Read La ciudad de la bruma Online

Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

La ciudad de la bruma (8 page)

—Sabía que te gustaría conocerle. Desde que llegué a Londres he podido hacer muy pocos amigos, Joseph es uno de ellos, y tú otro, Mr. William Ravenscroft.

William se sorprendió al oírle hablar así. Hacía poco desde que se habían conocido, y recordando aquel primer día, cuando Gregory le salió al paso, no se le habría ocurrido entonces pensar ni por un momento que ambos podrían llegar a considerarse amigos.

Justo antes de separarse, William dijo:

—Es necesario ser mala persona para dar pábulo a ese rumor sobre Joseph.

—Sí, no es solo que resulte imposible que él sea el asesino, por sus condiciones físicas, ya has visto lo que le cuesta moverse, sino que aparte de eso, Joseph es el mejor ser humano que conozco. Es increíble, con todo lo que ese hombre ha pasado sería comprensible que odiase a la gente; casi nadie se ha portado bien con él, excepto el doctor Treves, y sin embargo es el tipo más agradable y cariñoso que puedas imaginar. Es un ser extraordinario. Pero ya sabes que la gente tiene por costumbre hablar sin fundamento.

* * *

En el año 1881, la ciudad de Londres se convirtió para Jeremiah Winston en un infierno aún mayor y más terrible que el que había vivido en Maiwand. Las pesadillas que desde la batalla le asediaban por las noches, ahora también lo hacían a pleno día; creía ver enemigos agazapados en cualquier parte, preparados para tenderle una emboscada. Las calles, por muy concurridas que estuvieran, se transformaban a sus ojos en los áridos paisajes afganos. Cada vez que doblaba una esquina, temía ser víctima de una emboscada…

Durante su estancia en el hospital de campaña, en la larga convalecencia que le había impedido regresar a Inglaterra hasta ahora, no había hecho otra cosa que rememorar la imagen de Angela, su prometida, la misma que solo había esperado unos pocos meses para entregarse en matrimonio a otro hombre. El amor de entonces había cogido ahora la forma del odio más visceral. Si al menos la tuviese a ella, quizás podría superar su actual situación, convertido no en un héroe de guerra como había previsto, sino en un símbolo de deshonra para Inglaterra. Traicionado por su prometida y también por su socio, dado de lado por los mismos que había creído que le aplaudirían a su vuelta, notó cómo en su interior se abría paso una rabia difícil de controlar. Aquel país al que tanto había amado y por el que había ido a luchar a una tierra lejana y extraña, se le mostraba ahora como un nido de traidores e hipócritas. ¿Cómo podían acusarle de deshonra a él y a los que habían luchado y muerto a su lado los que no se habían atrevido a ir a la guerra, los que se habían quedado cómodamente en sus hogares, sin imaginar siquiera el horror de Maiwand?

En los días siguientes encontró a varios compañeros que habían luchado en Afganistán, y todos le fueron contando sus propias desventuras: nadie les ofrecía trabajo, a pesar en algunos casos de habérselo prometido al partir. Más de uno malvivía desde su regreso en pensiones que más parecían pocilgas, sobreviviendo gracias a la caridad o al hurto.

—No hay nada que hacer —le dijo uno de ellos, al que la guerra le había despojado de la esperanza y de un trozo de la pierna izquierda—. Nuestro país nos ha abandonado, ahora somos parias.

Pero Jeremiah no pensaba rendirse tan pronto.

* * *

Esa noche, mientras la mayor parte de Londres dormía, Jeremiah Winston se coló en las oficinas de la empresa Ravenscroft, pues sabía que de día le negarían una y otra vez el acceso, y al amanecer continuaba allí, esperando.

Cuando sir Ernest Ravenscroft entró en su despacho, tardó unos segundos en percatarse de que su ex socio ocupaba su sillón, y al verlo al fin se quedó paralizado, dominado por un miedo repentino.

—Buenos días, Ernest—dijo Jeremiah, impostando un tono jovial y alegre que contrastaba con su aspecto sucio y desastrado.

—¿Cómo has entrado?

—Volando, ¿te parece?

Sir Ernest trató de controlarse y comportarse con aparente normalidad.

—¿Quieres una copa?

—No, demasiado temprano para mí, pero gracias. Lo que quiero es mi dinero, ya que te pones tan amable.

Su interlocutor respiró hondo mientras se servía un dedo de whisky, luego emitió una carcajada que se quedó en un simple amago.

—¿Tu dinero? ¿De qué dinero estás hablando?

—¡Lo sabes perfectamente! Lo teníamos todo preparado antes de mi marcha.

—Sí, pero te fuiste, pese a que te aconsejé no hacerlo. Ahora todo es distinto.

Jeremiah comenzó a impacientarse y se levantó con tanto ímpetu que el sillón cayó hacia atrás y sir Ernest dio un respingo.

—¿Distinto? —gritó—. Ahora no te interesa que te asocien conmigo, ¿no es eso? Así lo dijo tu secretario, ese maldito Dawson.

—Es cuestión de negocios… Si no se te hubiera metido en la cabeza esa tontería absurda de ir a hacer la guerra.

