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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (70 page)

BOOK: La chica del tambor
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–Ruth era una de mis mejores alumnas -comentó el profesor como perdido en sus pensamientos.

–Tenga por seguro que también lo es de las nuestras -dijo Kurtz, más efusivo-. Dígame, por favor, ¿está usted al corriente de la naturaleza del trabajo en que Ruthie anda metida ahora?

Minkel, a decir verdad, no estaba habituado a responder preguntas que no fueran de su especialidad, y antes de contestar necesitó unos momentos de perpleja reflexión.

–Me da la impresión de que debo decirle algo -respondió con incómoda decisión.

Kurtz le sonrió, hospitalario.

–Si su visita tiene que ver con las simpatías políticas de alumnos que están o han estado alguna vez a mi cuidado, lamento decirle que no puedo colaborar con usted. Se trata de criterios que no puedo considerar legítimos. Ya hemos hablado de esto en otra ocasión. Lo siento. -Parecía súbitamente incómodo, tamo por sus pensamientos como por su insuficiente hebreo-. Yo estoy aquí porque creo en ciertas cosas, y cuando uno cree en ciertas cosas debe hablar con claridad, pero lo más importante es actuar de acuerdo con lo que uno piensa.

Kurtz, que conocía el expediente de Minkel, sabía exactamente cuál era su ideología. Discípulo de Martin Buber y miembro de un olvidado grupo de idealistas que entre las guerras del 67 y el 73 había abogado por una paz sincera con los palestinos, Minkel era considerado traidor por la derecha y, a veces, cuando se le recordaba aquella época, también por la izquierda. Era un erudito en filosofía judaica, en cristianismo primitivo, en movimientos humanistas de su Alemania natal y en otra treintena de materias; había escrito un libro de tres volúmenes sobre teoría y práctica del sionismo, con un índice tan largo como el listín de teléfonos.

–Profesor -dijo Kurtz-, me doy perfecta cuenta de cuál es su postura en estas cuestiones y puede estar seguro de que no es
mi
intención inmiscuirme en su probada actitud ética. -Hizo una pausa para dar tiempo a que le calaran sus palabras tranquilizadoras-. A propósito, ¿debo entender que su próxima conferencia en la Universidad de Friburgo versará también sobre el tema de los derechos individuales? Los árabes y sus libertades básicas… ¿no es ése el tema para el día veinticuatro?

El profesor no podía pasar por ahí. No toleraba las definiciones hechas a la ligera.

–En esta ocasión he cambiado de tema. Se trata de la autorrealización del judaísmo, no por medio de la conquista sino de la ejemplificación de la cultura y la moralidad judías.

–¿Y qué líneas sigue exactamente su argumentación? -preguntó Kurtz con afabilidad.

La mujer de Minkel regresó con una bandeja de pastas caseras.

–¿Te está pidiendo otra vez que hagas de delator? -quiso saber-. Si es así, dile que no. Y cuando se lo hayas dicho, se lo repites hasta que se entere bien. ¿Qué crees que te va a hacer, pegarte con una cachiporra?

–Señora Minkel, tenga por seguro que no le estoy pidiendo a su marido nada de eso -dijo Kurtz sin inmutarse apenas.

La señora Minkel se retiró otra vez con una mirada de manifiesta incredulidad.

Pero Minkel apenas dejó de hablar, si es que realmente se había dado cuenta de la interrupción. Kurtz le había formulado una pregunta; Minkel, para quien toda barrera al conocimiento era inaceptable, se proponía responderla.

–Le diré exactamente cuáles son las líneas de mi argumentación, señor Spielberg -contestó con solemnidad-. Mientras tengamos un pequeño estado judío, podremos progresar, como judíos, en la vía democrática hacia nuestra autorrealización en tanto que tales judíos. Pero si el estado se amplía con la incorporación de muchos ciudadanos árabes, tendremos que escoger. -Le mostró a Kurtz las dos posibilidades con sus pecosas manos de viejo-. De un lado, democracia sin autorrealización judía; del otro, autorrealización judía sin democracia.

–¿Y cuál es la solución, profesor? -preguntó Kurtz.

Las manos de Minkel surcaron el aire en un gesto desdeñoso de impaciencia académica. Parecía haber olvidado que Kurtz no era alumno suyo.

–Muy sencillo. ¡Retirarse de Gaza y de la orilla izquierda antes de que perdamos nuestros valores! ¿Es que hay otra solución?

–Y a todo esto, ¿cuál es la reacción de los palestinos, profesor?

El profesor no parecía tan seguro como antes, sino más bien triste.

–Suelen llamarme cínico -dijo.

–¿De veras?

–Según ellos, yo busco tanto el estado judío como la compasión mundial, y por eso me tachan de agente subversivo para su causa. -La puerta se abrió y la señora Minkel entró con el café y unas tazas-. Pero yo
no
soy subversivo -dijo con impotencia el profesor, aunque no pudo seguir debido a su esposa.

–¿Subversivo?
-repitió ella, dejando de golpe la bandeja y enrojeciendo de indignación-, ¿Está llamando a
Hansi
subversivo? ¿Porque hablamos abiertamente de lo que ocurre en nuestro país?

