Read La ciudad de la bruma Online

Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

La ciudad de la bruma (3 page)

Se entretuvo mirándolos: todas las obras de Shakespeare y Marlowe, varios tomos de poesía y otros tantos sobre diversas materias (algunas tan inusuales que William jamás las había oído). Se preguntó si acaso su padre habría leído aquella ingente cantidad de libros o simplemente los guardaba con afán de coleccionista.

Fue a la mesa e intentó abrir los cajones, pero estaban cerrados, así que trató de localizar la llave en vano y finalmente, picada ya su curiosidad, se decidió a forzarlos. Introdujo el filo de un cuchillo por la ranura y trasteó hasta que oyó un pequeño
clic
. El primero estaba repleto de papeles con el membrete de la empresa; en el otro cajón había más de lo mismo, pero también un par de cartas…

* * *

Una sombra se deslizaba por las calles próximas al río. Cubierta por la noche y por la bruma, que parecía adherirse a las cosas y distorsionaba las formas, la oscura silueta avanzó con seguridad hasta detenerse frente a la inmensa mole de su destino. Nadie pudo verlo, pero bajo el embozo la sombra sonrió.

Con la agilidad obtenida por la repetición constante, ascendió por la pared hasta alcanzar una de las ventanas más altas, empujó la hoja hacia arriba y se coló en el interior. Una vez dentro, permaneció inmóvil, atento a cualquier ruido, pero el silencio era total. El lugar parecía desierto. Cuando sus ojos se acostumbraron a la negrura, fue a la puerta de la estancia en que se hallaba y la abrió: el pasillo también estaba a oscuras y en silencio. Avanzó por él y llegó hasta el nacimiento de una pequeña escalera, subió y abrió una nueva puerta. No necesitaba ninguna luz para orientarse.

El nombre de la sombra era Jeremiah Winston, aunque ya casi nadie le llamaba así. Diversas circunstancias le habían llevado a convertirse en poco más que un espectro, uno más de los incontables fantasmas que habitaban la inmensa urbe londinense.

Años atrás todo había sido muy distinto para él. Entonces había confiado plenamente en la vida y en lo que el futuro pudiera depararle; se había sentido afortunado y orgulloso. Ahora ya no. Ahora su interior solo albergaba un sentimiento, la ira, condimentada con un cegador deseo de venganza.

Todo había empezado a cambiar en un lugar llamado Maiwand, al otro lado del mundo, el veintisiete de julio de 1880. Jeremiah Winston estaba allí formando parte del 66 Regimiento de Infantería, y durante la práctica totalidad del día pensó que jamás saldría con vida. Junto a varios regimientos más, todos a las órdenes del general Burrows, habían sido enviados para detener el avance de las tropas afganas hacia Kandahar. Hasta entonces los ingleses habían conseguido la victoria en todas las batallas de la guerra, pero en Maiwand sería distinto. Enfrente, los dos mil quinientos soldados de Burrows encontraron a veinticinco mil hombres sedientos de sangre y se vieron obligados a emprender la retirada.

La derrota fue tan contundente que muy pocos lograron salvarse; del regimiento de Winston solo sobrevivió un tercio, muchos de ellos malheridos. Él mismo recuperó la conciencia dos días después, y sus ojos continuaron mostrándole las imágenes de la carnicería, tan reales y próximas que intentaba incorporarse del lecho para huir de ellas. Le llevó meses recuperarse de las heridas y la experiencia vivida, y sin embargo, lo peor aún le estaba esperando.

* * *

El señor Stevens cometió un error.

—Señorito Ravenscroft —otra vez esa palabra,
señorito
, dicha en un tono despectivo con el que Stevens quería indirectamente ofender a William, pero este optó, como en la ocasión anterior, por pasarla por alto—, me temo que la chica ha muerto.

La noticia le dejó sin habla. ¡Muerta! No había pensado ni un instante en semejante posibilidad. Evitó la mirada de Stevens, que le observaba atento a su reacción. Muerta. ¿Y ahora qué? Desde el fallecimiento de su nodriza se había empeñado en reencontrar a su hija, pero si eso no resultaba posible no sabía qué más hacer. Era como estar entre muros de una altura infranqueable. Parecía que todo el mundo a su alrededor moría y William no sabía cómo reaccionar ni cómo sentirse.

—Siento ser mensajero de desgracias —lo dijo con indiferencia, como si realmente no lo sintiera en absoluto.

—¿Cómo ocurrió? —quiso saber, tras un intervalo de silencio.

—Creo que sería mejor ahorrarle los detalles, es algo desagradable y triste.

—Desde luego que lo es, pero aun así quiero saberlo. Dígame todo cuanto ha averiguado.

—Bien, como usted quiera. —Stevens habló de la investigación que había llevado a cabo como si no fuera más que una anécdota ordinaria—. Sucedió la primavera pasada, la del año pasado, en abril. Verá, cuando Elizabeth abandonó el internado en Essex…

—¿Internado? —interrumpió William, desconcertado.

Su interlocutor le miró como si le sorprendiera su desconocimiento sobre aquel punto.

