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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (45 page)

BOOK: La concubina del diablo
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—Sí —afirmó él rápidamente—, sí.

—Verá, ese amor que ellos se profesaban era el núcleo de la fascinación en que me tenían sumida. Nada que derivase de él me parecía monstruoso, muy al contrario. Sé bien que para ambos supuso un sacrificio el ponerlo por encima de la vida de Cyr; sé, asimismo, que Cannat se hubiese ido con Eonar si hubiese advertido un solo instante la duda en los ojos de Shallem, que se hubiese sacrificado por él, a pesar de la traición que a sus ojos habría significado aquella duda. Y este conocimiento contribuía a hacer de mí una observadora ciega e insensible a todo cuanto excediese el estudio de aquel amor que me deslumbraba. Pero no puedo ocultar el que, durante mucho tiempo, lamenté el no haber apreciado algún indicio de dubitación cuando Eonar le preguntó. Sin embargo, Shallem era más que mi amor, era mi dios. Todo lo que él hiciese estaba bien hecho. Todo era disculpable. Para todo encontraba justificación. Pero ahora no quiero hablar más de esto. Usted quiso saber si yo me había sentido herida, y, sí, lo estuve. ¿Le parece suficiente? ¿Puedo continuar?

—Por favor. Se lo ruego.

—Gracias —susurró la mujer, y, mientras pensaba, se sentó de nuevo a la mesa y observó, compadecida, las hojas, ahora secas y arrugadas, de la Biblia de su confesor. No hizo ningún comentario al respecto—. Hablábamos de mi vejez, ¿no es cierto? —preguntó.

—Sí, eso es.

—Yo ya no estaba para muchos trotes —continuó explicando ella—, de modo que nos establecimos en una preciosa y señorial mansión en la verde y tranquila campiña inglesa, muy cerca de Stratford on Avon, el pueblecito donde Shakespeare había nacido no mucho antes.

»Por la extensa propiedad de Cannat cruzaba un alegre riachuelo cuyas márgenes se cuajaban de cólquicos rosados en otoño y de cárdenos lirios siberianos en la primavera. Pero la mansión era excesivamente grande y desapacible. No resultaba confortable porque Cannat no la había habitado nunca, y el escaso mobiliario con el que la había adquirido era viejo, descuidado e impersonal. Hubimos de cerrar muchas habitaciones que no usábamos jamás, y, así, nos concentramos en la zona de la casa que más horas de sol recibía. O hubiera debido recibir, porque el sol casi nunca salía. La casa se encontraba perennemente helada. El permanecer caliente, una vez te alejabas dos pasos de cualquiera de las gigantescas chimeneas, era tan imposible como el salir a pasear sin regresar empapados. “¿Es que la lluvia nunca cesa en Inglaterra?”, me preguntaba. Sin embargo, cuando el sol nos sorprendía con su mirífico y añorado esplendor, resultaba una visión infinitamente más especial y aclamada que la de los cotidianos luminosos amaneceres mediterráneos.

»Cannat me dejó amueblar la casa enteramente a mi gusto. Compramos armarios de roble decorados con cabezas de medallón y cupidos italianizantes; bancos, taburetes y sillas con profusión de blandos cojines de seda; aparadores para guardar la vajilla de plata y esmaltes que exponíamos en la parte superior, revestidos de telas de colores vivos; tocadores panelados y decorados con tela plegada; muebles tapizados y arcones de marquetería importados de Flandes y Alemania o fabricados por artesanos emigrados; camas de cuatro postes en forma de cariátides, y soportes de torneados bulbosos, vestidas con ricas y alegres telas. Una exuberancia de maderas talladas, pintadas e incrustadas, según el gusto inglés. Todo a la última moda.

»Las paredes se llenaron de cuadros modernos, los suelos de alfombras multicolores. Contratamos el suficiente servicio doméstico y un par de jardineros. Sin embargo, ningún rey de antaño gozaba de hogares tan confortables como el de un obrero de hoy. Como le digo, la casa parecía perpetuamente sumida en las tinieblas de un frío húmedo y desmoralizante. O, tal vez, así lo veía yo, a mi avanzada edad. ¡Había tanto que andar en aquella casa para trasladarse de una habitación a otra! ¡Tantos escalones hasta llegar al dormitorio!

