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Authors: Ángeles Goyanes

Tags: #Terror, Fantastico

La concubina del diablo (26 page)

»Quizá no seamos mucho más que eso. Virus, a nuestra vez, sobre algún otro cuerpo vivo, gigantesco. Y, nuestra Tierra, un átomo cualquiera de sus inmensas moléculas. Inmensas para nosotros, claro.

—¡Santo Dios! ¡Qué increíbles fantasías tiene usted!

—Sí, son increíbles. Pero no son mías. Cannat me lo explicó.

—¿Lo hizo?

—Sí. Pero no lo diga como si por ello fuese un dogma de fe incuestionable. Cannat mentía a menudo, y yo rara vez fui capaz de discernir cuando lo hacía y cuando no.

»Según esta tesis, ese ser procedente de un mundo inimaginable por nosotros, habría creado nuestro universo como un experimento; lo mismo que los científicos de hoy recrean genéticamente la vida en sus laboratorios. Una especie de explosión atómica en versión gigante y, ¡boom!, el universo. Un mero accidente. Pero me disgustan estos pensamientos.

—A mí también —corroboró el sacerdote—. No sólo son increíbles, sino también desasosegantes. Sería horrible que eso fuese verdad.

—Sí, pero estoy segura de que he conseguido mi objetivo. Evitar que usted siga haciéndome preguntas del tipo
quehaydespuésdelavida.
Yo creo en Dios. Y también en la historia que le acabo de referir: la creación del mundo según Cannat. No sé nada más —aseguró firmemente. Pero, con estas palabras, más bien manifestaba su decisión de mantener el silencio y no, en realidad, una auténtica ignorancia.

IV

»Shallem y Cannat pasaban a veces largos períodos de tiempo mirándose a los ojos, mudos y absortos el uno en el otro. Se contemplaban embobados como un dios a otro dios, como el amante a su amado, como el padre al hijo. Con admiración, con deseo, con orgullo.

»En aquellos momentos el mundo parecía eclipsarse a su alrededor, y yo, por supuesto, ni siquiera existía.

»Shallem le quería más que a nada en el mundo. Esto lo había sabido yo desde el momento en que los vi juntos por primera vez. No. Miento. Lo supe mucho antes. Me había bastado contemplar su rostro cuando me hablaba de él mucho tiempo antes de conocerle, descubrir el orgullo que sentía, la añoranza que padecía en su ausencia. Todas las penas que lo acosaban, la amargura nocturna en su corazón, el temor por la suerte de nuestro hijo, todo quedó relegado a un segundo plano cuando Cannat apareció.

»Y Cannat llamaba a Shallem su “esencia de Dios”, su “suspiro divino”, y él, a quien encantaban estos apelativos, a veces se lanzaba sobre su hermano, devolviéndoselos en forma de besos, y otras, se dejaba amar con arrobadora indolencia, e, incluso, con graciosa y dulce altanería.

»Y Cannat le adoraba con sumisa devoción.

»Se mostraba con él como su padre, su amante, su amado, su hermano, su maestro, su guía, su protector, su dios y su esclavo. Todo a la vez. Una mezcla equilibrada y perfecta.

»Y Shallem caía rendido en sus brazos como en los de un Titán omnipotente y reposaba en la tranquila seguridad de su fortaleza.

»Se puede decir que para Cannat y para mí Shallem era el centro de nuestras vidas. Nuestro amado. Y también el nexo que nos unía. Y así ocurrió hasta el fin.

»En cuanto a mí, Cannat me atraía hacia su persona con la misma intensidad que la tierra hacia su centro.

»Créame, padre, que esa atracción era algo que un ser humano no podía evitar. Cannat desprendía una invisible fuerza magnética a la que era imposible sustraerse. Fuéramos donde fuésemos, todas las miradas se dirigían hacia él. Disponía de una corte de admiradores. Y las mujeres… ¡Cuántas mujeres iban tras él! ¡Cómo le acechaban las alcahuetas en la oscuridad de la noche, con las cartas de amor de sus señoras esperando respuesta! ¿Y cómo iba él a negar satisfacción a una dama? Sin duda visitó los lechos de todas las florentinas.

