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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (139 page)

BOOK: La corona de hierba
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—Me han dicho los bardiotas que vuestro hijo no es el único que se casa esta mañana —dijo el suburano—. Cayo Mario hizo que anoche regresara su hijo para casarle. Y el que su hijo viera el espantoso estado de las calles si que preocupaba; así que ahora ya podemos pasar por el Foro, porque han quitado las cabezas, han limpiado la sangre y han enterrado los cadáveres. ¡Cómo si el pobre muchacho no supiera lo que ha hecho su padre!

César miró enfurecido al hombrecillo.

—¿Es que te hablas con esa gente horrorosa? —inquirió.

—¡Claro que si! —contestó Lucio Decumio con desdén—. En mi cofradía tenía…, bueno, tengo, supongo, seis de ellos.

—Ya —comentó César secamente—. Bien, vámonos.

La ceremonia de la boda en casa de Lucio Cornelio Cinna fue según el protocolo de
confarreatio
, una unión de por vida. La pequeña novia, que aparte de la edad era diminuta, no era tampoco nada precoz. Absurdamente maquillada de rojo y azafrán, y adornada con colgajos de lana y talismanes, vivió toda la ceremonia con la animación y el entusiasmo de una muñequita. Cuando la quitaron el velo del rostro, el joven César vio que tenía hoyuelos y un par de enormes ojos tiernos y oscuros. Sintiendo lástima por ella, le sonrió del modo encantador que él sabía y ella le contestó con un mohín que puso de relieve los hoyuelos y una mirada de adoración.

Unidos a una edad en que la mayoría de padres romanos nobles tan sólo había jugado a hablar de posibles candidatos casaderos, los recién casados fueron acompañados por sus familias hasta el Capitolio y entraron en el templo de Júpiter Optimus Maximus, cuya estatua sonreía fatuamente desde lo alto.

Había otros recién casados presentes. La hermana mayor de Cinna, es decir, Cornelia Cinna, se había casado precipitadamente la víspera con Cneo Domicio Ahenobarbo. La precipitación no estaba motivada por la razón habitual, sino porque Cneo Domicio Ahenobarbo había juzgado prudente salvar la cabeza casándose con la hija del colega de Mario, a quien, de todos modos, estaba prometido. El joven Mario, que había llegado la víspera por la noche, se había casado al amanecer con la hija del pontífice máximo Escévola, la llamada Mucia Tertia para distinguirla de sus dos primas mayores. No se veía aire de felicidad en ninguna de las parejas, pero sobre todo esta ausencia se evidenciaba en el joven Mario y Mucia Tertia, que ni siquiera se conocían y no habían tenido ocasión de consumar su unión, ya que al joven Mario le habían ordenado reintegrarse al servicio nada más concluir la ceremonia.

El joven sabía, desde luego, las atrocidades de su padre y esperaba haber visto a qué extremos había llegado una vez en Roma.

Mario le recibió en su campamento del Foro un breve instante.

—Preséntate en casa de Quinto Mucio Escévola al amanecer para casarte —le dijo—. Lamento no poder asistir, pero estoy muy ocupado. Acudirás con tu esposa a la ceremonia de toma de posesión del nuevo
flamen dialis
y luego vais a la fiesta que dan en casa del nuevo
flamen dialis
, pero en cuanto acabe te reincorporas a tu unidad en Etruria.

—¿Por qué no me das la oportunidad de consumar mi matrimonio? —inquirió Mario hijo sin levantar mucho la voz.

—Lo siento, hijo, tendrás que esperar a que todo esté más en orden —contestó Mario—. ¡Vuelve a cumplir con tu deber!

Algo en el rostro del anciano le hacía dudar respecto a lo que su hijo iba a preguntar, pero éste respiró hondo y le dijo.

—Padre, ¿puedo ir a ver a mi madre y dormir allí?

Los ojos de Cayo Mario revelaron aflicción, dolor y angustia, y un temblor agitó sus labios.