—Sí, así es. Elizabeth fue internada en un colegio a la edad de doce años, creía que usted lo sabía.

—No, yo entonces debía tener once, o diez. Solamente supe que ella se fue de aquí, nada más.

—Realmente no se fue, la llevaron.

—¿Pero quién? —no podía haber más que una respuesta, pero William necesitaba oírla de labios del investigador.

—Su padre, señorito, sir Ernest Ravenscroft corrió con los gastos del internado… mientras ella estuvo allí, al menos. Elizabeth se escapó con diecisiete años.

—¿Qué? ¿Qué quiere decir? ¿Por qué habría de escaparse?

—Al parecer el internado en cuestión no es un sitio muy confortable, ni grato. Digamos que no es Eton. Allí pude confirmar que Elizabeth se había marchado, como digo, con diecisiete años, tras un total de cinco de estancia. Lo que sucedió después me ha resultado muy complicado de averiguar. Por lo visto, el propósito de Elizabeth fue regresar a Londres, pero sin dinero era difícil.

—No lo entiendo. ¿Por qué no se puso en contacto? Mi padre, o mi nodriza, cualquiera de los dos la habría ayudado.

Stevens hizo una mueca de desinterés.

—Si se puso en contacto o no, no puedo saberlo. Pero el hecho mismo de que se escapara del internado sugiere un rechazo de Elizabeth hacia su madre, y probablemente también hacia el padre de usted, por ser quien costeaba el colegio. No sería de extrañar que lo mal que lo pasó allí la hubiese hecho repudiar a su propia madre, y a sir Ernest, culparles de los malos tratos sufridos…

—¿Malos tratos?

—He podido constatar que las internas del colegio no son muy bien atendidas, por decirlo así. La cuestión es que Elizabeth, si pidió ayuda, no la obtuvo. Yo me inclino a pensar que no la pidió, y que aunque quería regresar a Londres, no era para volver con su madre. Y, de cualquier modo, lo cierto es que nunca llegó a Londres.

William no pudo impedir quedarse boquiabierto.

—Consiguió trabajo en una posada en Brentwood —prosiguió Stevens—, limpiando y sirviendo comidas, e intentando ahorrar para costearse el viaje hasta aquí. Los dueños de la posada me dijeron que la acogieron como a una hija, y que el tiempo fue pasando y poco a poco ella cambió de opinión. Ya no le atraía tanto volver a Londres, tal vez porque se encontraba a gusto allí, no sé. Puede ser que no quisiera ver de nuevo a su madre, tampoco lo sé. Me contaron que poco después de las últimas navidades enfermó, un resfriado que dio paso a una mala gripe y terminó por convertirse en una pulmonía que no acababa de curarse. Durante todo el invierno su salud fue empeorando, hasta que en el mes de abril la pobre ya no pudo resistir más.

William se incorporó súbitamente; su enfado se traslucía en su rostro, estaba a punto de romper a gritar y llamar
mentiroso
a aquel tipo deleznable, pero logró controlarse. Algo le dijo que tal vez no le conviniese demostrar que era consciente de que estaba intentando engañarle. Stevens le miró con sus ojos saltones, asombrado por su reacción. William se giró, dándole la espalda y rodeó el sillón hasta situarse frente a la ventana; antes de hablar, soltó el aire de sus pulmones para que su voz no le traicionase:

—Muy bien, Mr. Stevens. Parece que no voy a necesitar más sus servicios. Hágale llegar su minuta a Mr. Dawson y gracias por todo. Puede marcharse.

—De acuerdo, señorito.

Escuchó sus pasos alejándose y, un momento después, la puerta abriéndose y volviendo a cerrarse inmediatamente.

Casi sin querer, William comenzó a hacerse preguntas para las que no tenía respuesta: ¿Por qué Stevens pretendía hacerle creer que Elizabeth había muerto en una fecha en la que él sabía que estaba viva? ¿Qué oscura intención podía tener aquel embuste? ¿Era todo cosa del propio Stevens, o seguía instrucciones de alguien más? Y, si así era, de nuevo: ¿por qué?

Elizabeth no estaba muerta. Al menos no en aquella fecha que el investigador había asegurado. Era mentira. Las dos cartas que había encontrado en el despacho-biblioteca de su padre eran de Elizabeth, y una de ellas estaba fechada el día cinco de mayo de aquel mismo año, un mes después de que, según el investigador, hubiera muerto. Además, en el sobre de esa misma carta había un matasellos de Whitechapel, lo que demostraba que sí había llegado a Londres…

Pero había muchas más preguntas sin respuesta agolpándose en la cabeza de William, tantas que le provocaban una incómoda sensación de mareo. ¿Por qué estaban aquellas cartas allí, en el despacho de su padre, y no en la habitación de la señora Connelly? ¿Por qué motivo no había absolutamente nada entre las cosas de su nodriza acerca de Elizabeth? ¿Por qué él nunca había sabido que la habían enviado a un internado, si es que aquel punto del relato de Stevens era cierto? Puede que eso también fuera falso, pura invención.

