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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

La costa más lejana del mundo (18 page)

BOOK: La costa más lejana del mundo
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Fue una comida alegre, pero cuando los mercantes se alejaban lentamente, Jack empezó a caminar de un lado a otro del alcázar pensativo y con una expresión grave. Muffit, un marino que tenía experiencia en las Indias Orientales, le había dicho que nunca en su vida había visto que fuera tan amplia la zona de calmas y vientos variables que había entre los vientos alisios del sureste y los del noreste. Muffit y sus compañeros habían perdido los vientos alisios del sureste en los 25° N y tuvieron que recorrer más de quinientas millas remolcando los mercantes hasta que encontraron los del noreste, que no eran muy fuertes. Lo que Jack pensaba en ese momento era si, en vista de que la
Surprise
navegaba a tan poca velocidad, debía hacer rumbo al oeste y no ir a Cabo Verde a buscar agua sino confiar en que podría obtenerla de las lluvias torrenciales que tan a menudo caían entre los 9 y los 3 grados al norte del ecuador. El agua podría recogerse en velas y toldos, pero tendría sabor a cáñamo y a alquitrán, un sabor tan desagradable que al principio casi no podría beberse; sin embargo, era más importante ahorrar varios días de navegación, pues, sin duda, la
Norfolk
estaba navegando con los mismos vientos flojos. Pero no tenía la certeza de que lloviera cuando la
Surprise
pasara. Aunque las tempestades eran extremadamente violentas en aquella zona, no duraban mucho; hasta ahora él no había visto llover ni una sola vez cuando la había atravesado, aunque había visto negros nubarrones en el horizonte y pequeñas tormentas aisladas en tres o cuatro lugares al mismo tiempo, con franjas de varias millas de longitud con aguas tranquilas y cielo despejado entre ellas. El hecho de que un barco estuviera sin agua dulce en la zona de las calmas podría tener horribles consecuencias, pero, por otro lado, como allí hacía tanto calor y el aire era tan húmedo, los hombres no tenían mucha sed, y, por tanto, se usaba mucha más agua para remojar la carne salada que para beber. Pensaba tanto en estas cosas que cuando estaba interpretando una pieza con Stephen esa noche y tocaba una suave melodía como fondo a la que ejecutaba el violonchelo, que tenía la parte principal en un movimiento lento (y un poco aburrido) que ambos conocían muy bien, en un punto de transición empezó a tocar otra melodía del mismo compositor, y sólo se dio cuenta de eso cuando oyó una nota discordante y los gritos de indignación de Stephen, que le preguntaba adonde pensaba llegar y qué estaba haciendo.

Te pido mil disculpas —dijo Jack—. Estaba tocando la pieza en re menor porque estaba distraído. Acabo de tomar una decisión. Discúlpame un momento.

Subió corriendo a la cubierta y cambió el rumbo de su querida fragata hacia el suroeste cuarta al este y regresó a la cabina con una expresión alegre y dijo:

Moriremos de sed en las próximas semanas si no llueve, pero al menos la
Norfolk
no se nos escapará. Quiero decir —añadió, tocando la silla de madera en que estaba sentado—, tendrá menos posibilidades de escaparse. Y me parece que tendrás que decir al señor Martin que no podrá ver Cabo Verde.

El pobre hombre se sentirá muy decepcionado. Conoce mucho mejor que yo los insectos, y, aparentemente, en Cabo Verde habitan muy diversos tetrámeros, que pueden parecer muy desagradables a quienes no son científicos. Se lo diré con tacto. Pero ¿quieres que te diga una cosa, Jack? No tenemos un estado de ánimo propicio para la música, esta noche. Al menos el mío no lo es, y creo que es mejor que tome el aire y luego me vaya a dormir.

No estarás ofendido por mi distracción, Stephen, ¿verdad? —preguntó Jack.

¡Oh, no, amigo mío!—respondió Stephen—. Estaba molesto antes de sentarme, y por primera vez en la vida la música no me ha hecho bien.

Era cierto. Aquella tarde estuvo revisando los papeles que tenía en la cabina, había tirado unos y había ordenado otros, y entre lo que tiró se encontraba la más reciente de una serie de cartas que un tal Wellwisher le escribía regularmente para decirle que su esposa le era infiel. Por lo general, esas cartas lo único que le causaban era curiosidad por saber quién era el que se tomaba la molestia de escribirle; pero ahora, en parte por un sueño que había tenido y en parte porque sabía que las apariencias estaban en su contra (pues,
aparentemente
había tenido relaciones con Laura Fielding) había aumentado la angustia que sentía desde que el correo llegó a la
Surprise
cuando estaba en Gibraltar. Aunque comparado con la mayoría, su matrimonio no podía considerarse feliz, él sentía afecto por su esposa, y la idea de que ella estuviera enfadada con él y la frustración que sentía por no poder comunicarse con ella le inquietaban y le hacían dudar de que la carta que le había enviado con Wray la convenciera de que su cariño no había cambiado, pues la explicación de por qué le vieron con la señora Fielding había tenido que ser necesariamente incompleta y en parte falsa. Ahora estaba abatido y pensaba que a veces la falsedad era tan obvia como la verdad, y que ambas podían percibirse intuitivamente (y Diana era la persona más intuitiva que conocía).