—Sí —contestó, volviéndose de espaldas.

El encuentro con su madre fue el momento más terrible en la vida del joven. ¡Aquellos ojos! ¡Cómo había envejecido! ¡Qué triste y abatida! Estaba totalmente encerrada en sí misma y se negaba a hablar de los últimos acontecimientos.

—Quiero saberlo, madre. ¿Qué es lo que ha hecho?

—Lo que no hace un hombre en su sano juicio, hijo.

—Desde que estuvimos en Africa sé que está loco, pero no me daba cuenta de que era tan grave. ¡Oh, madre!, ¿cómo podemos reparar el daño?

—Es imposible —contestó ella llevándose la mano a la cabeza y frunciendo el entrecejo—. Hijo, no hablemos de eso —añadió humedeciéndose los labios—. ¿Qué aspecto tiene?

—Entonces, ¿es cierto?

—¿El qué?

—Que no le has visto.

—No, no le he visto, hijo. Ni volveré a verle.

Por el modo en que lo había dicho, Mario hijo no sabía si lo decía por ella, si era un presentimiento o si pensaba que eso es lo que pretendía su padre.

—No tiene buen aspecto, madre. No es el mismo. Ha dicho que no vendrá a mi boda. ¿Tú vendrás?

—Sí, hijo mío; iré.

Después de la boda —¡qué buen aspecto tenía Mucia Tertia!— Julia fue con los invitados a las ceremonias en el templo de Júpiter Optimus Maximus, aprovechando que no iba Mario. La ciudad estaba limpia y ordenada, por lo que el joven Mario no podía imaginar hasta qué extremo habían llegado las barbaridades paternas; y, como era el hijo del gran hombre, no se lo podía preguntar a nadie.

El ritual religioso fue larguísimo y aburrido. Sobre su túnica sin ceñir, el joven César fue revestido con las prendas de su cargo: la incómoda y agobiante capa circular de dos capas de gruesa lana con rayas anchas rojo y púrpura, el ajustado casco puntiagudo de marfil con el solideo de lana y los zapatos especiales sin nudos ni hebilla. ¿Cómo iba a aguantar aquella vestimenta todos los días de su vida? Acostumbrado a sentir la cintura ceñida con un cinturón de cuero que Lucio Decumio le había regalado, con un puñal en su funda, el joven César se notaba algo raro en el torso, y el casco de marfil —hecho para una persona de cabeza más pequeña— no llegaba a taparle las orejas, sino que le quedaba absurdamente elevado sobre el cabello rubio claro. El pontífice máximo Escévola le dijo que no se preocupara, que Cayo Mario iba a obsequiarle con un nuevo
apex
y ya iría al día siguiente el artesano a casa de su madre para tomarle la medida del cráneo.

Cuando el muchacho vio a su tía Julia, el corazón le dio un vuelco, y mientras los sacerdotes entonaban sus monótonas salmodias, estuvo mirándola fijamente por si ella volvía los ojos hacia él. Julia notaba aquellos ojos clavados en ella, pero no le miró. Había envejecido de repente, exageradamente para sus cuarenta años y su belleza se había enclaustrado tras un muro infranqueable de pesar. Pero al final de las ceremonias, cuando todos se apiñaban para felicitar al nuevo
flamen dialis
y a la muñequita flamíníca, el joven César pudo ver los ojos de su tía. Y hubiera preferido no verlos. Ella le besó en los labios, como siempre hacía, e inclinó la cabeza en su hombro, derramando unas lágrimas.

—Lo siento, César —musitó—. No podía hacerte nada más alevoso. No hace otra cosa más que herir a todos, incluso a los que no debería. ¡Pero ten en cuenta que no es el mismo!