»Cannat y yo pasábamos largos momentos de intimidad durante las temporadas en que Shallem se hallaba en lo que Cannat denominaba “su estado místico” o “su estado contemplativo”. Planeábamos juntos actividades que podían distraerle; definíamos los puntos clave que debíamos tratar en nuestras respectivas argumentaciones, con las que luchábamos por liberarle de sus obsesiones; íbamos de compras y le traíamos regalos, sobre todo perros, muchos perros. Como hacen los admiradores con sus ídolos, disfrutábamos hablando de Shallem, nosotros dos, comentando sus palabras, sus movimientos; explicándonos mutuamente algo que hubiera dicho o hecho en ausencia del otro; hablando de su dulzura, de la belleza de todo su ser. Cannat me describía las cosas que mis ojos mortales no podían ver, la realidad, la esencia de Shallem. Y parecíamos dos amantes con la baba cayendo mientras hablábamos de nuestro hijo, arrebujados, muy juntos, entre los almohadones de seda del banco frente a la chimenea.

»A menudo, sentados en ese mismo banco, contemplando de tanto en tanto el oscuro cabello de Shallem, que leía algún libro recostado sobre la ventana, Cannat, acariciando suavemente mi rostro con el dorso de sus dedos, me revelaba secretos de los que aún no me había hablado o, simplemente, me repetía explicaciones que yo no había entendido en su momento. De pronto, Shallem se levantaba y, en súbito silencio, le seguíamos con la vista mientras cogía el hurgón y su cabello caía en cascada al inclinarse para atizar el fuego. Luego se erguía, con toda su apostura, y, apoyando el codo en la repisa del hogar, nos miraba contemplándole embobados.

»—¿De qué hablabais? —nos preguntaba.

»Estábamos unidos por Shallem, absorbidos por Shallem. Aquél era, sin duda, su poder.

»No obstante, en algunas ocasiones en que se sentía molesto conmigo por haberles interrumpido, sin querer, en su intimidad, o por cualquier otra causa, o sin ninguna absolutamente, Cannat se acercaba por mi espalda y, rodeándome con sus brazos como un tierno amante, me susurraba una cifra, un número cada vez más bajo.

»—Tres mil setecientos veintidós días para librarme de ti —musitó un día a mi oído. Y luego mordisqueó suavemente mi oreja, me dio un beso junto a ella y después se marchó.

»¡Tres mil setecientos veintidós días! Poco más de diez años, cuando yo ansiaba la eternidad junto a Shallem…

»Aquel día comencé a comprender los sabios motivos de mi ángel al querer negarme el conocimiento de la fecha de mi muerte.

II

»Los días previos y posteriores a los 7 de Agosto de cada año se habían convertido en un suplicio particular. Cada uno que transcurría era un paso que Caronte avanzaba en mí dirección, una arruga más sobre mi frente, otro velo de opacidad que se extendía sobre mis ojos.

»El lejano y fugaz estremecimiento de los primeros años se había convertido en una idea fulminante y obsesiva. Iba a morir. Faltaba muy poco para mi muerte. Pero yo no quería morir, era feliz. No quería dejar a Shallem, a mi Shallem, tan tierno y vulnerable. Yo sabía que él me necesitaba, que mi muerte anunciada supondría un grave golpe para él. Para él, que debería ser su artífice y a quien sorprendía, a veces, contemplándome con una expresión de infinito sufrimiento cuya causa podía adivinar. Y Cannat también descubría esas miradas y penetraba hasta el fondo de su significado. Nos miraba, circunspecto y pensativo, enojado ante el nuevo conflicto del que yo era la causante directa, mientras su aguda mente consideraba la viabilidad de aplicar el singular lenitivo que podría paliar el dolor que atormentaba a su hermano.

