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Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

La ciudad de la bruma

 

El joven William Ravenscroft recibe un encargo que no puede rechazar: la mujer que siempre ha cuidado de él le pide que encuentre a su hija y, para intentar localizarla, William tiene que adentrarse en un lugar en el que le aguardan peligros, secretos insospechados y toda una galería de personajes que cambiarán su vida en los siniestros barrios del East End londinense.

Atrévete a entrar con él.

Daniel Hernández Chambers

La ciudad de la bruma

ePUB v1.1

Wertmon
02.09.12

Título original:
La ciudad de la bruma

Daniel Hernández Chambers, mayo de 2010.

Editor original: Wertmon (v1.0)

ePub base v2.0

A Martin y Nicolás,

que con sus sonrisas disipan cualquier bruma.

Prólogo

Entre el verano y el otoño de 1888 se cometieron varios asesinatos en la ciudad de Londres. Debido al modus operandi y a las características similares de las víctimas, así como al hecho de que los crímenes tuvieron lugar en un área muy reducida, desde muy pronto Scotland Yard consideró que habían sido cometidos por una misma persona.

Iniciando un juego macabro, el asesino se puso en contacto con la prensa y con la policía utilizando un apodo que se hizo inmediatamente famoso. Aunque se investigó a varios sospechosos, Scotland Yard no consiguió atrapar al culpable; nunca se logró averiguar su verdadera identidad, pero el apodo que él mismo inventó continúa siendo mundialmente célebre. Incluso a día de hoy, más de un siglo después, el caso permanece abierto.

A lo largo de los años han proliferado las teorías que pretendían resolver el enigma: una sugería que el asesino era un carnicero arruinado que fue recluido en un manicomio, donde falleció; otra afirmaba que se trataba de un joven profesor que falleció ahogado en el Támesis antes de poder ser atrapado; otra decía, sin basarse en ninguna prueba, que el criminal era Lewis Carroll, el autor de
Alicia en el País de las Maravillas
; y aún otra más, surgida ya a mediados del siglo veinte, insinuaba que el criminal era miembro de la familia real británica, el príncipe Albert, duque de Clarence, quien habría actuado con la ayuda de un cirujano de la corte. Esta última tesis sostenía que Scotland Yard había averiguado su identidad, pero que había decidido mantenerla oculta para evitar un escándalo en el que se vería afectada la mismísima reina. A pesar de las contundentes pruebas en contra de esta teoría, como el hecho de que en las mismas fechas en que se cometieron algunos de los asesinatos el Duque había estado reunido con multitud de testigos en lugares muy distantes de Londres, la creencia en
un asesino con sangre azul
sigue muy extendida, gracias en buena medida al morbo que conlleva.

Es muy discutida la cantidad exacta de víctimas: algunos expertos consideran que fueron cuatro, otros afirman que fueron cinco o tal vez seis, y todavía otros aumentan esa cifra bastante más. En lo que sí coincide la gran mayoría de los investigadores es en la fecha del último asesinato, el ocho de noviembre. La razón de ese final abrupto sigue siendo un misterio tan impenetrable como el de su identidad. Nadie ha sido capaz de explicar por qué cesaron los asesinatos.

En las páginas siguientes se presenta una historia que ha permanecido ignorada durante más de un siglo…

William

—William, ¡William, despierta!

Oyó la voz de la señora Connelly llamándole, introduciéndose en sus sueños como siempre que remoloneaba en la cama. Pero en aquella ocasión la voz misma era un sueño. Lo comprendió al abrir los ojos y reconocer su dormitorio bajo la débil luz del atardecer. La señora Connelly había fallecido hacía una semana, tras una larga enfermedad, y desde entonces nadie le llamaba a gritos para que despertara. Solo ella había tenido tanta intimidad con él como para hacerlo. Leonard, el mayordomo, no se atrevía a hacerlo.

William había cambiado sus hábitos desde la muerte de su nodriza. Ahora pasaba la mayor parte del día durmiendo, mientras que de noche era cuando más activo se sentía. Solía despertar con la caída de la tarde y ya no volvía a acostarse hasta el alba. Al principio no se había tratado de una variación voluntaria, sino que más bien se debía al hecho de haber pasado varias noches despierto junto al lecho de la señora Connelly, cuidándola a medida que la fortaleza de la mujer menguaba y su resistencia era vencida por la enfermedad. Durante varios días William apenas durmió, y cuando finalmente el desenlace fatal se produjo, cayó rendido a lo largo de un día entero, sin que sus ojos volvieran a abrirse hasta el siguiente anochecer. Desde entonces había descubierto que la tarde y la noche eran sus momentos preferidos. De día dormía, despertaba con el atardecer y de noche a veces salía y deambulaba por las calles de Londres, que con la oscuridad y la bruma omnipresente adquirían contornos oníricos, a veces de ensueño, otras veces de pesadilla.

La Mansión Ravenscroft, donde vivía, se alzaba majestuosa en la orilla norte del río Támesis, muy próxima a la fortaleza de la Torre de Londres. William, a pesar de su juventud, era su único dueño después de la muerte, a principios de verano, de su padre. En el breve espacio de un mes había perdido a su padre y a su nodriza. En contra de lo que se pudiera pensar, el fallecimiento de su progenitor apenas le había afectado, pues la relación entre ambos había sido siempre muy fría y distante. Guando llegó la noticia del accidente, el incendio de la fábrica y las oficinas y la posterior aparición de los cadáveres calcinados, William no supo cómo se suponía que debía reaccionar, qué se esperaba de él. En su interior surgieron sentimientos que nunca antes había experimentado y que no sabría definir… No brotó de sus ojos ni una sola lágrima, y a menudo se sintió mal por ello. Pensó que los demás, el resto de la gente, podían creer que si no lloraba era porque no lamentaba la muerte de su padre. Pero a veces el llanto no tiene la forma de lágrimas. Además, su nodriza enfermó de inmediato y la mente de William se ocupó en su cuidado.

