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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (36 page)

Dos mujeres muy lindamente vestidas asomaban la cabeza por las portezuelas de un coche ricamente decorado, tirado por cuatro caballos enjaezados como si fuesen del mismo rey.

—Ahí ocurre algo —le dije a O'Neill.

—¿Nos acercamos? —habló por primera vez desde la noche anterior.

Sopesé si nuestra presencia sería una ayuda o un estorbo, pues no sabíamos qué estaba pasando. Finalmente le hice un gesto hacia adelante y nos aproximamos al lugar con mucha cautela. Cuando estuvimos próximos, uno de los caballeros de la comitiva se adelantó y nos dijo muy alterado:

—No se puede pasar… lo siento, tienen que esperar aquí.

El barbero y yo nos miramos sin comprender nada.

—Hemos de continuar, vamos hacia Edimburgo —le dije.

El caballero me miró con curiosidad, al advertir que era español, por lo que me animé a seguir diciendo:

—Soy Rodrigo Díaz de Montiel, soldado español. Y éste es O'Neill, barbero.

—¡Barbero! —exclamó.

Luego miró alternativamente a O'Neill y a la comitiva, y finalmente solicitó que no nos moviésemos de allí. A paso ligero se acercó al coche, dijo algo y todos nos miraron. Luego, acompañado por una de las damas volvió a acercarse a nosotros.

—Por favor —suplicó—. Mi señora tenía preñez para un mes más, pero nos ha sorprendido el parto en pleno viaje y se nos está muriendo en el coche sin que nadie sea capaz de asistirla.

—¡Yo iré! —dijo el barbero muy solícito, recogió unos utensilios del carromato y se apresuró a asistir a la señora.

Yo lo acompañé con el pretexto de ser su ayudante, aunque sólo me movía la curiosidad. Nos acercamos al coche y O'Neill ordenó que lo dejaran solo, con la única compañía de alguien que le fuese dando lo que pidiese, con lo que aproveché la ocasión y me introduje en el coche con él.

Nos encontramos dentro a una dama distinguida, pero desfigurada por el esfuerzo. Estaba extenuada, había perdido mucha sangre y no era capaz de arrojar de sí al bebé que tenía dentro, cuya cabeza asomaba de orejas hacia afuera. Enseguida, O'Neill se subió las mangas, dijo algunas palabras con el ánimo de tranquilizar a la mujer y comenzó a abrir muy lentamente el canal del parto.

—¡Agua! —gritó.

El espectáculo era desalentador: todo el coche ensangrentado, la señora con una pierna a cada lado y el barbero en medio, arremangado y tirando con mucha suavidad de la criatura, susurrando palabras de ánimo para la dama, que resollaba cada vez con menos fuerza. Fuera, el séquito se lamentaba y las asistentas lloraban por entender que su señora se moría, de suerte que O'Neill comenzó a ponerse nervioso y a agitarse sin saber bien qué hacer.

—¡O se callan vuestras mercedes o se las avían con ella! —amenacé sacando la cabeza fuera, enfurecido.

Me miraron perplejos, asintiendo, en reconocimiento de su culpa. Como todos callaron al instante, los gemidos de la señora y las palabras del barbero resonaron atronadoras dentro del coche. Yo observaba con mucha atención, sin ver que aquello avanzase gran cosa, y temí que de un momento a otro se nos fueran ambas criaturas. Como percibiera muy nervioso a O'Neill, le pedí que me dejase ayudarlo.

Se pasó la mano por la frente, para apartar el sudor, y yo tomé el pulso de la madre. Estaba pálida y tenía escasas fuerzas, por lo que pensé que ya había hecho todo cuanto podía en aquel parto. Recordaba —con perdón—, los partos de las vacas en las tierras de mi señor abuelo, que cuando se ponían difíciles había que pasar una soga por las manos del ternero para tirar de él. Aquello no podía hacerse de igual modo, pero tenía que haber alguna forma de sacar de allí a aquella criatura rápidamente. Así que hablé al oído de la mujer:

—Vamos a hacer un último esfuerzo, por el amor de Dios, como si la vida entera se nos escapase por ahí abajo —le supliqué, y ella abrió los ojos y asintió muy débilmente—. Cuando yo diga «ahora».