—¿Las mataba después? —preguntó el padre DiCaprio.

—No. No por norma, al menos. Le gustaban demasiado las mujeres.

El sacerdote exhaló un suspiro de alivio.

—Entonces —inquirió de nuevo—, ¿Shallem se dejaba arrastrar totalmente por él? Disfrutaba con sus crímenes como nunca lo había hecho, según entiendo.

—No. No es así. Con lo que Shallem disfrutaba realmente era con la compañía de Cannat. Cannat era vital y arrollador. La vida en la Tierra le parecía fascinante y divertida, y el hecho de que el hombre la hubiera invadido no era sino un motivo más de diversión para él. El hombre era, según sus propias palabras, un juguete de los ángeles, “su juguete”. Él siempre había sabido adaptarse a los cambios en su vida. Poseía una portentosa capacidad de reacción, todo lo contrario de Shallem. Shallem jamás llegó a aceptar el abandono de Dios, nunca se resignó a la invasión del hombre, a su propio encierro terrenal, a su soledad. Cosas, todas ellas, que para Cannat constituían pura satisfacción. Lejos de ser una cárcel, la Tierra era “su reino”, su lugar de esparcimiento y solaz, y la aparición de la humanidad sobre ella, un acontecimiento providencial; su pasatiempo, sus muñequitos vivientes siempre dispuestos a retozar con él, a procurarle distracción, a causarle regocijo. ¡Y qué divertido era jugar con ellos! Y las mujeres… ¡Ah, las mujeres! Deliciosas bacantes al servicio de sus orgías. Adoradoras incondicionales eternamente postradas a sus pies. ¡Pero si el mundo entero era una fiesta!

»Cannat hallaba placer en todo cuanto albergaba la Tierra. Sin duda, no debía existir sobre ella criatura más proclive a la felicidad que él. Dios sabía lo que hacía cuando lo creó.

»Amaba el cielo azul de los días cálidos y despejados, cuando el sol lucía, plácido y radiante, incitando a la calma total. Pero se extasiaba en la contemplación de los silenciosos fucilazos de las noches de estío, o en la escucha del fragoroso tronido de los relámpagos en la lóbrega tormenta invernal.

»Amaba la paz del día, los tranquilos paseos por la ciudad, nuestras charlas, nuestros silencios, los enormes edificios llenos de tesoros y bellezas que nunca se acababa de conocer. Nunca menospreciaba los valores del hombre como artista. Nunca, en ninguna de sus diversas manifestaciones. Muy al contrario. Era fácil escucharle ponderando las virtudes de tal o cual obra, alabando determinadas creaciones, o elogiando la labor de algún maestro. Cannat admiraba la obra del hombre. De ese mismo hombre a quien, en las lizas nocturnas, se complacía en aniquilar despiadadamente.

»Le encantaba la hermosura de los trajes principescos, la suave pomposidad de las holgadas telas, sus vivísimos colores, el gallardo y solemne aspecto que le otorgaban.

»Todo, humano o divino, parecía haber sido creado para satisfacer el goce de sus sentidos. Incluso el de aquellos que, según podríamos deducir de su propia naturaleza, no hubieran necesitado ser satisfechos, como, por ejemplo, el gusto.

»Pero, hallaba una fruición indecible en la degustación de los vinos. A menudo nos llevaba a Shallem y a mí de taberna en taberna, algunas de ellas desagradables subterráneos parecidos a cuevas, catando un caldo en ésta y otro en aquella, sin parar de ensalzar, entusiasmado, el bello color del morapio, su exquisito e intenso aroma, y la forma en que deleitaba su paladar. También éramos conocidos en las mejores posadas florentinas, donde Cannat se repapilaba con deliciosos manjares en los que nunca la carne era uno de sus ingredientes.

»—¿Cómo puedes comer eso? —me preguntaba, con la más exagerada mueca de repugnancia deformando su rostro—. Seres formados de tu misma materia. ¿No ves que el hombre no necesita alimentarse de carne? Fíjate en tus dientes. ¿Acaso te parece que son adecuados para despedazar la carne?

»—A veces siento la necesidad de ella —le contestaba yo.

