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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (26 page)

BOOK: La chica del tambor
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Kurtz se lamió el pulgar y pasó una página; murmuró algo a Litvak, quien a su voz masculló unas palabras, pero no en inglés. Luego cerró la carpeta color ante y la dejó en su cartera.

–«Un par de veces. Eso es todo. Luego me entró miedo -recitó, pensativo-. ¿Algún cambio respecto a tu declaración?

–¿Por qué habría de cambiarla?

–«Un par de veces.» ¿Es correcto?

–¿Por qué no habría de serlo?

–Un par son dos, ¿no?

Encima de ella, la luz pareció vacilar, ¿o eran imaginaciones suyas? Se volvió en su silla. José estaba inclinado sobre la lamparita, demasiado absorto para levantar siquiera los ojos. Al darse la vuelta, Charlie vio que Kurtz seguía esperando.

–Dos o tres -dijo-. ¿Y qué?

–¿Cuatro? ¿Un par puede ser cuatro?

–¡Déjame en paz!

–Debe de ser un problema de lingüística, supongo. «Iba a ver a mi tía un par de veces al año.» Bien podían ser tres, ¿no es cierto? Es posible que cuatro. Cinco, imagino que cinco sería el límite. Cinco ya sería «media docena». -Siguió hojeando lentamente sus papeles-. ¿Quieres corregir lo de «un par» y dejarlo en «media docena», Charlie?

–He dicho un par y quiero decir un par.

–¿Dos?

–¡Sí, hombre, dos!

–Bueno, pues dos. «Sí, asistí a esas reuniones solamente dos veces. Puede que otros hicieran ejercicios militares, pero mi curiosidad era más bien sexual, recreativa, social. Amén.» Firmado Charlie. ¿Podrías poner fecha a esas dos visitas?

Ella le dio una fecha del año anterior, poco después de juntarse con Al.

–¿Y la otra?

–No me acuerdo. ¿Qué más da?

–«No se acuerda.» -Su voz sonó muy baja, pero sin perder un ápice de su fuerza. Ella se la imaginaba avanzando pesadamente hacia ella como un animal desgarbado-. ¿La segunda vez vino poco después de la primera, o existió un lapso entre las dos ocasiones?

–No lo sé.

–«No lo sabe.» El primer fin de semana fue un curso de introducción para principiantes. ¿Correcto?

–Sí.

–¿Introducción a qué?

–Ya lo he dicho antes. Experiencia sexual en grupo.

–Charlas, seminarios, lecciones, ¿nada?

–Bueno, charlas sí.

–¿Sobre qué temas?

–Principios básicos.

–¿De qué?

–Del radicalismo, ¿de qué iba a ser?

–¿Recuerdas quién pronunciaba esas charlas?

–Una lesbiana con pecas nos habló sobre feminismo; un escocés al que Al admiraba nos habló sobre Cuba.

–Y la siguiente vez (fecha olvidada, la segunda y última), ¿quién dirigió las charlas?

No hubo respuesta.

–¿Tampoco te acuerdas?

–¡No!

–Es un poco raro que recuerdes nítidamente la primera vez (el sexo, los temas de discusión, los preceptores), pero nada de la segunda.

–¡Después de estar toda la noche contestando preguntas estúpidas, no es nada raro!

–¿Adónde vas? -preguntó Kurtz-. ¿Necesitas ir al baño? Rachel, acompaña a Charlie al baño. Rose, por favor.

Se estaba levantando. Alguien se acercó a ella desde las sombras.

–Me marcho. Ejerzo mi capacidad de elección. Quiero largarme ahora mismo.

–Tu capacidad de elección podrás ejercerla en aspectos concretos, y sólo cuando se te invite a ello. Si no recuerdas quién habló en este segundo seminario, entonces tal vez puedas decirme la naturaleza del curso.

Ella seguía de pie y, de alguna manera, el hecho de estar erguida la hacía más pequeña aún. Se dio la vuelta y vio a José con la cabeza apoyada en una mano, apartada la cara de la lamparita. En medio de su temor, le pareció verle flotar en una especie de ciudad intermedia, entre el mundo de ella y el de él. Pero allá donde mirase, la voz de Kurtz se le metía en la cabeza. Charlie apoyó las manos sobre la mesa, se inclinó hacia adelante; se hallaba en un templo desconocido sin amigos que la aconsejaran; sin saber si arrodillarse o ponerse de pie. Pero la voz de Kurtz estaba en todas partes y habría dado lo mismo tumbarse en el suelo que salir volando por la ventana de vidrio coloreado y a cien kilómetros de distancia; ningún lugar estaba a salvo de su ensordecedora intromisión. Levantó las manos de la mesa y se las llevó a la espalda, apretándolas con fuerza pues estaba perdiendo el control de sus ademanes. Las manos cuentan, las manos hablan. Las manos actúan. Notó cómo se consolaban la una a la otra como dos niños aterrorizados. Kurtz le estaba preguntando por una resolución.

