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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (69 page)

BOOK: La chica del tambor
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En otra ocasión la amenazaron con matarla por su conocida vinculación al sionismo y a la monarquía británica. Pero al ver que ella seguía negándose a confesar semejantes crímenes, perdieron todo interés, pasaron a contarle muy ufanos historias de sus pueblos natales, que nunca habían visto, y le hablaron de que sus mujeres eran bellísimas y de que tenían el mejor aceite de oliva y el mejor vino del mundo. Y ahí fue donde ella comprendió que había vuelto a la cordura… y a Michel.

En el techo giraba un ventilador eléctrico y de las paredes colgaban unos cortinajes grises que ocultaban parcialmente varios mapas. Por la ventana abierta, Charlie pudo oír el ruido intermitente de las prácticas con bombas de mano en el campo de tiro de Bubi. Tayeh había acercado un sofá y había apoyado una pierna encima. Su rostro martirizado parecía lívido y enfermizo. Charlie estaba delante de Tayeh como una niña mala, con la mirada baja y la quijada trémula de rabia. Había intentado hablar una vez, pero Tayeh le había robado la escena al coger una botella de whisky y echar un trago. Luego, con el dorso de la mano, se secó los labios a un lado y otro, como si llevara bigote, que no era el caso. Se le veía más contenido que nunca y, en cierto modo, más intranquilo en presencia de ella.

–Abdul, el americano -dijo Charlie.

–¿Y bien?

Ella lo llevaba preparado. Había ensayado mentalmente repetidas veces: el elevado sentido del deber revolucionario de la camarada Leila supera su renuencia natural a delatar a un compañero de armas. Se sabía el libreto de memoria. Conocía a las furcias que lo habían recitado en las reuniones. Para recitar su papel, mantuvo su cara apartada de la de Tayeh y habló con dureza y furia masculina.

–Su verdadero nombre es Arthur J. Halloran; es un traidor. Me pidió que cuando me marchara dijese a los americanos que quiere volver a su país y enfrentarse a un juicio. Reconoce sinceramente albergar creencias contrarrevolucionarias. Sería capaz de traicionarnos a todos.

La oscura mirada de Tayeh no se había apañado de ella. Sostenía su bastón de arce con ambas manos y se golpeaba ligeramente el dedo gordo de su pierna mala, como para mantenerla despierta.

–¿Es por eso que ha pedido verme?

–Sí.

–Halloran la visitó hace tres noches -observó Tayeh, apartando la vista-. ¿Por qué no me lo ha contado antes? ¿A qué viene tanto esperar?

–Usted no estaba.

–Pero había otras personas. ¿Por qué no preguntó por mí?

–Temía que pudiera castigar a Abdul.

Pero no parecía que Tayeh estuviera poniendo a prueba a Halloran.

–Temía… -repitió, como si ello fuera una grave confesión-. ¿Temía, dice? ¿Por qué había de preocuparse por Halloran? ¿Tres días enteros? ¿No será que en el fondo simpatiza con su postura ideológica?

–Usted ya sabe que no.

–¿Es por eso que le habló con tanta franqueza, porque tenía razones para confiar en usted? Yo creo que usted le dio pie.

–Pues no.

–¿Se acostó con él?

–No.

–Entonces, ¿por qué habría de proteger a Halloran? ¿Por qué habría de temer por la muerte de un traidor cuando está aprendiendo a matar en nombre de la revolución? ¿Por qué no es sincera con nosotros? Me decepciona usted.

–Me falta experiencia. Me compadecí de él y no quise que sufriera daño alguno, pero luego recordé cuál era mi deber.

A Tayeh parecía confundirle cada vez más toda aquella conversación.

–Siéntese -dijo, tomando otro trago.

–No necesito sentarme.

–Siéntese.

Charlie obedeció, mirando con furia hacia algún odioso punto de su horizonte privado. Pensaba que Tayeh no tenía derecho a conocerla con mayor intimidad. He aprendido lo que se suponía debía aprender aquí. La culpa es tuya si no me entiendes.

–En una carta que escribió a Michel, habla de un niño. ¿Tiene usted un hijo de él?

–Hablaba del arma. Dormíamos con la pistola.

–¿Qué clase de arma?

–Una Walther. Se la regaló Khalil.

Tayeh suspiró.

–Si estuviera en mi lugar -dijo al fin, apartando la cabeza- y tuviera que arreglar lo de Halloran (que dice querer ir a su país, pero sabe demasiado), ¿qué haría usted con él?

–Neutralizarle.

–¿Se refiere a matarle?

–Eso es asunto suyo.

–En efecto, lo es. -Estaba examinando una vez más su pierna mala, con el bastón levantado en paralelo a la misma-. Pero ¿para qué ejecutar a un hombre que ya está muerto? ¿Por qué no hacer que trabaje para nosotros?

–Porque es un traidor.

De nuevo, Tayeh pareció obstinarse en no comprender la lógica de su postura.

–En este campamento, Halloran suele abordar a mucha gente y siempre con alguna razón. Es como el buitre que nos muestra donde está la flaqueza y la enfermedad. Nos señala el camino hacia los posibles traidores. ¿No cree que sería una estupidez librarse de criatura tan útil? ¿Se ha acostado con Fidel?