»—Sí —puntualizaba con cáustica desaprobación y expresión de desprecio—. Como el vampiro de la sangre de sus víctimas.

»Aquellos reproches me resultaban sumamente incómodos y humillantes. Tanto como las numerosas pullas que me lanzaba con ánimo de zaherirme, aprovechando cualquier ausencia de Shallem, y que tanto dolor me causaban.

»Porque, cuando Shallem no estaba presente, Cannat, con expresión maligna y acerva, disfrutaba mortificándome de mil pequeñas maneras. Eran múltiples las asechanzas que tramaba contra mí, y de las que nunca me atrevía a hablar por temor a sus represalias o a caer fulminada bajo sus severas miradas. Pero, cuando Shallem reaparecía, sus angelicales ojos azules volvían a mirarme con engañoso y fingido afecto, volvía a simular confraternizar conmigo, a aparentar preocupación por mi estado, pese a que Shallem, bien lo sabíamos todos, conocía perfectamente sus auténticos sentimientos.

—Pero, entonces —se interesó el sacerdote—, las veces que buscaba su compañía, apartando, incluso, a Shallem, para contarle todas aquellas cosas, ¿por qué lo hacía?

—Él nunca había tenido oportunidad de conocer a fondo a un ser humano, de hablar con él como lo hacía conmigo, de profundizar en sus emociones, en sus sentimientos, en su visión del mundo, de engañarle y jugar con él sólo verbalmente, en la tranquilidad familiar de nuestro salón. Además, como ya le he dicho, le gustaba seducirnos, deslumbrarnos, adueñarse de nuestra voluntad. Hasta que me conoció a mí, jamás había tenido oportunidad de intentarlo mediante el mero uso de la palabra, en un tête à tête como los que mantenía conmigo. Para él era una situación totalmente nueva y emocionante el ver los atónitos ojos de asombro de un ser humano contemplándole extasiados y no aterrados, mientras le desvelaba los enigmas de lo incognoscible mediante aquella fogosa elocuencia suya de regusto latino y llena de labia pero que, a veces, se convertía en un sermón tan pesado y ampuloso como el de un sacerdote.

»Porque le gustaba practicar su oratoria, entrenarse, cambiar de registro, escoger el lenguaje de acuerdo con el determinado tono de voz más adecuado para expresar, para interpretar su narración. Inflexionaba la voz, esa sublime voz penetrante y melodiosa, con la perfección del mejor actor, siempre en el momento oportuno, para mantenerme escuchando, en vilo y con la boca abierta, sus increíbles narraciones.

»El hablar conmigo era una diversión más de las muchas que le ofrecía la vida; y era novedosa y le permitía desarrollar su fecundísima imaginación, fantasear. Yo era su público.

»—¿Sabes quién es Zeus? —me preguntó un día, con los ojos muy abiertos.

»—Desde luego —le respondí—. El dios de dioses de la mitología griega.

»—No te pregunto eso —precisó—. Ya sé que sabes lo que saben los demás —silabeó lenta y claramente—. Te pregunto si sabes QUIÉN —remarcó— es él.

»Por entonces ya conocía a Cannat lo suficiente como para adivinar la respuesta que me estaba insinuando, pero quise jugar con él.

»—¿Jehová? —le contesté con mi más estúpida expresión.

»—Ha —espiró—. Te conozco. Sabes perfectamente lo que quiero decir —aseguró—. Sí. Yo soy Zeus. O lo fui, mejor dicho, hasta que perdí el interés. ¿Y quieres saber quién fui antes?

»El tono de su voz se había elevado peligrosamente. Esperaba mi respuesta, como si la necesitara, inclinado sobre mí con las manos apoyadas en los brazos de mi silla y su cara de bellísima fierecilla muy cercana a la mía. Miré a Shallem. Estaba ocupado cepillándose una chamarra de terciopelo turquí y no parecía prestarnos atención. Pero estaba. Con eso me bastaba para sentirme aliviada y a salvo.

»—Sí —afirmé.

