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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

La costa más lejana del mundo (36 page)

Entonces, ¿la fragata norteamericana viró hacia el oeste cuando salió del canal? —preguntó Jack.

Bueno, señor, tal vez quince grados al suroeste —respondió el jefe del grupo—. Moses Thomas y yo regresamos al refugio y la observamos hasta que llegó al horizonte y vimos que navegaba con rumbo casi al suroeste con las sobrejuanetes de proa y mayor desplegadas.

¿Se dirigía a las islas Marquesas?

Exactamente, capitán. Allí hay media docena de balleneros nuestros y también norteamericanos, porque las islas Sandwich ya no son lo que eran y nadie quiere ir a Nueva Zelanda, porque sus habitantes se comen a la gente en cuanto pones el pie en la costa.

Muy bien. Señor Mowett, inscriba a estos hombres en el rol de la fragata. Estoy seguro de que son buenos marineros y que se pueden clasificar como marineros de primera. El señor Adams les dará coyes, colchonetas y ropa de trabajo, y descansarán durante dos días para que puedan recuperarse. Señor Allen, atravesaremos el canal cuando cambie la marea y haremos rumbo a las Marquesas.

¿No cogeremos tortugas, señor?

No. Hemos ahorrado las provisiones que teníamos en la fragata y podemos prescindir de las exquisitas tortugas. La
Norfolk
nos lleva dieciocho días de ventaja, y no podemos perder tiempo cogiendo tortugas ni caviar ni leche para el té.

Después de decir esto, bajó a su cabina con expresión satisfecha, pero unos minutos después Stephen irrumpió en la cabina para decirle:

¿Cuándo vamos a detenernos? Me prometiste que nos detendríamos.

El cumplimiento de la promesa estaba supeditado a las exigencias de la Armada. Mira, Stephen, la marea, la corriente y el viento son propicios y mi enemigo me lleva mucha ventaja, así que no hay ni un momento que perder. ¿Tendrías la conciencia tranquila si retrasáramos la partida por ver una iguana o un insecto, que son interesantes, pero que no tienen aplicación práctica en la guerra? Háblame con sinceridad.

Banks fue llevado a Tahití para ver el paso de Venus, lo que tampoco tenía aplicación práctica.

Te olvidas de que Banks pagó por el
Endeavour
, de que en aquella época no había guerra y de que la única intención de los que iban en el barco era adquirir conocimientos.

Stephen no sabía eso, y se enfadó aún más al oírlo, pero se contuvo y dijo:

Según creo, piensas llegar al final de la isla alargada que está a la izquierda, contornearla y empezar un nuevo viaje bordeando la costa del otro lado.

Jack asintió con la cabeza.

Entonces —continuó—, si Martin y yo la atravesamos anclando, llegaremos al otro lado mucho antes que la fragata. Hay diez probabilidades contra una de que eso ocurra. Una lancha podría dejarnos en la costa y recogernos sin dificultad. Caminaríamos rápido y sólo nos detendríamos para hacer algunas mediciones importantes o si encontráramos manantiales, minerales, vegetales antiescorbúticos o cosas así.

Stephen, si el viento y la marea estuvieran en contra, te diría que sí, pero no lo están. Tengo que decirte que no.

Pensaba que llevarles hasta el litoral a través de los rompientes sería difícil, que recogerles en la costa oeste sería casi imposible y que dos naturalistas que recorrían una isla en medio del océano, llena de plantas y animales desconocidos, aunque caminaran rápido, andarían hasta que la fragata se pudriera o desmoronara en un fondeadero. Recordaba que una vez Maturin estuvo en la costa de Madeira y sólo por haber encontrado un cobertizo de madera perdió la noción del tiempo. Pero lamentaba que su amigo sufriera una decepción (que nunca había pensado que fuera tan grande, ya que las islas parecían estériles), y lamentaba más aún ver que en su rostro, generalmente impasible, aparecía una expresión grave y que, en tono malhumorado, decía:

Muy bien, señor, veo que éste es un caso de fuerza mayor. Me contentaré con formar parte de una expedición naval cuyo único propósito es la destrucción, y en la que bordearemos rápidamente unas costas llenas de inestimables joyas concediendo tan poca importancia a los descubrimientos que apenas nos detendremos cinco minutos para tratar de hacer alguno. No voy a decir nada del abuso de poder, pero le diré que, en mi opinión, las promesas hay que cumplirlas, y que hasta ahora no había pensado que usted tuviese una opinión diferente, es decir, que no cumplía su palabra.

Mi promesa estaba condicionada —dijo Jack—. Te olvidas de que estoy al mando de un barco del rey, no de una embarcación de recreo. —Luego, en un tono más amable y sonriendo, añadió—: Pero te prometo, Stephen, que haré navegar la fragata lo más cerca posible de la costa y que podrás ver los animales con mi mejor telescopio acromático.

Entonces cogió un espléndido telescopio de Dollond de cinco lentes, un instrumento que nunca le había permitido usar a Stephen porque solía dejar caer los telescopios al mar.