Se detuvo en el combés de la fragata y el fuerte viento se arremolinó a su alrededor antes de que subiera por la escala hasta el alcázar. La noche era cálida y oscura como boca de lobo y el cielo, sin el brillo de las estrellas, parecía cubierto de una capa de terciopelo negro. Notaba cómo la fragata cabeceaba con fuerza, sentía vibrar la madera bajo su mano, oía los crujidos de las poleas, los cabos y las velas por encima de su cabeza, pero no podía ver las velas ni los cabos, ni siquiera los escalones que tenía delante cuando subía la escala. Parecía que estaba privado del sentido de la vista, y hasta que no llegó al saltillo del alcázar no pudo volver a ver nada. Entonces vio al piloto que gobernada la fragata, un hombre de pelo entrecano llamado Richardson, y al timonel, el joven Walsh, rodeados de un resplandor. Luego vio una oscura figura junto al palo mayor y dijo:

Buenas noches, señor Honey. ¿El pastor ha vuelto a subir a bordo?

Soy yo, señor —dijo Mowett, riendo—. Cambié la guardia con Honey. El señor Martin está aún en la lancha que llevamos a remolque en la popa y dudo que suba a bordo hasta el amanecer, porque la noche es muy oscura. Puede verle desde aquí, si mira por encima de la borda. —Stephen miró, y aunque el mar no tenía mucha luz, tenía la suficiente para que pudiera ver las embarcaciones que estaban a remolque en las agitadas aguas de la estela, y en la última de ellas vio cómo subía y bajaba la red del señor Martin—. ¿Le gustaría reunirse con él? —inquirió Mowett—. Le ayudaré a saltar por encima del coronamiento, si quiere.

No —respondió Stephen, observando la gran franja de agua luminosa que separaba las embarcaciones y viendo que todas ellas se movían cada vez más. Tendría que pasar por encima de la falúa, el esquife, el chinchorro y los dos cúteres para llegar a la lancha—. Las malas noticias siempre pueden esperar. Pero dime, James Mowett, ¿no crees que se mueven demasiado y que hay peligro de que lleguen a sumergirse y llenarse con las turbulentas aguas de la estela, y que el señor Martin se ahogue?

¡Oh, no, señor! —respondió Mowett—. No hay ningún peligro. Si hay una tormenta, una tormenta realmente fuerte, pondría en facha la fragata, tiraría del cabo con que está amarrada la lancha para acercarla y le echaría un cabo al señor Martin. ¿No es agradable poder por fin navegar? Esta es la primera vez que la fragata alcanza más de cinco nudos desde que salimos del peñón. Empezó a moverse a mucha velocidad desde que empezó la guardia y ahora seguramente forma grandes olas de proa, aunque no podamos verlas. «Sigue su rumbo tan rápidamente como si tuviera alas /y el halcón no podría ser más veloz.»

¿Son tuyos esos versos, Mowett?

No, desgraciadamente, no. Son de Homero, un poeta extraordinario. Desde que empecé a leer sus poemas he dejado de escribir, pues él es tan…

Stephen notó que Mowett hablaba con admiración y dijo:

Ignoraba que supieses griego.

No sé, señor —dijo Mowett—. Leí una traducción de sus obras, un libro que me dio una señora en Gibraltar a cambio de un recuerdo. La hizo un tipo llamado Chapman, un tipo extraordinario. Empecé a leerlo por aprecio a la dama que me lo dio y, además, porque quería vencer al pobre Rowan cuando volviera haciendo poemas con hermosas imágenes y rimas, pero luego seguí porque no podía parar. ¿Conoce a ese tipo?

No —contestó Stephen—. Pero leí la traducción del señor Pope y la de madame Dacier. Espero que la de Chapman sea mejor.

¡Oh, es magnífica! A veces tiene la fuerza de una marejada. La
Iliada
está escrita en versos de catorce sílabas, y estoy seguro de que es exactamente igual a la obra en griego. Tengo que enseñársela, aunque seguramente usted habrá leído el original.

No tuve elección. Cuando era un muchacho tuve que leer las obras de Homero y Virgilio, todas las obras de Homero y Virgilio, y entre la lectura de unas y otras hubo muchos palmetazos y lágrimas. A pesar de todo, llegó a gustarme Homero, y estoy de acuerdo
con
usted en que es el príncipe de los poetas. La
Odisea
es una obra excelente, sin duda, aunque nunca me gustó Ulises porque, en mi opinión, mentía demasiado. Si un hombre miente más de lo aceptable se convierte en un hombre falso y deja de ser digno de admiración… —dijo Stephen, pensando en que su trabajo como espía le había forzado a obrar con doblez—; deja de ser digno de admiración. Y no discutiré con los que opinan que Homero no hizo un gran trabajo al escribir ese poema. Pero merece ser bendecido por haber escrito la
Iliada
. No hay ningún libro mejor que la
Iliada.