»—Te lo diré —me respondió, feliz de poder explayarse a sus anchas. Se apartó de mi silla y recorrió la habitación con las manos enlazadas y los ojos elevados, pensativo—. Hace tiempo, mucho tiempo para una vida mortal —comenzó, con el tono misterioso del abuelo que intenta mandar a los nietos a la cama asustándolos con un cuento de terror—, cuando las mujeres no eran las bellezas que son hoy —me sonrió—, y casi ni siquiera podían recibir el nombre de tales, los ángeles, todos los ángeles —aclaró, mirándome—, nos paseábamos libremente por la Tierra entre aquellas horribles y peludas bestias que caminaban encorvadas, pero que eran capaces de encender fuego frotando dos pedazos de pedernal, provocando así espantosos incendios que nosotros habíamos de sofocar, y de desgarrar los cuerpos de sus víctimas mediante útiles de piedra que ellos mismos elaboraban, pues no disponían, al contrario que los animales carnívoros, ni de la dentadura ni de la fuerza apropiadas para asesinarlas y devorarlas.

»"Y aquellas salvajes criaturas, admiradas ante la contemplación de los ángeles y de los pequeños milagros con los que éstos trataban de impresionarles con el fin de dominar su violencia, de inmediato les reconocieron como seres divinos, seres superiores más allá de toda explicación.

"Y más adelante, cuando algunos de los Hijos de Dios cometieron la imprudente equivocación de donar su propia semilla a las hijas del hombre, en la creencia de que, instaurando en él su propia esencia divina, disminuiría su crueldad, el hombre aumentó, rápida, prodigiosa y peligrosamente su inteligencia, a causa de ello.

»"Y algunos de entre ellos aprendieron a sacar provecho a sus creencias, a alentarlas y ampliarlas con ideas supersticiosas que se inventaban con el fin de erigirse ellos mismos en semidioses de los temerosos y crédulos miembros de sus tribus. Así nacieron los brujos, los adivinos, que pretendían ponerse en contacto con sus dioses mediante estrambóticas y enloquecedoras danzas, coadyuvados por pócimas alucinógenas preparadas con jugos de plantas, que les hacían ver las más horribles y fantasmagóricas visiones, que ellos interpretaban como mensajes de los dioses, a pesar de que los ángeles habían abandonado ya, disgustados y vencidos, los territorios ocupados por las indómitas bestias.

»"Y así nacieron en el hombre las ideas acerca de lo sobrehumano, de lo sobrenatural, de lo divino.

»"Más tarde, cuando sólo los ángeles rebeldes permanecíamos sobre la Tierra, el hombre comenzó a reproducirse en cantidades extraordinarias, y sus tribus se extendieron a lo largo de todo el globo, como si, deliberadamente, anduviesen tras los pasos de los dioses.

»"Y los encontraron.

»"¡Y qué tentación suponía para estos el satisfacer las quimeras de los ilusos, el acercarse hasta ellos, transformados, en ocasiones, en seres de apariencia fabulosa e imposible con tal de fascinarlos! ¡Observar, espeluznados ellos mismos, los sangrientos sacrificios, las cruentas inmolaciones y los despiadados holocaustos, nunca exigidos por los dioses, pero que el hombre les ofrendaba entre cantos de júbilo y bailes desenfrenados! Bárbaro, sádico animal el hombre.

»"¿Y qué ángel hubiera podido resistirse a la sutil venganza que suponía el exterminio del hombre a manos de sí mismo? ¿A poder disfrutar de la matanza, con la burla mayúscula que suponía la observancia del divino precepto: “Jamás destruyáis la vida sobre la Tierra?” Porque ellos jamás mataban, jamás hacían daño alguno a sus fanáticos veneradores. He ahí la sorna, la artimaña con que se burla la ley, y, por ende, el sarcasmo. “Te lo dijimos, oh, Padre, que el hombre acabaría con cuanto alienta en la Tierra, pero, con suerte, acabará antes con su propia especie. ¿Dónde hay otro animal que, como él, devore en un orgiástico festín las entrañas de sus hijos? Nosotros no le forzamos. Nosotros no se lo pedimos. Es de él de quien emana la lacra, de quien surge la aberrante perversión. Él es el maligno. ¡Oh, animal perturbado e indigno de nuestro reino!”.

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