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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (55 page)

BOOK: La chica del tambor
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–Me he perdido -dijo tercamente Picton-. Yo creía que ustedes y los cabezas cuadradas habían fumado la pipa de la paz hace ya tiempo.

Puede que a Kurtz se le congelara la sonrisa en el rostro, pero su respuesta fue un modelo de evasiva.

–Así es, comandante, pero de todos modos Jerusalén tiene la impresión de que, dada la sensibilidad de nuestras fuentes y la complejidad de las simpatías políticas alemanas en este momento, no podemos informar a nuestros amigos suizos sin hacer lo propio con sus homólogos germanos. Hacerlo significaría imponer un injusto silencio a los suizos en sus tratados con Wiesbaden.

Picton se permitió también un largo silencio. Antaño, su avinagrada mirada de incredulidad había hecho maravillas con hombres de menor empaque, a quienes les preocupaba lo que pudiera ser de ellos a renglón seguido.

–Le supongo enterado de que ese tipejo de Alexis vuelve a estar en el candelero. Lo sabía, ¿no? -preguntó Picton como de pasada. Había algo en Kurtz que empezaba a pararle los pies: un reconocimiento, sino de la persona, sí al menos de la especie.

Kurtz dijo que estaba al corriente, desde luego. Pero ello no pareció afectarle, pues pasó con decisión al siguiente anexo.

–Un momento -dijo Picton. Estaba examinando su expediente, anexo número 2-. Conozco a este guaperas. Es el genio que superó su propio récord hace un mes en la
autobahn
de Munich. Y se llevó consigo a la holandesita, ¿no?

Descuidando por un momento su manto de supuesta humildad, Kurtz repuso:

–Así es, comandante. Según nuestras informaciones, tanto el vehículo como los explosivos implicados en tan funesto accidente fueron suministrados por los contactos del señor Mesterbein en Estambul y transportados vía Yugoslavia hasta la frontera austriaca.

Picton cogió el trozo de papel que Malcolm le había devuelto y lo movió adelante y atrás frente a sus ojos como si fuera miope, cosa que desde luego no era.

–Me comunican que en la caja mágica que hay abajo no consta ningún Mesterbein -proclamó con fingida despreocupación-. Ni en la lista blanca ni en la lista negra; ni rastro del muy cabrón.

Paradójicamente, eso pareció complacer a Kurtz.

–Comandante, esto no significa que su magnífico departamento de informes haya incurrido en la menor falta de eficiencia. Según tengo entendido, el señor Mesterbein ha sido considerado hasta hace muy poco un individuo inocuo incluso por Jerusalén. Y lo mismo vale para sus cómplices.

–¿Incluida la rubia? -preguntó el capitán Malcolm, volviendo al asunto de la acompañante de Mesterbein.

Pero Kurtz se limitó a sonreír y a recabar la atención de su público sobre otra fotografía, mediante el gesto de ajustarse las gafas. La foto había sido tomada en Munich desde la acera de enfrente por el equipo de vigilancia, y en ella aparecía Yanuka, por la noche, a punto de entrar en el edificio donde tenía el apartamento. La instantánea estaba empañada, como suele pasar con las fotos hechas con rayos infrarrojos y a baja velocidad de obturación, pero a efectos de identificación era suficientemente clara. Yanuka iba en compañía de una mujer alta y rubia a la que se veía de medio perfil. La mujer estaba como en segundo plano mientras él introducía una llave en la cerradura del portal; se trataba de la misma persona que había llamado la atención del capitán en la fotografía anterior.

–¿Qué sitio es éste? -preguntó Picton-. París, no, desde luego.

–Es Munich -dijo Kurtz, y especificó la dirección.

–¿Y
cuándo
? -quiso saber Picton con tal brusquedad que por un momento aparentó haber confundido a Kurtz con un subalterno.

Pero Kurtz optó una vez más por soslayar la pregunta:

–La mujer se llama Astrid Berger -dijo, y de nuevo la desvaída mirada del otro se posó en él con una especie de suspicacia fundada.

Privado demasiado tiempo de intervenciones importantes, el policía galés había decidido entretanto dedicarse a leer los datos personales de la señorita Berger:

–«Berger, Astrid, alias Edda, Helga»… alias lo que te dé la gana… «Nacida en Bremen en 1954, hija de un rico naviero.» Caramba, se relaciona usted con la flor y nata, Mr. Raphael. «Estudia en las universidades de Bremen y Frankfurt; licenciada en ciencias políticas y filosofía en 1978. Colabora ocasionalmente en periódicos satíricos de la extrema izquierda germano-occidental, últimas señas conocidas: París, en 1979; visita asiduamente Oriente Medio…»

–Otra intelectual de mierda -le interrumpió Picton-. Consigue más datos, Malcolm.

Al salir de nuevo Malcolm de la habitación, Kurtz aprovechó para tomar de nuevo la iniciativa.

–Si es usted tan amable, comandante, de comparar las fechas, verá que la última visita de la señorita Berger a Beirut fue en abril de este año, coincidiendo así con la del señor Mesterbein. Se encontraba asimismo en Estambul durante la escala que allí realizó Mesterbein. Llegaron en vuelos diferentes pero se alojaron en el mismo hotel. Adelante, Mike.