–No.

–¿Porque es latino?

–Porque no quería acostarme con él.

–¿Y con los muchachos árabes?

–Tampoco.

–Creo que es usted muy quisquillosa.

–Con Michel no era quisquillosa.

Suspirando de perplejidad, Tayeh bebió un tercer sorbo de whisky y preguntó con tono de ligera displicencia:

–¿Quién es Joseph? Vamos, por favor, dígame quién es ese Joseph.

¿Había llegado el momento de la muerte para la actriz, o estaba tan identificada con el teatro de lo real que la diferencia entre vida y arte había desaparecido al fin? No se le ocurrió ninguna de las respuestas ensayadas, era como si se hubiera quedado sin recursos interpretativos. No pensó en dejarse caer desmayada sobre el suelo de piedra. No sintió tentaciones de embarcarse en una confesión miserable cambiando su vida por toda la información que poseía, cosa que, según le habían advertido, era su última opción permitida. Estaba harta y furiosa de que pusieran en duda su integridad, de que cualquiera pudiera desempolvarla y someterla a examen cada vez que alcanzaba un hito más en su marcha hacia la revolución de Michel. De modo que le espetó su respuesta sin vacilar, a voleo, lo tomas o lo dejas, y que te zurzan.

–No conozco a ningún José.

–Venga, piense. Fue en Mykonos. Antes de ir a Atenas. Uno de sus amigos, hablando casualmente con un conocido nuestro, mencionó a un tal Joseph, que se había unido a la pandilla. Nos dijo que Charlie estaba prendada de él.

Ya no quedaban obstáculos ni barreras. Los había salvado todos y ahora estaba en la recta final.

–¡Ah,
ése
! Se refiere a José -exclamó, dejando que su rostro expresara el haber recordado al fin, y que al hacerlo se ensombrecía de disgusto.

–Sí, ya me acuerdo. Un repugnante judío que se nos enganchó como una lapa.

–No hable así de los judíos. No somos antisemitas, sólo antisionistas.

–Venga ya -le espetó ella.

–¿Me está llamando mentiroso, Charlie? -preguntó Tayeh, interesado.

–Fuera o no sionista, era un lameculos. Me recordaba a mi padre.

–¿Su padre era judío?

–No, pero era ladrón.

Tayeh se quedó pensativo un buen rato, empleando primero su cara y luego todo su cuerpo como punto de referencia para aclarar cualquier duda que su cabeza pudiera albergar aún. Le ofreció un cigarrillo a Charlie, que ella rechazó: su instinto le decía que no debía intimar con él. Tayeh volvió a golpearse el pie muerto con su bastón.

–¿Recuerda la noche que pasó con Michel en el viejo hotel de Tesalónica?

–Sí. ¿Porqué?

–El personal oyó gritos en su habitación a altas horas de la noche.

–Bueno, ¿y qué?

–No me dé prisa, por favor. ¿Quién gritaba aquella noche?

–Nadie. Sería que estaban husmeando en otra puñetera puerta.

–¿Quién estaba gritando?

–Nosotros no gritamos. Michel no quería que yo me fuera. Eso es todo. Temía por lo que pudiera pasarme.

–¿Y usted?

La historia de que ella se había mostrado más fuerte que Michel había sido cuidadosamente preparada con José.

–Le dije que le devolvería la pulsera -dijo Charlie.

–Eso explica la posdata de la carta -dijo Tayeh con un suspiro-: «Me alegro de haberme quedado la pulsera.» Por supuesto que no hubo gritos. Tiene usted razón. Perdone mi burda treta árabe. -La miró escrutadoramente por última vez, en vano, intentando resolver el enigma. Luego frunció los labios marcialmente, igual que hacía José a veces, como preludio de dar una orden.

–Le tenemos preparada una misión. Vaya a por sus cosas y regrese enseguida. Su instrucción ha terminado.

La mayor locura de todas fue tener que marchar; peor que el fin de curso; peor que dejar colgada a la pandilla en El Pireo. Fidel y Bubi la estrecharon emocionadamente en una mezcolanza de lágrimas, y una de las argelinas le regaló un niño Jesús de madera para que lo usara como medallón.