–¿Tú la
firmaste,
Charlie?

–¡Yo qué sé!

–Pero, Charlie, al término de una sesión siempre se aprueba una resolución. Hay un debate. Una resolución. ¿Cuál fue? ¿Intentas decirme en serio que no
sabes
qué resolución fue ésa, que ni siquiera sabes si la firmaste? ¿Podría ser que rehusaras firmarla?

–No.

–Sé razonable, Charlie. ¿Cómo puede una persona de tu mal valorada inteligencia olvidar algo como una resolución formal al término de un seminario de tres días?, ¿una cosa que se redacta más de una vez, sobre la que se vota, que se aprueba o no se aprueba, se firma o no se firma? ¿Cómo es posible? Por el amor de Dios, una resolución es algo que implica toda una serie de incidencias. ¿Por qué de repente eres tan poco concreta, cuando tienes la capacidad de hilar tan fino en otras cuestiones?

A ella le importaba un pito. Tan poco le importaba que ni siquiera se iba a molestar en decirlo. Estaba absolutamente extenuada. Tenía ganas de sentarse otra vez pero estaba como pegada al suelo. Necesitaba una pausa, ir a orinar, tiempo para arreglarse el maquillaje… y cinco años de sueño. Únicamente un resquicio de convencionalismo teatral le decía que debía seguir de pie y llegar hasta el final.

Allá abajo, Kurtz acababa de sacar una nueva hoja de papel del maletín.

Fastidiado por ese papel, decidió dirigirse a Litvak:

–Ha dicho dos veces, ¿cierto?

–Máximo dos -concedió Litvak-. Le has dado oportunidad de variar la apuesta pero ella se ha quedado en dos.

–¿Y qué tenemos nosotros?

–Cinco.

–Entonces, ¿de dónde saca el dos?

–Está esquivando la realidad -explicó Litvak, ingeniándoselas para parecer más decepcionado aún que su compañero-. La está esquivando en un doscientos por cien, más o menos.

–Entonces, miente -dijo Kurtz, reacio a aceptar esa deducción.

–Desde luego -dijo Litvak.

–¡No he mentido! ¡Se me olvidó! ¡Fue Al! ¡Sólo fui por Al,
eso es todo
!

Entre los bolígrafos metálicos que Kurtz llevaba en el bolsillo superior de su sahariana, guardaba también un pañuelo caqui. Tras sacárselo, se lo pasó por la cara como si se quitara el polvo, y se enjugó la boca. Luego lo devolvió a su bolsillo y movió una vez más su reloj, de izquierda a derecha, ejecutando un ritual privado.

–¿Quieres sentarte?

–No.

Su negativa sólo hizo que entristecerle.

–He dejado de comprenderte, Charlie. Mi confianza en ti está menguando.

–¡Pues que mengüe, coño! ¡Estoy harta de que me pongas de vuelta y media! ¿Por qué tengo que jugar al tira y afloja con un hatajo de matones israelíes? Buscaos algún árabe para ponerle una bomba en el coche. Dejadme tranquila. ¡Os odio! ¡A ti y a todos vosotros!

Diciendo esto, Charlie tuvo una sospecha de lo más curiosa. Dedujo que ellos la estaban escuchando sólo a medias, y que la otra mitad de su atención estaba puesta en estudiar su técnica. Si alguien hubiera exclamado «Vamos a hacer otra toma, Charlie, un poco más despacio», no le habría sorprendido en lo más mínimo. Pero entretanto Kurtz tenía una proposición que hacer y por nada del mundo de su Dios judío -como ella bien sabía ahora- se iba a detener.