Finalmente, al ponerse el sol, los asistentes pudieron ir saliendo. El nuevo
flamen dialis
, con el justísimo
apex
y la agobiante
laena
y con los zapatos flojos, porque no tenían cordones ni hebilla para ajustarlos, se dirigió a casa con sus parientes, sus hermanas —en insólita actitud solemne—, su tía Julia y el joven Mario con su esposa. Cinnilla, la nueva flamíníca dialís, ya vestida sin prendas con nudos o hebillas, fue a casa con sus padres, su hermano, su hermana Cornelia Cinna y Cneo Ahenobarbo.

—Cinnilla vivirá con su familia hasta que cumpla dieciocho años —dijo Aurelia en tono alegre a Julia, por hablar de algo mientras tomaban asiento en el comedor para celebrar la cena—. ¡Once años por delante! A esa edad resulta muy largo, pero a la mía, no es nada.

—Es cierto —añadió Julia sin ánimo, colocándose entre Mucia Tertia y Aurelia.

—¡Cuántas bodas! —dijo César alegre, consciente de la cara de aflicción de su hermana; estaba reclinado en el lectus medíus, lugar habitual del anfitrión, y había cedido el sitio de honor a su lado al nuevo
flamen dialis
, a quien nunca habían permitido comer reclinado y que ahora encontraba aquello tan extraño e incómodo como todo lo que le había sucedido en aquella agitada jornada.

—¿Por qué no ha venido Cayo Mario? —inquirió Aurelia, indiscreta.

—Está muy ocupado —contestó ruborizada Julia, encogiéndose de hombros.

Aurelia pensó que habría debido morderse la lengua y no hizo ningún otro comentario; miró angustiada hacia su marido, como pidiendo ayuda, pero no la obtuvo. Al contrario, el joven César empeoró las cosas.

—¡Tonterías! Cayo Mario no ha venido porque no se ha atrevido —dijo el nuevo
flamen dialis
, sentándose, de pronto erguido en la camilla y quitándose la laena, que cayó con muy poca solemnidad al suelo, junto a los zapatos especiales—. Así estoy mejor. ¡Qué fastidio! ¡Detesto esta prenda!

Aprovechando aquello como escapatoria a su apuro, Aurelia frunció el entrecejo, mirando a su hijo.

—No seas impío —dijo.

—¿Por decir la verdad? —inquirió el joven César, apoyándose en el codo izquierdo con aire desafiante.

En aquel momento trajeron el primer plato a base de pan blanco crujiente, aceitunas, huevos, apio y ensalada de lechuga.

El nuevo
flamen dialis
, que tenía un voraz apetito dado que el ritual le había impedido tomar alimento, alargó la mano para coger pan.

—¡No! —exclamó Aurelia, palideciendo.

—¿Por qué no? —replicó sorprendido el muchacho, mirándola de hito en hito.

—No puedes tocar pan blanco que tenga levadura —contestó la madre—. Aquí tienes tu pan.

Le trajeron una fuente con unas delgadas rebanadas de una sustancia grisácea, nada apetecible.

—¿Qué es —inquirió el nuevo
flamen dialis
, mirándolo con gesto de repugnancia—, mola salsa?

—La
mola salsa
se hace de espelta, que es un trigo —contestó Aurelia, que sabía perfectamente que su hijo no lo ignoraba—. Eso es cebada.

—Pan de cebada sin levadura —dijo el joven César con voz apagada—. ¡Hasta los campesinos egipcios comen mejor! Creo que comeré pan normal, porque esto me da asco.

—César, hijo, hoy has asumido el cargo —dijo el padre—, los presagios han sido favorables. Ya eres
flamen dialis
. Y este día más que nunca deben cumplirse escrupulosamente todos los preceptos. Eres el vínculo directo de Roma con el Gran Dios y todo lo que hagas afecta a esa relación. Tienes hambre, lo sé; y ese pan es bastante malo, sí, pero a partir de hoy debes supeditar tus propias conveniencias al interés de Roma. Come el pan que te corresponde.

Los ojos del muchacho fueron recorriendo los rostros de todos los comensales, y luego lanzó un suspiro, decidido a decir lo que había que decir; lo que ningún adulto se atrevía a decir, atemorizados por la tradición.