El profesor Minkel vivía en un puerto que enlaza el monte Scopus con la colina Francesa, en la octava planta de un rascacielos nuevo próximo a la Universidad Hebrea, uno más de los muchos que forman el abigarrado horizonte que tantas protestas ha levantado por parte de los poco afortunados conservacionistas. Todos los apartamentos tenían vistas a la Ciudad Vieja, pero el problema era que la Ciudad Vieja también tenía vistas a los apartamentos. Al igual que sus vecinos, el edificio era una fortaleza además de un rascacielos, y la posición de sus ventanas venía dada por el ángulo de tiro óptimo caso de que hubiera que responder a un ataque. Kurtz hubo de intentarlo tres veces hasta dar con el sitio exacto. Primero se perdió en un centro comercial construido en hormigón de metro y medio de espesor, y luego en un cementerio británico consagrado a los caídos en la Primera Guerra Mundial. «Obsequio del pueblo palestino», rezaba la inscripción. Kurtz exploró otros edificios, en su mayoría regalo de millonarios norteamericanos, y por último dio con aquella torre de piedra labrada. Los letreros con los nombres de los inquilinos habían sufrido las iras de los gamberros, de modo que pulsó un timbre al azar y desenterró a un viejo polaco e Galitzia que sólo hablaba yiddish. El polaco sabía perfectamente cuál era el edificio -¡ni más ni menos que éste!-, conocía al doctor Minkel y le admiraba por su postura; también él había asistido a la venerada Universidad de Cracovia. Pero resultó que también tenía muchas preguntas que hacer y Kurtz se vio obligado a contestar lo mejor que pudo; por ejemplo, ¿de dónde era originario Kurtz? Ah, caramba, ¿y conocía a fulano de tal? ¿Y qué le traía a esta casa a él, un hombre adulto, a las once de la mañana, cuando el doctor Minkel debía de estar enseñando a los futuros filósofos del pueblo judío?

Los mecánicos de ascensor estaban en huelga y Kurtz se vio obligado a subir por la escalera, pero nada podía empañar su buen humor. Por una parte, su sobrina había anunciado su compromiso con un joven del propio departamento de Kurtz, y no con precipitación. Por otra parte, las conferencias sobre temas bíblicos habían concluido felizmente, Elli había dado una pequeña fiesta de clausura y, para su satisfacción, había conseguido tener presente a su marido. Pero lo mejor era que al descubrimiento del asunto Friburgo habían seguido diversas informaciones, entre las cuales la más satisfactoria le había llegado ayer mismo, gracias a uno de los escuchas de Shimon Litvak que estaba comprobando un nuevo micrófono direccional en un tejado de Beirut: la palabra Friburgo, tres veces repetida en cinco páginas de texto, una auténtica delicia. A veces la suerte es así, cavilaba Kurtz mientras iba subiendo peldaños. Y la suerte, como sabía Napoleón y cualquier habitante de Jerusalén, era lo que forjaba a los buenos generales.

Al llegar a un descansillo, Kurtz se detuvo a recuperar el aliento y ordenar un poco sus ideas. La escalera parecía un refugio antiaéreo por las jaulas de alambre que protegían las bombillas, pero lo que hoy le venía a Kurtz a la memoria eran los sonidos de su propia infancia en los guetos colándose por el lúgubre hueco de la escalera. He hecho bien no trayendo a Shimon, se dijo. A este Shimon le vendría bien un poquillo de frivolidad, ya que poco le cuesta dar a todo un toque glacial…

La puerta del 18D tenía una mirilla chapada en acero y cerraduras a todo lo largo de un lado. La señora Minkel fue abriéndolas de una en una como los botones de una bota, mientras decía «Un momento, por favor» y bajaba hasta el suelo. Kurtz entró en el piso y esperó pacientemente a que la mujer volviera a cerrarlas una a una. Era alta y atractiva, con ojos azules muy vivos y pelo gris sujeto a un moño muy formal.

–Usted es Mr. Spielberg, del Ministerio del Interior -le informó ella con cierta circunspección mientras le daba la mano-. Bienvenido. Hansi le está esperando. Por aquí, por favor.

Abrió la puerta de un diminuto estudio y allí estaba su Hansi, tan curtido y aristocrático como un Buddenbrook. El escritorio le quedaba pequeño, y así era desde hacía años; en el suelo, a su alrededor, se apilaban libros y papeles en un orden que no podía ser fortuito. La mesa estaba situada en diagonal respecto al mirador, que tenía forma semihexagonal, cristales ahumados y un banco de madera empotrado. Levantándose con sumo cuidado, Minkel se abrió camino con espiritual dignidad hasta el único islote que no era reclamado por su erudición. Su bienvenida fue torpe, y al sentarse ambos en el mirador, la señora Minkel arrimó un taburete y se sentó entre ambos, como con la intención de vigilar que se jugara limpio.

Siguió un incómodo silencio y Kurtz echó mano de la pesarosa sonrisa del hombre a quien su deber le obliga.

–Señora Minkel, me temo que hay un par de cosas concernientes a seguridad que mi departamento insiste en que debo tratar primero a solas con su marido -dijo, y esperó, sonriente aún, hasta que el profesor le propuso a su esposa que fuera a hacer café.

Con una mirada de advertencia a su esposo desde el umbral, la señora Minkel se retiró a regañadientes. Poca diferencia de edad podía existir entre los dos hombres, pero aun así Kurtz tuvo buen cuidado de hablarle claro y en alto porque el catedrático estaba acostumbrado a ello.

–Tengo entendido, profesor, que nuestra común amiga Ruthie Zadir habló ayer mismo con usted -empezó Kurtz con respetuosidad de cabecera de enfermo. Él conocía bien la respuesta pues había estado vigilando a Ruthie mientras ésta hacía la llamada, y había escuchado ambas líneas para averiguar de qué iba aquel hombre.

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