Mowett expresó su coincidencia con la opinión del doctor y empezó a recitar un hermoso fragmento, pero pronto olvidó cómo seguía. Stephen no le había escuchado, porque prestaba atención a los recuerdos que venían a su mente, y entonces dijo:

Creó héroes que nos hacen parecer insignificantes a todos nosotros y demuestra su arte desde el principio del poema hasta el hermoso final, cuando Aquiles y Príamo hablan tranquilamente una noche, ambos apenados por las desdichas y convencidos de que sufrirán más. Me parece muy hermoso el final, que para mí es ése, porque la descripción de los funerales me parece un formulismo. El libro está lleno de muerte, pero también tiene mucha vida.

Las cuatro campanadas les interrumpieron. Por toda la fragata se oyeron las voces de los serviolas y los centinelas que gritaban: «¡Todo bien! ¡Todo bien en el pasamano de estribor! ¡Todo bien en la proa!» y otras expresiones similares. El ayudante del carpintero informó a Mowett de que había once pulgadas de agua en la sentina (lo que significaba que habría que bombear durante media hora al amanecer) y el guardiamarina de guardia, que había observado ansiosamente durante unos momentos el reloj de arena a la luz del farol, dijo:

Siete nudos y una braza, señor, con su permiso.

Mowett escribió todo eso en el diario de navegación. Después el farol desapareció por una escotilla y volvió a hacerse la oscuridad, y Stephen explicó:

En Lapseki había un tonto llamado Metrodorus que decía que los dioses y los héroes eran la personificación de esto y de lo otro, por ejemplo, del fuego, el agua, el cielo, el sol y de otras cosas. Decía que Agamenón personificaba el aire, si no recuerdo mal. Por otro lado, hay muchos tipos que han encontrado montones de significados ocultos en los poemas de Homero, y algunos aseguran que la
Odisea
es una gran metáfora y que el poeta podría haber escrito magníficos acrósticos. Pero, por lo que yo sé, ni uno de esos vio lo que es más claro que el sol de mediodía: que además de ser el mejor poema épico del mundo es una condena al adulterio. Cientos, mejor dicho, miles de jóvenes héroes murieron; la sangre y las llamas envolvieron la ciudad de Troya; el hijo de Andrómaca cayó de una almena y ella fue a buscar agua para las mujeres griegas; la ciudad fue arrasada y quedó despoblada; y todo eso sólo a causa del adulterio. Y a ella ni siquiera llegó a gustarle ese tipo miserable, al final, James Mowett, el adulterio no es bueno.

No, señor —dijo Mowett, sonriendo en la oscuridad, además de porque se acordaba de que él lo había cometido porque, como todos los tripulantes de la
Surprise
, estaba tan seguro de que el doctor Maturin había tenido relaciones con la señora Fielding como si les hubiera visto en la cama desnudos, besándose y abrazándose—. No, señor, no es bueno. A veces he tenido deseos de decírselo a él, pero ése es un asunto demasiado delicado y no creo que sirva de nada hacerlo. ¿Qué ocurre, Boyle?

«¿Quién será él?», se preguntó Maturin.

Disculpe, señor —respondió Boyle—, pero creo que he oído un grito en la lancha.

Entonces vaya a la popa y averigüe qué ocurre. Coja mi bocina y hable alto y claro.

Boyle habló alto y claro, y luego regresó y dijo:

El pastor quiere saber si hemos advertido que se aproxima una gran tormenta.

Por eso es por lo que hemos estado rogando desde hace tanto tiempo —dijo Mowett—. Pero tal vez sea mejor traer la lancha, porque él está intranquilo. Baje y ayúdele a subir por la escala de popa. A esa parte llega mucha luz de la gran cabina.

Es usted muy amable —dijo Martin, sentándose junto al cabrestante para recobrar el aliento después de subir—. La lancha cabeceaba de un modo que inspiraba miedo, y yo no podía ver nada desde hacía media hora.

¿Qué miraba, señor?

Organismos fosforescentes, la mayoría diminutos crustáceos pelágicos, los copépodos. Pero para verlos es necesario que el mar esté más tranquilo, como ha estado durante casi todo el viaje. ¡Cuánto deseo que vuelva a estar en calma antes de que dejemos atrás el mar de los Sargazos!

No sé con seguridad qué tiempo hará en el mar de los Sargazos —dijo Mowett—, pero estoy casi seguro de que habrá calma antes de que crucemos el ecuador.

En realidad, mucho, mucho antes de que cruzaran el ecuador, los vientos alisios dejaron de pasar por la estela de la
Surprise
. Entonces la gran cantidad de velas que la fragata tenía desplegadas para tomar hasta los vientos más ligeros se pusieron flácidas y la fragata empezó a balancearse violentamente entre las olas.

Así que ésta es la zona de calmas —dijo Martin al llegar a la cubierta vestido con su mejor chaqueta, la que usaba cuando le invitaban a comer en la gran cabina. Miró hacia el cielo despejado y hacia el mar cristalino con gran satisfacción—. Siempre deseé conocerla. Pero creo que voy a quitarme la chaqueta hasta la hora de comer.

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