—No hay motivo para regocijarse. ¿Cómo vamos a estar contentos? ¿Cómo voy a estar contento? —inquirió, alargando la mano para coger el pan blanco crujiente y cortar un trozo, que mojó en aceite de oliva y se llevó a la boca—. Nadie se molestó en preguntarme seriamente si quería este cargo afeminado —añadió, masticando con placer—. ¡Ah, sí, Cayo Mario me lo preguntó tres veces, lo sé! Pero ¿qué otro remedio me quedaba, queréis decírmelo? Ninguno. Cayo Mario está loco; todos lo sabemos, aunque no lo decimos abiertamente en una cena. Esto me lo ha hecho deliberadamente y no por motivos piadosos, ni relacionados con el bien de Roma, el bien religioso o de otro cariz —prosiguió, deglutiendo el bocado—. Aún no soy mayor de edad, pero cuando lo sea no pienso vestir estas horribles prendas. Me pondré el cinturón y la
toga praetexta
y zapatos normales cómodos. Y comeré lo que quiera. Iré al Campo de Marte a hacer la instrucción militar, con la espada, el escudo, el pílum y mi caballo. Cuando sea mayor y mi novia sea mi esposa, ya veremos. Hasta ese momento no pienso actuar como
flamen
díalís en el seno de mi familia o cuando vaya en contradicción con los deberes normales de un muchacho noble romano.

Un pesado silencio siguió a esta declaración de independencia. Los adultos de la familia no sabían qué responder y por primera vez sentían esa especie de impotencia que el inválido Mario había sentido al chocar con aquella voluntad de hierro. ¿Qué podía hacerse?, se preguntaba el padre, descartando la idea de encerrar al muchacho en su cubículo de dormir, convencido de que no serviría de nada. Aurelia, que era mucho más decidida, había pensado en lo mismo, pero sabía aún mejor que su esposo que sería inútil. La esposa y el hijo de quien había desencadenado semejante desdicha se daban perfecta cuenta de la realidad para enfadarse y sabían su impotencia para cambiar nada. Mucia Tertia, atemorizada por la estatura y buen aspecto del esposo que le había caído en suerte y ajena a un círculo familiar en el que se hablaba con tanta franqueza, se miraba las rodillas. Y las hermanas del joven César, mayores que él y acostumbradas a sus salidas desde pequeñas, se miraban compungidas.

Julia rompió el silencio, diciendo muy tranquila:

—Pienso que tienes razón, César. Con más de trece años, lo mejor que puedes hacer es comer buenos alimentos y hacer mucho ejercicio. Al fin y al cabo, Roma necesitará tu salud y tu saber algún día, aunque seas el
flamen dialis
. Mira ese pobre viejo
Merula
: seguro que él jamás había pensado que llegaría a ser cónsul. Y cuando tuvo que asumir el cargo, lo hizo sin que nadie viera en ello menoscabo a su cargo de sacerdote de Júpiter, ni tampoco impiedad.

A Julia, que era la mujer de más edad, le consintieron dar aquella opinión aunque no fuera más que por la sencilla razón de que presentaba a los padres una solución para evitar un definitivo distanciamiento con su difícil hijo.

El joven César comió pan con levadura, huevos, aceitunas y pollo hasta saciar su voraz apetito; luego se dio unas palmaditas en la panza llena. Comía bastante, aunque no le preocupaba la comida, y sabía de sobra que podía haber prescindido del crujiente pan blanco y contentarse con el otro. Pero era mejor que la familia supiese desde el principio lo que opinaba de su nueva posición y cómo pensaba desempeñarla. Si había molestado y creado mala conciencia en tía Julia y su primo Mario con sus palabras, tanto peor. El sacerdote de Júpiter sería vital para el bienestar de Roma, pero él no había elegido ese cargo, y en el fondo de su corazón sabía que el Gran Dios le tenía destinado a cosas muy distintas de la limpieza del templo.

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