Puedes coger tu telescopio acromático y… —empezó a decir Stephen, pero se contuvo y, después de una pausa, añadió—: Eres muy amable, pero yo tengo uno. No te molestaré más.

Estaba muy enfadado. Aunque la solución que encontró (un pequeño triángulo frente a otros dos de gran tamaño) parecía muy buena, se enfadó aún más cuando le rodearon y dijeron frases amables casi todos los que estaban a bordo, no sólo sus antiguos amigos, como Bonden y Killick, sino también el privilegiado Joe Plaice (que se creía prácticamente el dueño del hombre que había abierto su cráneo y reñía siempre con Rogers, a quien Stephen sólo le había cortado un brazo), Padeen, antiguos tripulantes del
Defender
y los guardiamarinas. Esos iletrados marineros trataban de consolarle porque veían que estaba colérico y él siempre se había jactado de ser una persona de
volto sciolto, pensieri stretti
yhabría jurado que ahora nadie podía notar su estado de ánimo.

Observó con satisfacción que, a pesar de que la marea cambió, la
Surprise
avanzaba lentamente, porque el viento amainó en dos ocasiones. La fragata pasó muy despacio por delante de una playa donde una lancha podría haber atracado y haberles dejado a ellos dos. La primera era una cala detrás del arrecife donde estaba el ennegrecido casco del ballenero, y Stephen estaba convencido de que aunque él y Martin hubieran atravesado la isla a gatas, habrían llegado a tiempo al otro lado.

En la mitad de tiempo —murmuró con desánimo, dando un golpe en la borda.

Vio cómo las islas Galápagos, cubiertas de nubes, desaparecían en la oscuridad por la popa. Se acostó temprano, terminó sus plegarias diarias rogando que sintiera menos rencor y se quedó en su coy leyendo
De Consolatione Philosophiae
y bebiendo dos onzas de láudano. No obstante eso, todavía estaba furioso a las dos de la madrugada, cuando Padeen le llamó y le dijo despacio, en irlandés y en inglés, que el señor Blakeney se había tragado cuatro libras de metralla.

Eso es materialmente imposible —dijo Stephen—. Ese salvaje ha mentido, ha fanfarroneado, ha querido llamar la atención. Voy a darle una dosis de medicina… Los dolores de Munster no serán nada comparados con los suyos.

Pero cuando vio al salvaje asustado y pálido sentado bajo un farol en la entrecubierta, y cuando se enteró de que la metralla que se había tragado era una de las nueve menudas municiones que formaban la carga del cañón de cuatro libras de la lancha, hizo que le pusieran cabeza abajo cogido por los talones, fue corriendo a buscar una bomba gástrica e introdujo en su cuerpo una gran cantidad de agua tibia; al poco rato oyó con satisfacción que la munición caía en la palangana y pensó que no sólo había salvado a su paciente de ahogarse sino que había logrado que aborreciera el alcohol durante un tiempo.

A pesar de su triunfo científico y moral, al día siguiente se despertó malhumorado, y cuando Adams le comunicó que ese día el capitán estaba invitado a comer con los oficiales y que la comida sería excelente, digna de un gobernador, exclamó un «¡Oh!» en un tono que indicaba insatisfacción.

Entonces, mirando a Jack desde el pasamano de sotavento, mientras la
Surprise
se deslizaba despacio por el vasto océano Pacífico de un color azul intenso hasta el horizonte, que estaba extremadamente lejano, se dijo: «Se ha quedado bastante tiempo en los puertos en muchas ocasiones. Se ha quedado en ellos cuando perseguía a una mujer. Nelson, muchos capitanes de navío y muchos almirantes también han hecho lo mismo para cometer adulterio, y no han tenido escrúpulos, no han temido que quedarse fuera impropio por estar al mando de un barco del rey. Sólo tienen escrúpulos si se quedan a causa de algo relacionado con las ciencias naturales o con algún descubrimiento importante. ¡Que se vaya al diablo! Es falso, hipócrita… Pero tal vez no es consciente de su propia falsedad. ¿Quién puede saberlo?
Pravum est cor omnium
. El corazón de un hombre es lo más perverso de todas las cosas y, además, impenetrable». Aunque Stephen era taciturno y vengativo, había aprendido a ser hospitalario. Puesto que el capitán había sido invitado a comer por los oficiales, el cirujano de la fragata no iba a quedarse allí sentado silencioso por resentimiento; así que, con gran esfuerzo, dijo cuatro frases corteses y, después de una pausa, haciendo una inclinación de cabeza, añadió:

Brindo por usted, señor.

Tengo que felicitarle, doctor, por haber salvado al joven Blakeney —dijo Jack, haciendo también una inclinación de cabeza—. No sé cómo habría podido decirle a nuestro antiguo compañero de tripulación que su hijo había perecido a causa de la metralla y que esa metralla no era francesa ni norteamericana.

¿Cómo se la tragó? —preguntó Martin.