»Yo trataba de disimular mi angustia por no acrecentar la de Shallem, pero ¿cómo hubiera podido ocultársela, aun en el caso de que no hubiese tenido la capacidad de verlo en mi alma?

»Llevaba la fecha grabada a fuego. Pensaba que cualquiera podía leerla inscrita en mi frente. Era una idea única, torturante. Un sentimiento omnipresente que subyacía por debajo de cada frase que pronunciaba, de cada mirada que dirigía. “Quiero vivir, Dios mío, no quiero morir —suplicaba—. No quiero volver a empezar. No quiero perderle”.

»A veces, paseando distraídamente por la campiña, de pronto, el pensamiento acudía a mi mente con la violencia de un misil destructivo. Frenaba en seco y me llevaba la mano al corazón desbocado. Entonces, Shallem me abrazaba fervorosamente y me inundaba con sus besos bajo la reflexiva mirada de Cannat.

»—Trescientos treinta —me anunció éste un día. Y me dio un vuelco el corazón.

»Pero no fue un malicioso susurro al oído ni tenía motivos para estar enfadado por nada. Se había quedado plantado frente a mí, con una ilegible seriedad en el rostro.

»—¿Sabes lo que Shallem está padeciendo por tu culpa? —me acusó, como si yo, deliberadamente, hubiese elegido morir para mortificarle a él.

»—Sí —contesté fríamente, sin molestarme en discutir la irrefutable lógica de Cannat.

»Se acercó más a mí y me miró con su habitual altivez. Padecía una irritación escondida, silenciosa.

»En aquel momento pensé que me iba a matar. Que iba a hacerlo con la intención de ahorrarle a Shallem el penoso trago final, los últimos y más dolorosos días.

»—¿Vas a matarme ahora? —le pregunté. Y, aunque atemorizada, el tono de mi voz no denotaba la menor emoción.

»Me miró como si no hubiera hablado. Sus ojos eran hielo azul sobre los que se reflejaban las rosas de nuestro jardín. Tenía las manos cruzadas a la espalda y su ondulante pecho destacaba poderoso. Nunca le había visto tan serio, tan callado. Normalmente Cannat me resultaba transparente. Nunca tenía necesidad de ocultar sus sentimientos, fuesen estos agradables o no. Dio un paso y se puso a mi lado, mi brazo rozándose contra el suyo, pero nuestros cuerpos en sentido opuesto.

»—¿Qué te pasa? —le pregunté asombrada.

»Pero la fina y delicada línea de sus labios permaneció inmutable.

»Sus gélidos zafiros centelleantes no se desviaban de mí. ¡Y qué fascinación me producían!

»Giró, y, situándose a mi espalda, me rodeó con sus brazos, como le gustaba hacer. Durante largo tiempo escuché su respiración junto a mi oído; alerta, esperando recibir la muerte en cualquier instante. Su mano me apartó el cabello por detrás de la oreja dejando espacio para un suave beso, y luego otro, y otro, descendiendo por mi mejilla. “Quiere matarme sin dolor —pensé—. Sin que yo me lo espere”.

»—No quiero morir así —gemí—. Quiero despedirme de Shallem.

»Siseó en mi oído y volvió a besarme. Yo temblaba. Estaba a su merced. Shallem había ido hasta el pueblo en busca de un cerrajero. Después, apoyó su mejilla sobre la mía y dejó sus brazos tranquilamente cruzados sobre mí pecho. Se quedó así largo tiempo, completamente abstraído.

»—No queremos que Shallem sufra —susurró, por último—. ¿Verdad?

»Y, de pronto, sentí que estaba libre y que Cannat se había evaporado.

»Supongo que debía haber supuesto que Cannat no se quedaría de brazos cruzados contemplando las lágrimas de Shallem. Pero tampoco imaginaba que los días finales llegarían a ser tan trágicos.

»Nunca nos separábamos. Siempre de la mano, siempre abrazados, siempre llorosos.