Kurtz no habría podido pararla de haberlo intentado, pero el caso es que se limitó a dejar que se explayara a su gusto.

–De las palizas y las torturas en el Golán; de cómo se trata a los palestinos en la orilla izquierda, peor que la Gestapo. Y en el Líbano o en Gaza. O aquí mismo, en Jerusalén, donde por todas partes se maltrata a los niños árabes por el hecho de ser árabes. Y nosotros somos los subversivos por atrevernos a hablar de opresión, sólo porque a nosotros no nos oprime nadie. ¿Así que los judíos de Alemania somos subversivos en Israel?

–Aber, Liebchen…
-dijo el profesor, nerviosamente incómodo.

Pero estaba claro que la señora Minkel era una mujer habituada a poner los puntos sobre las íes.

–No pudimos frenar a los nazis y ahora no podemos frenarnos a nosotros mismos. Tenemos un país propio, y ¿qué hacemos? Cuarenta años después inventamos una nueva tribu marginada. ¡Qué idiotez! Si no lo decimos nosotros, el mundo lo hará algún día. Lo está haciendo ya. Lea los periódicos, Mr. Spielberg. -Como para parar el golpe, Kurtz había situado el brazo entre su cara y la de ella. Pero la mujer de Minkel no había terminado-. Esa
Ruthie
-dijo en son de mofa- tenía talento. Estudió tres años con Hansi. ¿Y qué hace después? Meterse en el aparato.

Al bajar la mano, Kurtz estaba sonriendo, pero su sonrisa no era de escarnio ni de ira, sino que expresaba el confuso orgullo de quien ama de verdad la sorprendente diversidad de sus compatriotas. Estaba diciendo «Por favor», estaba apelando al profesor, pero la señora Minkel aún tenía muchas cosas en el tintero.

Cuando finalmente se calló, Kurtz le preguntó si no quería sentarse también y escuchar lo que había venido a decirles. Y ella volvió a montarse en el taburete a la espera de que la apaciguasen.

Kurtz escogió sus palabras con gran cautela y amabilidad. De lo que quería hablarles, dijo, era de algo que no podía ser más secreto. Ni siquiera Ruthie Zadir -estupenda funcionaría y acostumbrada a tratar asuntos confidenciales- sabía nada de aquello, les dijo: aunque eso no era cierto, pero qué más daba. No había venido para hablar de los alumnos del profesor, aclaró, y menos aún para acusarle de subversión o para polemizar sobre su postura política, tan encomiable. Había venido únicamente a causa del próximo discurso del profesor en Friburgo, que por lo visto había despertado la curiosidad de ciertos elementos extremadamente negativos. Y al final lo dijo todo.

–Los hechos son así de tristes -dijo, y aspiró una buena bocanada-: si alguno de estos palestinos cuyos derechos tan valientemente han defendido ustedes dos lo consigue, usted no podrá dar ninguna conferencia el veinticuatro de este mes. En realidad, profesor, no volverá a dar ninguna más en su vida. -Hizo una pausa, pero sus interlocutores no dieron muestras de querer interrumpir-. Conforme a la información de que disponemos ahora, es evidente que uno de los grupos palestinos menos intelectuales le ha elegido a usted como peligroso elemento moderado capaz de aguar el vino de su causa. Lo que usted me decía, pero peor: le consideran a usted un portavoz de la solución bantustán para los palestinos,
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un falso faro que conducirá a los pobres de espíritu a hacer otra fatal concesión al yugo sionista.

Pero hacía falta mucho más que la mera amenaza de muerte para persuadir al profesor de que aceptara una versión no probada de los hechos.

–Usted perdone -dijo al punto-. Ésa es exactamente la descripción que apareció en la prensa palestina tras mi discurso en Beer Sheva.

–Verá, profesor, es precisamente de ahí de donde la hemos sacado -dijo Kurtz.

24

Llegó en avión a Zurich a media tarde. Los reflectores de seguridad alineados a lo largo de la pista llameaban delante de ella como señalando el camino de su propia determinación. En cuanto a su mente, que ella había preparado a tal efecto, era un revoltijo de viejas frustraciones maduradas y orientadas hacia aquel mundo miserable. Ahora sí sabía que en él no había ni pizca de bondad; ahora sí había visto la agonía resultante de la opulencia occidental. Era quien siempre había sido: un recluta iracundo excluido del servicio, que ahora debía apañárselas solo; con la diferencia de que el kalashnikov había sustituido a sus vanas pataletas. Los reflectores iban pasando junto a su ventanilla como fuegos de un naufragio. El avión tomó tierra. Pero como su billete decía «Amsterdam», teóricamente aún tenía que aterrizar. «Una chica que viene sola de Oriente Medio levanta sospechas -había dicho Tayeh al darle las últimas instrucciones en Beirut-. Nuestra primera tarea es proporcionarle una procedencia más respetable.» Fatmeh, que había ido a despedirla, fue más concreta: «Khalil ha ordenado que asumas una nueva identidad cuando llegues.»