—¡Fui por mi honor!

—¡Mira a dónde te ha llevado tu honor!

Jeremiah cerró los puños, pero algo refrenó sus impulsos de golpear al que había sido en otro tiempo su mejor aliado.

—No ha sido mi honor el que me ha hecho esto, ¡habéis sido vosotros!

—¿Nosotros?

—¡Tú, Angela e Inglaterra entera!

—No me culpes a mí por lo de Angela. Ya te advertí sobre el tipo de mujer que era, pero tampoco quisiste hacerme caso en eso. Y en cuanto a nosotros, ¿qué quieres que te diga? —preguntó con aires de superioridad. Sí, habíamos hecho planes, pero en el mundo de los negocios hay que saber cuándo conviene buscar un socio y cuándo vale más actuar por cuenta propia. Yo ya no te necesito, mira a tu alrededor, mis empresas van viento en popa. Hace un año tuviste tu oportunidad, pero preferiste disfrazarte de héroe. Ahora no me interesa tenerte como socio.

—Pero has sacado ventaja de mis ideas, ¿no es cierto? Has seguido adelante con nuestro plan.

—Permíteme recordarte que no habíamos firmado nada.

—¡Has hecho mucho dinero gracias a mí!

Sir Ernest dio un trago mientras meditaba su siguiente paso. No quería que se trasluciese su nerviosismo. Tras unos breves segundos, una amplia sonrisa se dibujó en su rostro.

—Tienes razón, Jeremiah.

—Por supuesto que tengo razón.

Sir Ernest se llevó la mano a uno de los bolsillos de la chaqueta y extrajo un juego de llaves, con las que se dirigió a una puerta lateral del despacho que conectaba con otra estancia mucho más reducida. Jeremiah oyó el tintineo de las llaves y le vio regresar al momento con un fajo de libras esterlinas. Sir Ernest las depositó sobre su mesa y se retiró para volver a servirse un poco más de whisky.

—Tú mismo, Jeremiah. ¿Cuánto crees que te mereces?

El otro le miró con odio, sin responder. Sir Ernest se mantuvo de espaldas, aparentando un desinterés alejado de la realidad. Solo se giró al oír que la puerta del despacho se cerraba, entonces miró hacia su mesa y comprobó que su ex socio se había llevado todo el dinero.

* * *

A pesar de que la delincuencia era algo frecuente, especialmente en la zona oriental de Londres, donde la miseria y la pobreza extrema convivían a diario con distintos niveles de violencia, los crímenes que habían tenido lugar en el último mes se salían de lo habitual. Los terribles asesinatos de Martha Tabram, Mary Ann Nichols y Annie Chapman estaban en boca de todos. Gracias a las detalladas y morbosas descripciones que había ofrecido la prensa, eran pocos ya los que dudaban que el asesino de las tres mujeres fuera una misma persona.

Aunque algún supersticioso creía que hablar de ello era tentar a la mala suerte, las muertes de las tres prostitutas y la misteriosa identidad del criminal se convirtieron en un tema recurrente en todas las conversaciones durante aquellos días. Gregory percibió cómo en su pensión se extendía una atmósfera de total desconfianza; el hecho de que la última víctima se hubiese alojado allí, hacía que los demás inquilinos sospechasen los unos de los otros.

—Hasta yo duermo con un ojo abierto —reconoció el joven poeta, amoldándose al ritmo lento y renqueante con que Joseph Merrick avanzaba por Whitechapel Road.

—La gente es desconfiada por naturaleza —dijo Joseph, sabiendo perfectamente, por propia experiencia, lo que decía—; ahora ven al asesino en cualquier parte, en cualquier esquina, detrás de cualquier mirada.

—Bueno, es normal, ¿no crees? Todo el mundo tiene miedo. Al fin y al cabo, el asesino puede ser realmente cualquiera, por lo que yo sé. Sería diferente si se supiesen al menos las razones de los asesinatos.

Joseph Merrick no contestó. Comprendía lo que su amigo quería decir, y en el fondo estaba de acuerdo con él, pero no podía dejar de pensar en lo difícil que era encontrar razones en un mundo en el que reinaba la sinrazón. Todavía nadie había sido capaz de darle una sola razón que explicase su enfermedad, su aspecto físico; el suyo era un caso único, había oído decir a los médicos más de una vez, y se había pasado noches innumerables intentando hallar una razón, un motivo que le sirviese para entender por qué él, de entre todos los miembros de la humanidad, había sido elegido para sufrir aquella enfermedad sin cura que le había transformado en poco menos que un prisionero. La inmensa mayoría de sus semejantes le repudiaba, hasta el punto de que había acabado por preferir su reclusión voluntaria en el hospital porque no podía soportar las expresiones de horror y asco en la cara de la gente que se cruzaba con él por la calle. Algo se le rompía por dentro, sobre todo cuando veía a algún niño pequeño detenerse en seco al fijar sus ojos en él, los pies clavados en el suelo, incapaz de gritar o correr, imaginando que era un monstruo escapado de algún recóndito lugar de su propia imaginación.