—Pero usted podía haberle pedido que prolongara su plazo. Al fin y al cabo, fue usted quien lo impuso —intervino el sacerdote.

—¿Y qué? ¿Prolongar el sufrimiento? ¿Y durante cuánto tiempo? No. Pedirle eso hubiese sido incrementar su dolor, y el mío, también. Y no tenía ningún objeto. Aquello ya no era vivir.

»Las palabras de Shallem en Florencia reverberaban en mi cerebro. “No debes conocer la fecha de tu muerte”, me había dicho, y se había negado a fijarla, a revelármela, pero yo había insistido, le había acorralado, como una bestia injustamente furiosa, gritándole inconmovible a pesar de su angustia. Y había conseguido ochenta largos años de vida cuasi–inmortal. Pero ya habían pasado. ¡Y cuántos me habían parecido cuando Shallem dijo!: “¡Ochenta!” ¡Qué perpleja me había quedado! Pero ¿qué eran ochenta años en su compañía?

»Llegó un momento en que la angustia quedó estancada. Ya no crecía más. Era un simple pensamiento en la mente, puro y constante y desprovisto de emoción.

»—Quince días —dijo Cannat—. Y de nuevo la angustia estalló como negros fuegos de artificio en una mañana soleada.

»Yo no podía soportar la idea de perder a Shallem y de causarle dolor.

»—Te encontraré donde quiera que estés —me dijo él—. Te arrancaré de tu cuna y te traeré conmigo. Crecerás a mi lado y volverás a enamorarte de mí.

»—¿Y si resulta que soy un varón? —bromeé tristemente.

»¿Y eso qué importa? —me preguntó.

»—Nada —le respondí—. Absolutamente nada. —Por fin lo había comprendido.

»Saboreaba de un modo morboso cada palabra que cruzábamos, cada paso que daba, cada objeto que miraba, cada seda que abrazaba mis brazos desnudos, como si fuese la última vez. “Nunca más volveré a escuchar esa frase en sus labios —pensaba—. Quizá no vuelva a salir el sol en los días que me quedan y nunca más vuelva a apreciar el verdemar de sus ojos”, “Nunca más volverá a besarme en este lugar exacto”, o, “Tal vez sea esta la última ocasión en que haya visto en su rostro ese gesto que tanto me emociona”, “¿Volveré a cortar una rosa, a inhalar su delicado perfume, a pincharme con sus fieras espinas, o será ésta la última vez?” La última vez que me ponga este vestido, que visite esta habitación cerrada, que abra aquel cajón, que Cannat se acerque a mí por la espalda y me suma en un vergonzante y terrorífico éxtasis.

»—¿No le ves? —me dijo otro día Cannat—. ¡El de la azada sonríe a tu lado!

—Pero ¿tanto la odiaba aún él? —preguntó, perplejo, el sacerdote—. Después de tanto tiempo… ¿Por qué ese inagotable deseo de mortificaría, si pronto iba a librarse de usted?

—No. No era un deseo de mortificarme, sino de crear en mí un estado de ánimo extremo, de ponerme a punto para sus planes, como pronto comprenderá.

»Los dos días anteriores al señalado, Shallem y yo no salimos de nuestro dormitorio. Ni tan siquiera comí. Apenas hablábamos. Pasé las horas con mi cabeza recostada contra su pecho, húmedo por mis lágrimas.

»Por fin llegó el día. Fue como si me arrancara mi propia alma. Algo que hubiera estado tan agarrado a mi ser como la carne a los huesos. Shallem me besó, del mismo modo que había hecho en Orleans. De pronto me sentí débil, seca y vacía. Tan anciana como nunca lo había sido. Shallem me miraba como un joven arqueólogo que, imprudentemente, acabase de exponer a la luz del sol un antiquísimo tesoro, y estuviese a punto de transformarse en polvo ante sus ojos. Me sentía agotada, derrumbada, como si el peso del mundo acabase de caer sobre mi pecho. Era evidente que me quedaban horas de vida; puede que algún agónico día.

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