Al entrar en la desierta sala de tránsito, Charlie tuvo la sensación de ser un pionero pisando por primera vez aquel territorio. Sonaba música grabada pero no había gente que escuchara. Había una elegante tienda de queso y chocolatinas, pero estaba vacía. Se dirigió a los lavabos y examinó su aspecto, el pelo cortísimo y teñido de un castaño indefinido. Tayeh en persona había estado cojeando por el piso de Beirut mientras Fatmeh le hacía la chapuza capilar. Había ordenado que nada de maquillaje ni nada de
sex appeal.
Charlie llevaba un traje marrón oscuro y unas gafas para astigmáticos desde las cuales miraba frunciendo el ceño. Sólo me falta un sombrerito de paja y un blazer con el escudo, pensó. Estaba muy lejos de la revolucionaria
poule
de luxe
de Michel.

Dile a Khalil que le quiero, le había dicho Fatmeh al darle un beso de despedida.

Rachel estaba en el lavabo contiguo, pero Charlie simuló no verla. Ni le gustaba ni la conocía, y era pura coincidencia que Charlie dejase su bolso entre las dos, con el paquete de Marlboro encima, tal como le había enseñado José. Y tampoco vio la mano de Rachel cambiando el paquete de Marlboro por uno que llevaba ella, ni su rápido guiño tranquilizador por el espejo.

No tengo otra vida que ésta. No tengo otro amor que Michel y no debo lealtad a nadie más que a Khalil.

Siéntate todo lo cerca que puedas del tablero de salidas, le había ordenado Tayeh. Y así lo hizo. De su maletín sacó un librito sobre flora alpina, de formato ancho y delgado como un manual escolar. Lo abrió y lo dejó sobre su regazo, inclinado de forma que el título resultara visible. Lucía en la solapa una chapa redonda que decía «Salvemos las ballenas», y ésa era la otra señal, dijo Tayeh, porque a partir de ahora Khalil lo exigirá todo a pares: dos señales, dos planes, un segundo sistema para todo por si falla el primero, y una segunda bala por si el mundo sigue con vida.

Khalil no se fía de nada a la primera, le había dicho José. Pero José estaba bien muerto y enterrado, no era más que un olvidado profeta de su adolescencia. Ahora era la viuda de Michel, el soldado de Tayeh que había venido a alistarse en el ejército del hermano de su amante muerto.

Un soldado suizo, un hombre mayor armado con una automática Heckler amp; Koch, la estaba mirando. Charlie pasó página. Las pistolas Heckler eran sus preferidas. En su último entrenamiento con armas de fuego había logrado meterle ochenta y cuatro disparos de un total de cien al miliciano nazi que hacía de blanco. Era la máxima puntuación, tanto en hombres como en mujeres. Por el rabillo del ojo vio que el suizo seguía mirándola, y se le ocurrió una torva idea. Te voy a hacer lo que hizo Bubi una vez en Venezuela, se dijo. Bubi había recibido orden de matar a cierto policía fascista cuando éste saliera de su casa por la mañana, una hora muy propicia. Bubi se escondió en un portal a esperar. Su víctima llevaba un arma bajo la chaqueta, pero al mismo tiempo era una persona muy casera, siempre estaba jugando con sus hijos. Cuando el policía salió a la calle, Bubi sacó una pelota del bolsillo y se la arrojó dando botes por la calle. Era la típica pelotita de goma: ¿qué padrazo no se habría agachado instintivamente a cogerla? En cuanto el policía se hubo agachado, Bubi salió del portal y le mató de un tiro: ¿quién puede defenderse mientras está cogiendo una pelota de goma?

Había uno que intentaba ligar con ella. Fumador de pipa, zapatos de piel, pantalón de franela gris. Notó que la acechaba y empezaba a aproximarse.

–Perdone que la moleste, ¿habla usted inglés?

Salida típica, violador inglés de clase media, cabello rubio, cincuentón y rechoncho. Se excusa pero miente. «Pues no», tuvo ganas de contestarle, sólo miro las fotos. Detestaba de tal forma aquella clase de hombres que casi sintió náuseas. Le lanzó una mirada feroz, pero el tipo, como todos los de su calaña, tenía mucho aguante.

–Verá, es que este sitio es
tristísimo
-explicó-. Pensaba si tendría usted inconveniente en tomar una copa conmigo. Sin compromiso. Le vendrá bien.

Ella dijo no, gracias, por no decirle papá me ha dicho que no hable con desconocidos, y al rato el hombre se alejó indignado, buscando un policía a quien denunciarla. Charlie volvió a observar el edelweiss común, y oyó cómo iba llegando la gente, de uno en uno, y cómo se dirigían todos hacia la tienda de quesos, hacia el bar… o hacia ella. Y se paraban.

–¡Imogen! ¿Te acuerdas de mí? ¡Sabine!

La vista alzada; pausa para identificación. Un vistoso pañuelo suizo para esconder el pelo cortísimo y teñido de un castaño indefinido. Sin gafas, pero si Sabine tuviera que llevar unas como las mías, cualquier fotógrafo malo nos tomaría por hermanas gemelas. La segunda señal era una bolsa grande de viaje de Granz Carl Weber, Zurich, colgando de la mano.

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