–Charlie, no entiendo tus evasivas -insistió él. Su voz estaba recuperando el ritmo habitual. Su fuerza permanecía intacta-. No comprendo las discrepancias entre la Charlie que nos estás ofreciendo y la Charlie del expediente. Tu primera visita a esa escuela de revolucionarios tuvo lugar el quince de julio del año pasado, un curso de dos días para principiantes sobre el tema genérico de colonialismo y revolución, y es cierto que fuiste en autobús, un grupo de actores, incluido Alastair. Tu segunda visita tuvo lugar un mes después, también con Alastair, y en aquella ocasión tú y tus compañeros de estudios tuvisteis como profesores a un supuesto exiliado boliviano que rehusó dar su nombre y también a un caballero igualmente anónimo que aseguraba hablar en nombre del ala provisional del IRA. Tú firmaste generosamente un cheque personal de cinco libras para cada una de estas organizaciones, y aquí tenemos fotocopia de esos cheques.

–¡Lo hice por Al! ¡Estaba sin un céntimo!

–La tercera vez fue al cabo de un mes, para tomar parte en un patético debate sobre la obra del pensador americano Thoreau. El veredicto del grupo, en esta ocasión, veredicto que tú suscribiste, fue que a nivel de militancia, Thoreau era un idealista insignificante con muy poco conocimiento práctico del activismo, o sea, un cero a la izquierda. No sólo apoyaste esa sentencia sino que auspiciaste una resolución suplementaria clamando por un mayor radicalismo de todos los camaradas.

–¡Lo hice por Al! ¡Quería que me aceptasen! ¡Quería complacer a Al! ¡Al día siguiente ni me acordaba!

–Llegado el mes de octubre, tú y Alastair fuisteis de nuevo a Dorest, esta vez para asistir a una muy oportuna sesión sobre el tema del fascismo burgués en las sociedades capitalistas occidentales, y en esa ocasión jugaste un papel protagonista en las discusiones de grupo, deleitando a tus camaradas con numerosas anécdotas ficticias sobre el criminal de tu padre, la necia de tu madre y tu educación represiva en general.

Había dejado de protestar. Había dejado de pensar o de ver. Había empañado su mirada y se estaba mordiendo suavemente el interior de la mejilla a modo de penitencia. Pero lo que no podía era dejar de escuchar, porque eso no se lo permitía la voz de Kurtz.

–Y la última vez, como nos ha recordado Mike, fue en febrero de este mismo año, cuando tú y Alastair honrasteis con vuestra presencia una sesión cuyo tema has obstinado en borrar de tu memoria, salvo hace un rato cuando tuviste el desliz de insultar al Estado de Israel. En esta ocasión el debate estuvo exclusivamente dedicado a la lamentable expansión del sionismo mundial y a sus vínculos con el imperialismo americano. El actor principal fue un caballero que representaba supuestamente a la revolución palestina, aunque se negó a decir a qué facción de ese gran movimiento pertenecía. También rehusó, en el sentido más literal, a darse conocer, ya que sus facciones estuvieron ocultas por una capucha que le daba un aire apropiadamente siniestro. ¿Todavía no te acuerdas de ese conferenciante? -No le dejó tiempo para responder-. Habló de su propia vida de heroísmos como un gran guerrero y asesino de sionistas. «Yo sólo tengo un pasaporte: mi fusil», afirmó. «¡Se acabó el ser refugiados! ¡Somos un pueblo revolucionario!» Provocó cierta agitación a su alrededor y más de uno, pero tú no, dijo que tal vez había ido demasiado lejos. -Hizo una pausa, pero ella seguía sin hablar. Él se acercó su reloj y le dedicó a Charlie una lánguida sonrisa-, ¿Por qué no nos cuentas estas cosas? ¿Por qué vas dando tumbos de aquí a allá sin saber qué mentira vas a decirnos a continuación? ¿Es que no te he dicho que necesitamos conocer tu pasado? ¿Y que nos gusta mucho?

De nuevo esperó una respuesta de ella, pero fue en vano.