Introduje las manos cuanto pude entre la cabecita del bebé y el cuerpo de la madre, abriendo al máximo y forzando algo más de la cuenta. Sentí que le producía un leve desgarro, pero no había elección. Ella gimió por el dolor. Entonces, O'Neill se desmayó y cayó como un costal a mis pies. Lo empujé con dificultad fuera del coche, provocando una algarabía en el exterior.

—¡Ahora! —grité.

Entonces la mujer emitió un sonido profundo, como salido de lo más hondo de sus entrañas, y yo abrí su natura cuanto pude, sujetando a la vez la cabeza de la criatura, que salió entera ante la cara de asombro de su madre. Lo coloqué sobre su vientre en el momento en que ella se desvanecía. Cogí una pinza y unas tijeras que había traído consigo el barbero y corté la unión entre madre e hijo, como había oído que había que hacer cuando nacía un niño. Luego extraje las pares que habían quedado dentro y las arrojé fuera. En ese momento, la criatura comenzó a llorar y pude oír el murmullo de aprobación de la comitiva.

—¡Acudid! —ordené a las mujeres que aguardaban a los pies del coche—. Tomad al niño y socorred a la madre, pues está tan débil que yo no daría un maravedí por su vida. Y marchad rápidamente a procurarle los cuidados de un médico.

Algunos caballeros estaban atendiendo a O'Neill, que ya se había repuesto. Me acerqué a él y le dije:

—Os habéis mostrado muy resuelto. Si no hubiera sido por vos no me habría atrevido a hacerlo. Estos señores tienen mucho que agradeceros.

Sentí verdadera admiración por él. La antipatía y la hostilidad que había albergado hacía sólo unas horas, se convirtieron en afecto y comprensión. Aunque no pensaba seguir a su lado, lo abracé muy sinceramente y él sonrió ruborizado.

—Lo habéis hecho vos, no yo, que me he desmayado como un principiante —reconoció.

—Sí, pero yo nunca me habría acercado a ese coche. Y vos no dudasteis un sólo instante.

Luego los caballeros nos rodearon agradeciéndonos todo cuanto habíamos hecho. El que nos había cortado el paso a nuestra llegada nos dijo:

—Venid con nos, por favor. Hemos de agradecer tan gran merced como habéis hecho a la señora condesa. Si vive o no, estará de Dios; pero si no hubiera sido por vuestras mercedes, habría muerto aquí mismo.

Y con ellos fuimos hasta una villa cercana, donde se erigía el palacio de los condes de Rockford, residencia en la cual nos dieron de comer y beber y nos alojaron aquella noche, en unas estancias destinadas a huéspedes de postín. Me aseé y me puse las ropas que me dieron, tan lujosas que no había vestido yo de aquella guisa desde mi infancia. Y no fui capaz de conciliar el sueño, no sé si por la incertidumbre en lo que se refería a la salud de la condesa o por el tiempo que hacía que no daba con mis huesos en una cama.

Capítulo 46

R
esultó que la condesa sobrevivió a tan tormentoso parto, y por ello nos prodigaban los criados grandes cuidados. El conde, que estaba de viaje, fue informado de la noticia en la distancia y envió su agradecimiento a través de un parcial que vino a mostrarnos sus respetos. A cada momento venían las mozas de la casa a darnos noticias de su señora, que estaba deseando conocernos:

—La señora condesa está débil aún, pero nos dice que pidáis cuanto deseéis y no os quedéis a medias en vuestra solicitud —nos decían.