Litvak les ofreció un par de formularios fotocopiados, pertenecientes al registro de hotel, a nombre del señor Anton Mesterbein y la señorita Astrid Berger, con fecha del 18 de abril. Al lado, aunque muy reducido debido a la reproducción, había el recibo de la factura pagada por Mesterbein. El hotel era el Hilton de Estambul. Mientras Picton y el inspector jefe examinaban los documentos, la puerta se abrió y se volvió a cerrar.

–Increíble, señor. Astrid Berger también es
[2]
-dijo Malcolm con la más desolada de las sonrisas.

–Dígame, eso significa que no está fichada, ¿verdad? -preguntó Kurtz al punto.

Picton alzó su bolígrafo de plata con las yemas de los dedos de ambas manos y se puso a darle vueltas frente a sus dispépticos ojos.

–En efecto, así es -dijo con aire pensativo-. Es usted el primero de la clase, Mr. Raphael.

La tercera fotografía que mostró Kurtz -o, como Litvak lo llamaría irreverentemente después, su tercer as en la manga- había sido tan bien falsificada que ni siquiera los mejores expertos en reconocimiento aéreo de Tel Aviv habían conseguido distinguirla de entre otras varias que fueron invitados a examinar. Se veía a Charlie y a Becker la mañana de su partida, acercándose al Mercedes en el patio del hotel de Delfos. Becker llevaba la bolsa de Charlie y su cartera negra, mientras Charlie, ataviada con sus galas griegas, llevaba su guitarra. Becker vestía el blazer rojo, camisa de seda y zapatos Gucci. Su mano derecha enguantada estaba a punto de abrir la portezuela del conductor. Su cabeza también era la de Michel.

–Comandante, esta fotografía fue tomada por pura casualidad sólo dos semanas antes de la bomba a las afueras de Munich, incidente en el que, como usted bien ha dicho, cierta pareja de terroristas pereció por sus propios explosivos. La pelirroja que aparece en primer plano es súbdita británica. Su acompañante la llamaba «Juana», mientras que ella se dirigía a él por el nombre de «Michel», que sin embargo no era el que figuraba en el pasaporte.

Fue como si la temperatura hubiese caído en picado. El inspector jefe miró a Malcolm con una sonrisa tonta, y Malcolm pareció responderle de igual modo; aunque paulatinamente quedó claro que la sonrisa de Malcolm poco tenía que ver con lo que suele entenderse por humor. Pero era la impresionante inmovilidad de Picton lo que centraba toda su atención, su aparente negativa a obtener información de otra fuente que no fuera aquella fotografía, puesto que Kurtz, al referirse a un súbdito británico, se había aventurado sin saberlo en el terreno sagrado de Picton, y nadie hacía tal cosa sin correr un serio peligro.

–Conque
pura casualidad…
-repitió Picton con los labios prietos mientras seguía contemplando la fotografía-. Imagino que sería
un buen amigo
que casualmente tenía la cámara a punto… esas puñeteras casualidades, ¿no?

Kurtz sonrió tímidamente pero no dijo nada.

–Hizo un par de copias a toda prisa y las mandó a Jerusalén por si había algo. Él estaba de vacaciones y al ver a aquel par de terroristas pensó que las fotos servirían de algo.

La sonrisa de Kurtz se ensanchó, y, para su sorpresa, vio que Picton sonreía también, aunque con cara de pocos amigos.

–Bueno, sí, creo que conozco a esa clase de amigos, ustedes tienen amigos por todas partes, ahora que lo pienso… -Por un momento nada agradable pareció que ciertas frustraciones de los días que Picton había pasado en Palestina habían vuelto inesperadamente a la superficie, amenazando desbordarse en un estallido de mal humor. Pero se contuvo, suavizó su expresión, dominó su tono y relajó su sonrisa hasta hacerla parecer casi amistosa. Pero Kurtz tenía sonrisas a prueba de bomba, y la cara de Litvak estaba tan contorsionada por su mano que se diría que se estaba partiendo de risa o que tenía un dolor de muelas salvaje.

El anodino inspector jefe se aclaró la garganta y, con bonhomía típica de galés, aventuró otra oportuna intervención.

–Veamos, señor, aun en el caso de que fuera inglesa, cosa que me parece a todas luces una conjetura de lo más hipotética, no hay ninguna ley, al menos en este país, que prohíba acostarse con un palestino. No se puede organizar una persecución a nivel nacional de una señora sólo por eso. ¡Estaríamos apañados…!

–Aún hay más -dijo Picton, volviendo a mirar a Kurtz-. Mucho más.

Pero por su modo de hablar parecía estar diciendo: éstos siempre tienen más que decir.