Apoyó la frente contra el cristal y cerró los ojos. No se sentía capaz de contestar ninguna de aquellas preguntas, pero, por otra parte, no estaba dispuesto a permitir que le engañasen tan fácilmente.

* * *

Un gran incendio en el muelle tiñó de rojo el cielo en la noche que dio paso al viernes 31 de agosto. Llovía intensamente y los truenos retumbaban sin cesar, seguidos por relámpagos que rasgaban las nubes.

William contempló ensimismado la tormenta, sentado frente a la ventana del salón con las dos cartas de Elizabeth en sus manos. Las había leído por enésima vez buscando en ellas alguna pista, algún hilo del que poder tirar.

En la primera, con fecha del quince de diciembre del año anterior, Elizabeth le contaba a su madre en apenas tres párrafos que estaba trabajando en la posada
The Captn's Parrot

1

, en las afueras de Brentwood (lo cual coincidía con el relato de Stevens), y terminaba diciendo que pronto emprendería el viaje a Londres. A pesar de la brevedad, no se distinguían en la carta indicios del supuesto rechazo de la hija hacia la madre, aunque tampoco había muestras de cariño; era una carta formal, como la enviada a un conocido, no a una madre.

La segunda, la que presentaba el matasellos de Whitechapel, era aún más breve:

Madre
,

Por fin he llegado. Estoy en la pensión Cooney's. Ven a verme, sabes que yo no voy a acercarme a la Mansión Ravenscroft.

Elizabeth

Lo único que tenía estaba allí: en mayo estaba viva y se encontraba en la pensión Cooney's. Eso no demostraba que todavía siguiera con vida, pero al menos sí confirmaba que lo que Stevens le había contado era falso. Por un instante pensó en decírselo a Mr. Dawson, pero tal vez él estuviese relacionado con la mentira de Stevens… aunque de ser así, la razón se le escapaba. No entendía qué interés podía tener Mr. Dawson en engañarle. Probablemente todo hubiese sido idea del propio investigador, consciente de que hallar a una persona sin tener apenas pistas resultaría una empresa ardua y complicada y confiando en que William se diese por satisfecho con su versión. Pero no había contado con que William hallaría las cartas de Elizabeth.

A partir de ahora, si quería dar con ella tendría que hacerlo por su cuenta.

* * *

Mientras los ojos de William leían y releían aquella segunda carta, Mary Ann Nichols, conocida por todos como
Polly
, buscó refugio en la pensión del número dieciocho de la calle Thrawl, pero el dueño la obligó a abandonar el establecimiento al no tener dinero para pagar una cama. Solamente llevaba encima en aquel momento un peine, un pañuelo y un trozo de espejo en el que de vez en cuando se miraba para acicalarse.

—Guárdeme una cama libre, jefe —pidió Polly, consciente de que aquella horrible noche no era para pasarla al raso—. Volveré enseguida con el dinero necesario.

Con las ropas sucias y raídas, salió a la calle en busca de algún cliente… y ya no regresó. Alrededor de las dos y media de la madrugada estaba tan borracha que caminaba apoyándose en las paredes para no caer de bruces al suelo, y apenas una hora más tarde estaba muerta.

Su cuerpo fue hallado en un callejón adoquinado, sucio y maloliente, oscuro como un pozo sin fondo.

* * *

Despertó sobresaltado. Algo, un ruido, había penetrado en sus sueños y le había hecho abrir los ojos. Sin saber por qué, estaba nervioso y su corazón latía con fuerza, como cuando despertaba de alguna de sus pesadillas infantiles años atrás. Todavía no había amanecido, por lo que dedujo que no debía haber pasado mucho tiempo desde que se había quedado dormido. Sin moverse, trató de recordar aquel sonido…
Un golpe
, se dijo,
algo que cae y produce un golpe seco
. Aguzó sus oídos, pero lo único que ahora se escuchaba era el repicar de la lluvia contra los cristales.

Se dio la vuelta para intentar dormirse de nuevo, pero supo que ya no podría hacerlo. Fuera lo que fuera lo que había oído, le había desvelado.

A su mente acudió un recuerdo que creía olvidado: una noche de lluvia como esa, cuando no debía tener sino seis o siete años, despertó también al oír unas pisadas por el pasillo. Al principio se asustó, pero enseguida comprendió que tenía que tratarse de la señora Connelly, así que se levantó y se asomó. Quien estaba allí era Elizabeth, comenzando a descender la escalera hacia la planta baja.

—¿Qué haces?

—Tengo sed —respondió ella en un susurro—. Quiero un poco de agua.

William dudó un segundo y la siguió.

—¿También tú tienes sed?

—Sí. —En realidad no la tenía, pero quería ir con ella. Aquella niña recién llegada a la casa le fascinaba y le provocaba desconfianza a un tiempo.

Other books

The Clairvoyant Countess by Dorothy Gilman
Too Big to Run by Catherine Hapka
Grace by T. Greenwood
Wicked Godmother by Beaton, M.C.
Finding Sophie by Irene N.Watts
The Dastardly Duke by Eileen Putman
Banksy by Gordon Banks


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024