–Sabemos que tu padre nunca estuvo en la cárcel. Nunca vinieron los administradores a tu casa, nadie se llevó tu pony. El pobre hombre sufrió una pequeña quiebra por incompetencia que no perjudicó más que a un par de gerentes de bancos locales. Sus deudas fueron honrosamente saldadas, si puede decirse así, mucho antes de morir; unos cuantos amigos suyos reunieron un poco de dinero para ayudarle, y tu madre siguió siendo para él una esposa satisfecha y leal. No fue culpa de tu padre que tú dejaras prematuramente el colegio, sino tuya. Te habías convertido en alguien, digamos, demasiado accesible a varios chicos de la localidad, y a su debido tiempo los rumores llegaron a oídos del personal académico. En consecuencia fuiste apresuradamente expulsada del internado como elemento corruptor y potencialmente escandaloso, debiendo volver con tus exageradamente indulgentes padres, quienes como de costumbre te perdonaron tus transgresiones, para gran frustración tuya, e hicieron todo lo posible por creer tu versión. Con los años has ido tramando toda una ingeniosa ficción en torno a aquel incidente para hacerlo llevadero, y has terminado creyéndote tú misma la historia inventada, aunque en el fondo tu memoria te juega malas pasadas y te lleva por sitios impensados. -Una vez más, Kurtz trasladó su viejo reloj a un lugar más seguro de la mesa-. Somos tus amigos, Charlie. ¿Crees que te echaríamos la culpa por una cosa así? ¿Crees que no entendemos que tus ideas radicales son la exteriorización de una búsqueda de dimensiones y respuestas que nadie te dio cuando más las necesitabas? Somos tus amigos, Charlie. Nosotros no somos mediocres, aburridos, apáticos, suburbanos ni conformistas. Queremos participar de lo tuyo, valemos de ti. ¿Por qué te quedas ahí sentada engañándonos cuando lo único que queremos de ti es que nos cuentes la verdad objetiva, sin adornos, de principio a fin? ¿Por qué pones trabas a tus
amigos,
en lugar de darnos tu entera confianza?

Su ira lo barrió todo como un mar embravecido. La levantó en vilo, la purificó; sintió su remolino y se abrazó a él como su único aliado fiel. Con la astucia que le daba su profesión, dejó que la ira tomara el mando de todo, mientras que ella misma, esa diminuta criatura giroscópica que siempre se las arreglaba para mantenerse erguida, se iba de puntillas hacia los palcos para mirar. La ira dejó en suspenso su desconcierto y atenuó el dolor de su deshonra; la ira despejó su mente y le aclaró la visión. Dando un paso al frente, Charlie levantó la mano para abofetear a Kurtz, pero él era demasiado importante, la acobardaba demasiado, demasiados golpes había recibido ya. En realidad, tenía que dirigir su ira hacia otro blanco.

Si bien Kurtz al seducirla premeditadamente había prendido la cerilla que encendía su explosión de ira, era José, con sus ardides y su críptico silencio, quien había originado su verdadera humillación. Charlie se dio la vuelta y dio dos zancadas hacia él pensando que alguien la iba a detener, pero no fue así. Tomó impulso con el pie y dio un puntapié a la mesa, viendo cómo la lamparita describía una curva hasta Dios sabe dónde antes de llegar al límite de su flexo, y se apagaba con un sorprendido golpe sordo. Luego echó el puño hacia atrás y se abalanzó sobre donde José estaba sentado y le alcanzó con todas sus fuerzas en el pómulo. Le estaba gritando toda la retahíla de sonoros epítetos, los mismos que utilizaba con Al y toda la vacía y doliente nada de su embrollada e insignificante existencia, pero en el fondo deseaba que José se defendiera con el brazo o le devolviera el golpe. Le pegó por segunda vez con la otra mano y de nuevo esperó a que él se defendiera, pero aquellos ojos castaños que le resultaban tan familiares seguían mirándola con la firmeza de unos faros en la tormenta. Volvió a pegarle con el puño semicerrado y notó que se le dislocaban los nudillos, pero a José le corría sangre por la barbilla. Le estaba gritando «¡Fascista hijo de puta!» y lo repitió hasta que la fuerza se le fue con el aliento. Vio a Raoul, el hippy de pelo pajizo, de pie junto a la puerta, y a una de las chicas -Rose- tomar posiciones frente a las puertas ventanas y extender los brazos por si Charlie intentaba saltar por la veranda, y entonces deseó fervientemente volverse loca para que todos la compadecieran; deseó ser tan sólo una loca peligrosa esperando recuperar la libertad, y no una pobre imbécil de actriz radical que inventaba enclenques versiones de sí misma a medida que pasaba el tiempo, que había negado a sus padres y abrazado una fe antigua de la que no tenía el coraje de abdicar y nada con que sustituirla. Oyó la voz de Kurtz diciendo a todo el mundo en inglés que se estuviera quieto. Vio que José se volvía; le vio llevarse un pañuelo a los labios, mostrando hacia ella la misma indiferencia que si se hubiera tratado de una niña maleducada. Ella le gritó «¡Hijoputa!» una vez más y le dio un bofetón en la cabeza -un ruidoso golpe que le dobló la muñeca y le dejó la mano momentáneamente entumecida-, pero para entonces estaba extenuada, sola, y quería que José le devolviera los golpes.

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