Sin menoscabo de su buen humor, Kurtz invitó a los presentes a examinar el Mercedes que aparecía a la derecha de la foto. Excusándose por no saber mucho de automóviles, aseguró que según su equipo se trataba de un modelo sedán, color burdeos, con antena de radio en la aleta delantera, dos retrovisores exteriores, cerradura centralizada y cinturones de seguridad sólo en los asientos delanteros. Por todos estos detalles, y muchos otros no visibles, dijo, el Mercedes de la fotografía se correspondía con el Mercedes que había estallado accidentalmente a las afueras de Munich y del que había quedado milagrosamente intacta casi toda la parte frontal.

–¿Y no será, señor -propuso Malcolm a modo de solución-, que no es una inglesa sino la holandesa de marras? Que tenga el pelo rojo o rubio no significa nada. Y lo de ser inglesa será porque las dos hablaban inglés.

–Silencio -ordenó Picton, y encendió un cigarrillo sin ofrecer tabaco a nadie más-. Deje que siga -añadió, y tragó gran cantidad de humo sin expulsarlo.

Entretanto, la voz de Kurtz se había ensanchado al igual que, al menos por un momento, sus espaldas. Había puesto ambas manos cerradas sobre la mesa, a ambos lados de su expediente.

–Tenemos asimismo información de una fuente distinta, comandante -proclamó con renovada energía-, según la cual el mismo Mercedes fue conducido desde Grecia hasta Austria atravesando Yugoslavia por una joven con pasaporte británico. Su amante no la acompañaba en esta ocasión, pero llegó antes que ella a Salzburgo en un vuelo de Austrian Airlines. La misma compañía aérea tuvo el privilegio de reservarle alojamiento en Salzburgo en el hotel Osterreichister Hof, donde según nuestras investigaciones se registraron como monsieur y madame Laserre, aunque la dama en cuestión no hablaba francés sino inglés. El personal del hotel la recuerda por su aspecto llamativo, su cabellera pelirroja, la ausencia de alianza matrimonial y por su guitarra (cosa que causó no poco regocijo), así como por el hecho de que aunque abandonó el hotel con su marido a primera hora de la mañana, regresaría después para utilizar sus servicios. El portero jefe recuerda haber pedido un taxi para que llevara a madame Laserre al aeropuerto, y recuerda también la hora en que lo pidió: las dos de la tarde, poco antes de quedar libre de servicio. El portero se brindó a confirmarle su reserva de vuelo para el caso de que hubiera alguna demora, pero madame Laserre no se lo permitió, presumiblemente porque no pensaba viajar con el nombre de Laserre. Hay tres vuelos desde Salzburgo que encajan con la hora, uno de ellos a Londres en Austrian Airlines. En el despacho de billetes de la compañía una secretaria recuerda perfectamente haber hablado con una inglesa pelirroja que disponía de un pasaje de chárter de Tesalónica a Londres que pretendía canjear, cosa que no fue posible. Por consiguiente, la chica se vio obligada a comprar un billete de ida a precio normal, que pagó en dólares americanos. Billetes de veinte, en su mayoría.

–No me sea tan esquivo, caray -gruñó Picton-. ¿Cómo se llama la chica? -añadió, aplastando bruscamente el cigarrillo.

En respuesta a su pregunta, Litvak había empezado a distribuir fotocopias de una lista de pasajeros. Estaba pálido, como si le doliera algo. Cuando hubo dado la vuelta completa a la mesa, se sirvió un poco de agua, aunque en toda la mañana apenas había abierto la boca.

–Al principio, y para nuestra consternación -confesó Kurtz mientras los demás pasaban a examinar la lista-, no encontramos ninguna Juana. Todo lo más un tal Charmian. El apellido lo tiene usted delante. La mujer de Austrian Airlines ha confirmado nuestra identificación; es la número treinta y ocho de la lista. Se acuerda incluso de la guitarra. Por casualidad, resulta que es una admiradora del gran Manitas de Plata; de ahí que la guitarra dejara en su memoria una honda impresión.

–Vaya, otra puñetera amiga de ustedes -dijo groseramente Picton. Litvak tosió.

La última prueba presentada por Kurtz procedía también del maletín de Litvak. Kurtz extendió ambas manos para que Litvak la depositara en ellas: era un fajo de fotografías que aún estaban pegajosas debido al líquido fijador. Kurtz las repartió sin muchos miramientos. En ellas se veía a Mesterbein y a Helga en el vestíbulo de salidas de un aeropuerto. Mesterbein miraba abatido a la media distancia. Detrás de él, Helga estaba comprando medio litro de whisky libre de impuestos. Mesterbein llevaba un ramo de orquídeas envuelto en papel de seda.

–Aeropuerto Charles de Gaulle, París, hace treinta y seis horas -dijo enigmáticamente Kurtz-. Berger y Mesterbein disponiéndose a tomar el vuelo París-Exeter con escala en Gatwick. Mesterbein pidió un coche de alquiler en Hertz para que estuviera disponible a su llegada al aeropuerto de Exeter. Regresaron ayer a París los dos, menos las orquídeas, siguieron la misma ruta. La Berger viajaba bajo el nombre de Maria Brinkhausen, nacionalidad suiza, un nuevo alias que añadir a su larga lista. El pasaporte correspondía a uno de tantos confeccionados en Alemania del Este para uso de palestinos.

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