dificultades para regresar.
Billy, puesto que conoces al almirante mucho mejor que yo, ¿puedes decirme si sigue siendo tan severo?
Muy severo —respondió Sutton—. ¿Has oído lo que le hizo al guardiamarina que saqueó el barco corsario?
No.
Pues los tripulantes de varias lanchas de la escuadra abordaron un barco corsario de Gibraltar, pero comprobaron que tenía su documentación en regla y le dejaron seguir. Poco después un guardiamarina del
Cambridge
, un muchacho de dieciséis años, alto y con una espesa melena que quería ser popular entre sus compañeros, regresó al barco corsario, obligó a sus tripulantes a que les dieran cerveza negra a él y a los que le acompañaban en la lancha y luego, seguramente porque había perdido la cabeza, se puso la chaqueta del capitán, que tenía en un bolsillo un reloj de plata, y se marchó riendo. El capitán dio las quejas y encontraron el reloj en el coy del guardiamarina. Formé parte del consejo de guerra.
Supongo que le habrán expulsado de la Armada.
No, no, no fue tan afortunado. La sentencia fue ser degradado de forma ignominiosa, rompiéndole la chaqueta del uniforme por la espalda en el alcázar del
Cambridge
, y dejar de recibir la paga actual. Además, tuvo que leerse en todos los navíos de la escuadra, y la hubieras tenido que leer tú también si no hubieras estado en Zambra. Pero eso no fue todo. Sir Francis escribió a Scott, el capitán del
Cambridge
, una carta que tuve ocasión de leer y que decía: «Señor: Por la presente le exijo que aplique la sentencia dictada por el consejo de guerra contra Albert Tompkins, que le afeite la cabeza y le ponga en la espalda un letrero que diga cuál ha sido la horrible falta que ha cometido y, además, que le encargue la limpieza de la proa hasta nueva orden».
¡Dios mío! —exclamó Jack, pensando que la proa de un navío de ochenta cañones era el excusado de más de quinientos hombres—. ¿El pobre joven tiene estudios o pertenece a una familia importante?
Es el hijo de un abogado de Malta, el señor Tompkins, un asesor del Almirantazgo.
Avanzaron unos pasos en silencio y después Sutton dijo:
Debería haberte dicho que en el
Berwick
viaja tu antiguo primer oficial, el que fue ascendido a capitán de corbeta por el combate con el barco turco. El pobre va a Inglaterra para datar de conseguir el mando de un barco.
¡Ah, Pullings! —exclamó Jack—. Me gustaría mucho verle. Nunca he tenido un primer oficial como ése. Pero por lo que respecta a conseguir el mando de un barco…
Ambos negaron con la cabeza, pues sabían que en la Armada había más de seiscientos capitanes de corbeta, pero el número de corbetas no llegaba ni a la mitad de ese número.
Espero que también se encuentre a bordo el señor Martin, el pastor, un hombre de un solo ojo y muy listo —dijo Jack—. Es muy amigo de mi cirujano. —Vaciló un momento y luego continuó—: Billy, ¿podrías hacerme el favor de comer conmigo? Esta tarde ofrezco una comida y posiblemente me encontraré en una situación difícil, por lo que sería conveniente que estuviera presente en ella alguien ingenioso como tú. Como sabes, no soy muy conversador, y Maturin tiene la extraña costumbre de quedarse callado como un muerto cuando no le interesa el tema de conversación.
¿Cuál es el motivo de la comida? —preguntó Sutton.
¿Conociste a la señora Fielding en Valletta?
¿A la hermosa señora Fielding que daba clases de italiano? —inquirió Sutton, guiñando un ojo a Jack—. ¡Sí, por supuesto!
Pues la traje a Gibraltar. Pero debido a un rumor, un rumor falso, completamente falso, te lo aseguro, Billy, su esposo sospecha de mí. Son los Fielding quienes vienen a la comida, y aunque en la nota que ella me envió asegura que están encantados de asistir, creo que no me vendría mal que hubiera alguien de conversación amena. He oído que hablabas a los electores de Hampshire con soltura y elocuencia, Billy. Hacías chistes, decías ocurrencias, contabas anécdotas…
Los temores del capitán Aubrey eran infundados. En el tiempo que había transcurrido entre la llegada del esposo de Laura y la hora de la comida, ella había encontrado la forma de convencerle de que le seguía queriendo y de que le había sido fiel, así que él llegó a la comida sonriente, estrechó la mano a Jack y le dio las gracias por haber sido tan amable con Laura. No obstante eso, la presencia del capitán Sutton no fue inútil. Tanto Jack como Stephen, que tenían afecto a la señora Fielding, se sentían incómodos en compañía de su esposo y no entendían qué veía ella en él (era un hombre grueso, con el pelo oscuro, la frente muy ancha y los ojos pequeños) y les molestaba que le tuviera cariño. En su opinión, eso disminuía sus méritos, y ninguno de los dos tenía ahora tantas fuerzas como antes para cumplir con las normas sociales. Por otro lado, Fielding, después de relatar sucintamente cómo había escapado de una prisión francesa, no había encontrado nada más que decir, y a partir de entonces sólo sonreía y tocaba a su mujer por debajo del mantel. En ese momento Sutton demostró su valor. La principal cualidad que le hacía digno de ser un miembro del Parlamento era su capacidad de hablar sonriendo durante mucho tiempo de casi cualquier tema y diciendo muchas verdades aceptadas universalmente. Además de eso, era capaz de decir de memoria discursos de otros miembros del Parlamento y proyectos de ley. Por otro lado, era un defensor de la Armada dentro y fuera del Parlamento, donde quiera que fuera criticada.