Sin embargo, en esta ocasión había decidido saltarse sus propias normas. Aparte del doctor Treves y de Gregory, no podía decirse que contase con más amistades, así que aquella invitación por parte de William le había llenado de ilusión. Antes de salir, se había envuelto en una amplia capa con una capucha que cubría por completo su desproporcionada cabeza. Aun así, notó más de una mirada curiosa y recelosa a su paso.

Llegaron a la Mansión Ravenscroft cerca de las siete de la tarde, y apenas tuvieron que esperar en la puerta. William estaba ansioso por recibir su visita. Su sensación de soledad se acentuaba conforme iban pasando los días y veía sus posibilidades de reencontrarse con Elizabeth cada vez más remotas. Como suele decirse, dar con ella era como hallar una aguja en un pajar. ¿Cómo encontrar a alguien que no quiere ser encontrado en una ciudad en la que vivían millones de personas?

Así pues, la mejor forma que se le ocurrió de mantener su mente ocupada y dejar de pensar en ella fue profundizar en su naciente amistad con Gregory y Joseph, dos seres tan opuestos a él y, en cambio, tan similares en ciertos aspectos. En la vida de William no había habido más relación de afecto que la que había tenido con la señora Connelly y la breve que mantuvo con Elizabeth; con su padre, sir Ernest, no había prácticamente existido relación alguna, así que ahora se sentía ciertamente ilusionado. Los recelos que había tenido al conocer a Gregory habían dado paso a la convicción de que se trataba en realidad de un joven honrado y honesto en el que William creía que podía confiar plenamente, pese a las notables diferencias existentes entre ellos, tanto familiares como de situación económica. Pero William era lo suficientemente inteligente para tener muy presente que él no había hecho nada para merecer su buena posición, todo lo que tenía lo había heredado, él todavía no había hecho nada por sí mismo que le hubiese llevado a ganar un sólo penique. Gregory se había granjeado para siempre su respeto al pedirle un empleo si lograba encontrar a Elizabeth.

Sin esconder una mueca de asombro, Leonard les hizo pasar y les guió al salón preferido de William, el que daba directamente a la ribera norte del río. Mientras los dos invitados se acercaban al ventanal, su anfitrión fue a un aparador y les ofreció una bebida; las botellas permanecían allí como recuerdos de otra vida desde que su padre las había tocado por última vez.

—Preferiría un té, si no te importa —respondió Joseph; sus ojos se habían iluminado ante la visión del Tamésis, en cuya superficie oscura se reflejaban las luces proyectadas desde las dos orillas.

—En absoluto, yo también tomaré.

—Entonces que sea para los tres —dijo Gregory.

William dirigió una mirada a Leonard y este fue a la cocina para ordenar a Mrs. Christie que preparase la infusión.

Joseph solamente tenía ojos para el río, pero Gregory inspeccionó con admiración la amplísima estancia en la que se encontraban. Calculó que solo con los elementos decorativos que había allí, los cuadros, los diversos jarrones, el espejo que colgaba de la pared sobre el aparador de las bebidas, podría obtenerse más dinero del que él había visto en su vida. Y eso sin mencionar los muebles: pensó que cualquiera de los cuatro sillones que estaban dispuestos formando un semicírculo sería digno de acoger las posaderas de algún monarca. Sin embargo, le llamó poderosamente la atención que en varias de las superficies a la vista se podía apreciar claramente una capa de polvo, prueba de que nadie se había molestado en limpiar a conciencia en bastante tiempo. La imagen se le antojó una triste metáfora: la Mansión Ravenscroft estaba demasiado próxima a la ciénaga del East End y la suciedad que cubría Whitechapel y Aldgate avanzaba hasta las mismas narices de los ricos.

El mayordomo reapareció con una bandeja en la que llevaba una tetera humeante, tres tazas y una fuente con pastas. Lo dejó sobre la mesa e hizo un gesto con la cabeza en dirección a William antes de dejarles a los tres a solas.

Joseph fue a sentarse en uno de los sillones y aceptó la taza que William le tendía. La alzó ligeramente en su infantil mano izquierda y entonó un brindis:

—Por nosotros tres, que estamos solos en el mundo, pero que al menos estamos juntos en ello.

Los otros dos secundaron el brindis y ocuparon también un asiento. Por unos minutos cayó sobre ellos un silencio incómodo. Fue Joseph quien primero volvió a hablar, temeroso de que los ánimos se viniesen abajo si ese silencio se alargaba en exceso:

—De camino hacia aquí, Gregory me comentaba que en la pensión Crossingham's todos los inquilinos son sospechosos de asesinato.

Cogido por sorpresa, William arqueó las cejas sin comprender y Gregory se apresuró a explicarle:

Other books

The Haunted Carousel by Carolyn Keene
The Front by Patricia Cornwell
Ice Diaries by Revellian, Lexi
The End of the Line by Stephen Legault
Sugar on the Edge by Sawyer Bennett
Eros by Helen Harper
Settlers' Creek by Nixon, Carl
The Panda Puzzle by Ron Roy


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024