O'Neill seguía mostrándose distante y avergonzado, a pesar de que lo trataba yo como si tal cosa. Sin embargo, veía en él arrobamiento y sumisión a mis dictados, con lo que entendí que seguía sintiéndose atraído por mí, y esa situación me incomodaba. El día que anunció que se marchaba no tuve la intención de retenerlo más tiempo. Los sirvientes le dijeron que tuviese la amabilidad de esperar a que su señora estuviese bien para recibirlo. El, tal vez por su desmayo el día del parto, no quiso esperar y se dispuso a partir. Antes, por orden de la condesa, le entregaron una bolsa de monedas de oro que acogió con gran regocijo. Luego nos despedimos, él en su pescante junto al perro y yo a los pies del carromato.

—Gracias por vuestra ayuda —le dije sinceramente—. Ha sido para mí un placer conoceros.

—El placer ha sido mío, creedme —ironizó—. Me hubiera gustado teneros por ayudante mucho más tiempo. Pero así son las cosas. Id con Dios y que tengáis toda la suerte del mundo en vuestro empeño por regresar a España.

Me miraba con delectación, y volví a compadecerme de él.

—No os olvidaré, me sentía a gusto con vos —se sinceró finalmente, arreó el caballo y se marchó camino del litoral, hacia donde iba cuando nos encontramos y cambió su rumbo por mí.

Yo seguí en aquella casa porque, vive Dios, me trataban a cuerpo de rey. Y porque veía en los señores condes la única posibilidad de encontrar el apoyo necesario para embarcar rumbo a Flandes. Aunque no había vuelto a ver a la condesa, sus criadas me hacían halagos continuos, hasta excesivos en algunos casos, y especialmente una de ellas que se llamaba Maureen, la cual era muy agraciada y resuelta.

—Está vuaced muy guapo esta mañana —me decía coqueta—. Da un aire a los otros españoles que pasaron antes por aquí.

—¿Qué españoles? —inquirí con gran curiosidad.

—Hace un año más o menos los señores condes ayudaron a unos españoles que iban camino de Flandes. Un capitán y otros soldados que venían con él.

—¿Recordáis su nombre? ¿Era el capitán Cuéllar?, —pregunté para confirmar mis sospechas.

—Creo que sí… aunque le llamábamos don Francisco…

—¡Sí! ¡Don Francisco de Cuéllar! —exclamé—. ¡Es mi amigo y compañero de viaje! ¿Qué fue de él?

—¡Ah! Pues se llevó mendigando mucho tiempo por Escocia hasta que unos señores de Edimburgo supieron de su existencia gracias a nuestro señor. Luego le hicieron beneficio y le buscaron la forma de volver a vuestra nación.

—¡Dios bendito! ¡Eso es lo que yo quisiera!

—¿No está vuestra merced bien entre nosotros? —me preguntó apenada.

—Sí que lo estoy, mujer. Pero es que llevo mucho tiempo fuera de casa, poniendo en peligro mi vida una y otra vez desde hace casi dos años.

Luego me sonreía de nuevo y se ponía a enredar en su cabello, arrimándose a mí y acariciándome distraídamente, hasta que un día de juegos y zalamerías fuimos a dar rienda suelta a nuestro embeleso en los aposentos de la servidumbre, donde nos solazamos una y otra vez, porque si ella buscaba en mí un caballero apuesto, yo tenía gran necesidad, y una mujer tan apasionada y agraciada como ella no era de despreciar.

Y así llegó el día en que la señora de la casa quiso volver a verme para agradecer que salvase su vida y la de su recién nacido. Envió a una de las criadas a buscarme, la cual me rogó que la acompañase por diversos corredores, hasta que llegué a un salón muy adornado por grandes lámparas de araña, tapices, cuadros y mármoles. Todo en él era digno de admirar, por sus riquezas y buen gusto en la disposición de cada pieza.

—Comprenda vuestra merced que… —comenzó a decirme la criada, mordiéndose el labio superior, como si hubiese algo que le rondase el pensamiento y que no se atreviera a decir.