Cuando yo era guardiamarina y uno de los más jóvenes hablaba demasiado, le obligábamos a tener munición en la boca —dijo Jack—. Seguro que fue por eso que se la tragó.

¿Quiere que le sirva un pedazo de bonito, señor? —preguntó Howard, que estaba en el centro de la mesa.

Sí, por favor. El bonito es un pescado excelente, excelente. Podría estar comiendo bonito toda mi vida.

Pesqué siete esta mañana, señor. Estaba sentado en el pescante de popa y echaba la caña de pescar en el borde de la estela. He mandado uno a la enfermería, uno a la camareta de guardiamarinas, tres a los infantes de marina y dejé el mejor para nosotros.

Excelente, excelente —repitió Jack.

En verdad, toda la comida era excelente: tortuga, calamares voladores que habían caído en la cubierta durante la noche, varias clases de pescados, pastel de delfín y, por último, un exquisito guiso de cerceta de las Galápagos, una cerceta de sabor completamente diferente al de otras y que el sargento que estaba bajo el mando de Howard, un antiguo cazador furtivo, había cazado con una red. Stephen se dio cuenta, no sin irritación, de que a medida que comía y bebía le costaba menos fingir su comportamiento amable y su sonrisa, y de que corría el riesgo de que al final acabara pasándoselo muy bien.

Hubo un breve silencio mientras los sirvientes traían otras botellas y Mowett, que desde hacía un rato hablaba de poesía con Martin, dijo:

Esta es la clase de poesía a que me refiero:

… Miren las gruesas velas

hinchadas por el invisible y débil viento,

mientras el barco arrastra los fondos por el agitado mar

rompiendo las enormes olas.

¿La escribiste tú, Mowett? —preguntó Jack.

No, señor —respondió Mowett—. Fue otro tipo.

«El invisible y débil viento…» —repitió Maitland—. Dicen que los cerdos pueden ver el viento.

Un momento, caballeros —dijo Howard, con la cara enrojecida y los ojos brillantes, levantando la mano—. Perdónenme, pero no suelo acordarme de chistes en el momento oportuno, y durante este viaje sólo he estado a punto de acordarme de uno cerca del río de la Plata. Con su permiso —dijo, mirando a Jack y haciendo una inclinación de cabeza—. Había una vieja en Cork que vivía en una cabaña con una sola habitación, como una cabina, y compró un cerdo, un
cerdo
, y ahí es donde está la gracia. Le preguntaron: «¿Qué vas a hacer para resolver el problema del olor?». Porque, naturalmente, el cerdo tenía que vivir en la misma habitación que la vieja, ¿comprenden? Entonces ella contestó: «Tendrá que acostumbrarse a mi olor». Ella confundió… —Pero la explicación de Howard no pudo oírse debido a las risotadas que soltaron todos, y el primero de ellos, Killick, que estaba detrás de la silla de Jack.

Tendrá que acostumbrarse a mi olor —repitió Jack y se echó hacia atrás, riendo a carcajadas, con la cara enrojecida y sus azules ojos más brillantes que nunca—. ¡Dios mío! —exclamó por fin, secándose la cara con un pañuelo—. En este valle de lágrimas es bueno reír de vez en cuando.

Cuando se calmaron, el contador miró al primer oficial y preguntó:

¿Lo que acaba de recitar es poesía? Me refiero a lo que dijo antes del chiste del cerdo.

Sí —respondió Mowett.

Pero no rimaba —dijo Adams—. He pensado mucho en el fragmento y he comprobado que no rimaba. Si Rowan estuviera aquí, le ganaría componiendo poesía, porque sus versos siempre riman. Recuerdo unos versos suyos como si los hubiera oído recitar ayer: «La quilla un horrible chirrido emitió y provocó un movimiento tan fuerte que la tripulación se tambaleó».

Creo que hay tantas clases de poesía como de jarcias —dijo el oficial de derrota.

Sí —dijo Stephen—. ¿Se acuerdan de Ahmed Smyth, el secretario del señor Stanhope para asuntos orientales al que conocimos cuando fuimos a Kampong? Me habló de unos curiosos versos en malayo cuyo nombre no recuerdo, aunque recuerdo un ejemplo:

La higuera de Bengala crece a la orilla del bosque

y en la playa las redes de los pescadores están amontonadas.

Estoy sentado en tu regazo,

pero eso no significa que pueda tomarme libertades contigo.

¿En malayo eso rimaba? —preguntó el contador, después de una pausa.

Sí —respondió Stephen—. El primer y el tercer verso.

Le interrumpió la llegada del postre, un postre espléndido que fue recibido con aplausos.

¿Qué es esto? —preguntó Jack.

Pensamos que le sorprendería, señor —dijo Mowett—. Es una isla flotante, mejor dicho, un archipiélago flotante.

Son las Galápagos —dijo Jack—. Aquí está Isabela, aquí Fernandina, aquí San Cristóbal, aquí Española… No sabía que tuviésemos alguien a bordo capaz de hacer algo así. Esto es una obra de arte, sin duda. Es un postre digno de un buque insignia.

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