Después del primer plato, Laura Fielding, que conocía perfectamente las limitaciones de su esposo y los sentimientos de sus admiradores, trató de hacer más amena la conversación, que ahora era insípida, y criticó al comandante general por la manera en que había tratado al pobre Albert Tompkins, el hijo de una amiga suya de Valletta. Dijo que a la señora se le iba a partir el corazón cuando se enterara de que a su hijo le habían cortado la cabellera, «una cabellera con hermosos rizos que se formaban casi sin la ayuda de tenazas». En su opinión, sir Francis era un salvaje, y más malo que Atila.
Bueno, señora, es posible que a veces sea demasiado estricto, pero ¿adonde iríamos a parar si todos los guardiamarinas tuvieran el pelo como Absalón y pasaran su tiempo libre robando relojes de plata? Lo primero haría que corrieran peligro al subir a la jarcia, y lo segundo perjudicaría la reputación de la Armada. Pero sir Francis también es capaz de ser indulgente y magnánimo, como Júpiter. ¿Te acuerdas de mi primo Cumby, Jack?
¿Cumby, el que estaba en el
Bellerophon
y fue ascendido a capitán de navío después de la batalla de Trafalgar?
El mismo. Quiero que sepa, señora, que hace unos años, cuando la escuadra estaba frente a Cádiz y sir Francis era el comandante general, había muchos descontentos en ella y llegaron del canal varios navíos cuyos tripulantes faltaban a la disciplina y, en algunos casos, estaban a punto de amotinarse. Entonces, según las órdenes de sir Francis, todos los días en todos los navíos se tocaba el himno a las diez de la mañana y los infantes de marina formaban y presentaban armas, y la ceremonia, a la que él asistía vestido con su uniforme de gala azul y dorado, era presenciada por todos los marineros y los oficiales sin sombrero. Ordenó eso para que todos observaran la disciplina de nuevo y tuvieran sentido de la subordinación, y lo consiguió. Una vez el encargado de la cofa del mayor se olvidó de quitarse el sombrero cuando empezó el himno y sir Francis le mandó a azotar inmediatamente, y desde entonces todos se descubrían siempre. Pero a veces los jóvenes obran sin pensar, señora, porque, como dice Bacon, no hay cabezas
viejas
sobre hombros
jóvenes
, y mi primo hizo un escrito satírico en que hablaba del comandante general y de la ceremonia.
¡Qué granuja! —exclamó Jack, riendo al imaginar lo que diría.
Alguien entregó al almirante una copia del escrito y el almirante invitó a Cumby a comer. Mi primo no supo lo que había ocurrido hasta el final de la comida, cuando trajeron una butaca y el almirante le pidió que se sentara en ella y leyera un papel a todos los presentes, entre los que había capitanes de navío y oficiales de otros rangos superiores. El pobre se quedó estupefacto, como usted podrá imaginar, pero, a pesar de eso, cuando el almirante, en tono malhumorado, volvió a ordenarle «¡Lea!», empezó a leer. ¿Quieres que repita lo que decía, Jack?
Sí, por favor, si a la señora Fielding no le molesta.
No me molesta, señor —dijo Laura—. Me gustaría mucho oírlo.
Sutton bebió un trago de vino, irguió la espalda y, en el tono que usan los predicadores, dijo:
«La primera lección que aprenderemos esta mañana durante la ceremonia religiosa está tomada del tercer capítulo de Disciplina.
»Sir Francis Ives, el comandante general, mandó que hicieran una imagen suya pintada de azul y dorado, de unos siete pies y cinco pulgadas de altura y unas veinte pulgadas de ancho, y que la pusieran cada día a las diez en punto en el alcázar del
Queen Charlotte
, que está frente a Cádiz.
»Después sir Francis Ives, el comandante general, mandó llamar al capitán, a los oficiales, al pastor, a los marineros y a los infantes de marina para que adoraran la imagen que él, sir Francis Ives, el comandante general, había mandado colocar en el alcázar.
»El capitán, los oficiales, el pastor, los marineros y los infantes de marina se reunieron para adorar la imagen que sir Francis había mandado colocar en el alcázar, y se pusieron delante de ella.
»Entonces el capitán gritó: "Oficiales, pastor, marineros e infantes de marina, siempre que oigan el sonido de la trompeta, la flauta, el cuerno, el clarinete, el tambor, el pífano o cualquier otro instrumento musical, deben quitarse el sombrero y adorar la imagen pintada de azul y dorado que sir Francis Ives, el comandante general, ha mandado colocar en el alcázar. Los que no se quiten el sombrero ni adoren la imagen, pueden estar seguros de que serán castigados por el comandante general".