Yo permanecí callado, a la espera de que terminase la frase, pero como viera que no lo hacía, la conminé a hablar:

—Que comprenda ¿qué?

—Bueno… ya sabe… la señora no ha llamado a vuestra merced antes por lo violento de la situación.

—¡Violento! —exclamé extrañado—. Os ruego que os expliquéis, porque no sé a qué os referís.

Tenía las mejillas enrojecidas y se abanicaba con ambas manos, mientras decía:

—¡Por favor!, ¡qué sofoco!, ¡qué sofoco! Quiero decir que vuestra merced ha visto a la señora en circunstancias muy diferentes a las de hoy, claro —dijo de corrido para no trabarse.

—¡Era eso! —pensé en voz alta.

Así que la señora condesa estaba a la vez agradecida y avergonzada por haber sido un hombre quien la había asistido en el parto. Yo había visto sus partes pudendas y ella se sentía cohibida por ello.

—¿Lo entiende ahora? —suspiró aliviada la moza.

—Bueno, dígale a su señora que en esas circunstancias, como puede comprender, va la vida y no otra cosa, y que sólo tengo en la mente al recién nacido sano y salvo. Es todo.

Me miró asintiendo, pero supe por su gesto que no iba a decir tal cosa a la condesa y que su cometido era simplemente darme a conocer que su señora estaba algo molesta por la situación, por lo que debería hacerme cargo y no hablar de aspectos que pudieran comprometerla o avergonzarla.

Al momento me hizo pasar a una salita donde estaba la condesa. Si no la hubiera visto ese día, junto a la ventana, sentada en un sillón blanco, sonriente y muy restablecida, la habría recordado como una mujer avejentada, amarillenta, sudorosa y mal compuesta. Pero la imagen que conservaba no tenía nada que ver con aquélla otra que tenía ante mí: una joven muy bonita, de ojos grandes y azules, cara de ángel y otras beldades que me sorprendieron.

Al verme entrar sonrió y se ruborizó un tanto. Pero yo me adelanté al incomodo, me incliné haciendo una reverencia y diciendo:

—Soy el más feliz de los hombres al ver a vuestra merced con tan hermosa compostura, y me siento dichoso por haber cruzado Dios nuestros caminos.

Entendió ella al momento lo del cruce de caminos y rió abiertamente, poniéndose en pie.

—Gracias, Rodrigo. A vuestra merced debo la vida. Podéis pedir cuanto deseéis —me ofreció.

—Ahora mi deseo es que terminéis de reponeros de tan difícil parto, y vuestro hijo también. Cuando eso sea una realidad os pediré algo que anhelo con todas mis fuerzas.

—¡No, por favor! Pedid ya lo que os ronda la cabeza. Es justo que si estoy en disposición de ayudaros, ponga todo mi empeño en hacerlo. Mi esposo se dirige hacia aquí y llegará en unos días, y él también estará encantado de complaceros.

—Soy soldado español, náufrago de la Armada que el rey don Felipe envió contra Inglaterra —le conté con determinación—. Llevo dos años penando por Irlanda y luego por Escocia. Y sólo deseo pasar a Flandes para poder regresar a España.

—¡Ah! Es eso. Igual que otros compañeros vuestros que pasaron por aquí cosa de un año o algo más.

—Sí, señora. Era el capitán don Francisco de Cuéllar acompañado por otros compañeros y amigos.

Me contó, como había hecho su sirvienta, que don Francisco había mendigado algún tiempo por Escocia después de haber llegado al litoral procedente de Irlanda, de la que había huido como yo, gracias a don Redmund O'Gallagher. Luego de vivir de la limosna de algunos caballeros de Edimburgo, éstos hicieron llegar un mensaje al duque de Parma, quien de inmediato se hizo cargo de la situación, pagando el transporte a un mercader escocés que hacía la ruta de Holanda, a razón de cinco escudos por cabeza.

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