La desaparición de la señora Connelly sí provocó que un torrente de lágrimas se derramase por sus mejillas. Su infancia estaba repleta de recuerdos de ella, y su muerte, al contrario que la de sir Ernest Ravenscroft, supuso un trastorno brusco en su vida. No había vuelta atrás, su niñez concluyó aquel mismo día en que la buena mujer dejó una frase interrumpida en sus labios.

Ahora se encontraba solo. La ausencia definitiva de los dos seres con los que había compartido su existencia había dejado a su alrededor una soledad total, casi sólida y palpable. Hacia Leonard, el mayordomo, nunca había sentido gran confianza; era un hombre mayor, casi anciano, fiel y servicial, pero algo tosco y demasiado silencioso. En ocasiones William se sobresaltaba al descubrir su presencia cerca de él cuando no le había visto ni oído llegar. De niño habría jurado más de una vez que Leonard era capaz de dormir mientras, de pie en un rincón, aguardaba alguna instrucción de su padre. Y Mrs. Christie, la cocinera, parecía vivir las veinticuatro horas del día en la cocina, como si sufriera algún tipo de alergia a cualquier otra estancia de la casa. Como contrapartida a la sensación de soledad que le embargaba, era inmensamente rico. Había heredado la mansión y los negocios de su padre; no tenía nada de lo que preocuparse, los abogados se habían ocupado de todo, las fábricas continuarían en funcionamiento y William ni siquiera tendría que llevar sobre sus hombros la pesada carga de la dirección del negocio, a no ser que él mismo decidiese hacerlo. Mientras tanto, su futuro estaba completamente garantizado a base de rentas y beneficios, como único heredero del pequeño imperio Ravenscroft.

No tenía el más mínimo interés en ponerse al mando, el mundo de los negocios le resultaba ajeno y ni siquiera sabía con exactitud a qué se había dedicado su difunto padre, qué era lo que ocurría en el interior de sus fábricas (la elaboración de determinados productos con los que se comerciaba en ultramar, poco más sabía). Cada cierto intervalo de tiempo le visitaba Mr. Dawson; el que había sido mano derecha de su padre y ahora estaba al frente del equipo directivo, un tipo regordete y de piel enrojecida, con aspecto de bonachón, le ponía al corriente de cómo marchaba todo y le pedía que estampara su firma en algunos documentos, cosa que William hacía sin poder evitar sentirse importante y respetado.

Aún en el lecho, se desperezó y permaneció un rato tumbado boca arriba, contemplando las gigantescas vigas del techo. A través de las cortinas entraba una luz cada vez más frágil.

En el momento en que se incorporaba llegó a sus oídos un sonido distante, la madera crujiendo sobre su cabeza, en la planta superior. Se quedó quieto y escuchó con atención… De un tiempo a esta parte la mansión se había llenado de ruidos inesperados, pisadas imposibles, chirridos y rozaduras, cosas que parecían arrastrarse, lamentos de la madera envejecida. Cuando el mayordomo y la cocinera se habían retirado a sus aposentos en el sótano y William estaba solo, esos sonidos cobraban una nueva dimensión; en ocasiones juraría que había alguien más en la casa, aunque sabía que no era el caso. Sin embargo, había veces en las que las pisadas en el piso de arriba, inmediatamente sobre su cabeza, se hacían claramente distinguibles. Más de una vez había subido corriendo, esperando sorprender a algún intruso… pero no había encontrado nada más que vacío y silencio.

Una mañana, antes de que la enfermedad la postrara en la cama, lo había comentado durante el desayuno con la buena señora Connelly.

—Los edificios antiguos como este están llenos de ruidos —le había respondido ella—. No hagas caso, es el armazón de la casa, que se queja por el peso y los años.

—De ruidos y de fantasmas —dijo William, medio en broma.

La señora Connelly sonrió.

—Los fantasmas solamente sirven para asustar a los niños pequeños. Y tú ya no eres un niño pequeño, no debes tener miedo de esos ruidos.

—No tengo miedo, señora Connelly.

La mujer volvió a sonreír, pasándole la mano por la cabeza con cariño.

William, que no había conocido a su madre, con frecuencia deseaba que la señora Connelly y él fueran realmente madre e hijo. Ella siempre había estado allí, junto a él, haciéndose cargo de la casa y de su educación. Cuando de pequeño había enfermado, había sido ella quien había velado su descanso; cuando alguna pesadilla le había hecho despertar, había sido ella la que había acudido enseguida a calmarle, permaneciendo en la habitación hasta que de nuevo le vencía el sueño. Ninguna de esas cosas las había hecho nunca su padre, solamente ella. Era de origen irlandés, de familia campesina; había emigrado a Londres con la esperanza de encontrar un futuro mejor en la metrópolis, y desde antes de que naciera William había entrado a trabajar como ama de llaves para sir Ernest Ravenscroft.

* * *

—Perdóname, William… —había dicho la mujer, tumbada en la cama. El muchacho sostenía su mano entre las suyas y la acariciaba con calidez.

—¿Perdonarla? ¿Por qué? ¿Qué quiere decir?

—… Siento mucho no haberme atrevido… a decírtelo…

—¿De qué está hablando, Mrs. Connelly?

De la boca entreabierta de la mujer salió un estertor y un par de palabras ininteligibles. Tenía los ojos cerrados y su respiración era angustiosa y sibilante. Tras unos segundos eternos de silencio, volvió a hablar:

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