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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (16 page)

BOOK: Juego de damas
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La idea de Charles Morgan de servir té hirviendo en tacitas de porcelana a las cinco de la tarde se demostró una extravagancia sin sentido en una tierra tan cálida y soleada como aquélla. La sombra de la parra resultó insuficiente para evitar el sofoco de los invitados y pronto asomó la congestión a los rostros de los doctores. (Alessandro Volta pasaba ya de los sesenta años de edad y Joseph Frank, desconocedor de la etiqueta adecuada para semejante evento tan inglés, había optado por una chaqueta de terciopelo, un chaleco de seda y un pañuelo anudado al cuello). Por su parte, Vittoria Peluso comenzaba a notar el cosquilleo de las gotitas de sudor resbalando por el voluptuoso canal que cruzaba su escote y también la sed en las miradas que de soslayo le dedicaban los caballeros, a punto de perder la compostura. Esto último también lo observó lady Morgan, quien, disimulada pero firmemente, dio por terminado aquel disparate de merienda y animó a sus invitados a entrar en la casa, donde, al menos, era posible respirar.

Una vez acomodados en la penumbra del salón y refrescados con enormes vasos de jugo de sandía helada, la conversación se desvió enseguida hacia los intereses científicos de los cuatro doctores, mientras que los asuntos mundanos, que tanto divertían a Sydney y a la Pelusina, se redujeron a dos o tres comentarios banales sobre la salud de tal o cual dama que se constipó en el teatro por culpa de las corrientes de aire.

—Hablando de corrientes —dijo de pronto Morgan con gran entusiasmo dirigiéndose al doctor Volta, a quien Bonaparte acababa de nombrar conde y senador del reino por su asombroso invento de la pila eléctrica—, no nos ha contado todavía, querido amigo, cómo logró desentrañar uno de los prodigios más fascinantes de la naturaleza.

Alessandro Volta se frotó las manos. El reconocimiento público le había llegado después de largos años de árido camino durante los cuales se le había tomado por loco, excéntrico y pervertido, y hasta se le había acusado de actuar contra natura y contra Dios por utilizar cadáveres humanos en sus investigaciones.

—Yo jamás he experimentado con seres humanos —aclaró el profesor—, al contrario que mi buen amigo Luigi Galvani, que se hizo famoso en los barrios bajos por ofrecer cuantiosas sumas de dinero a quien le proporcionara cadáveres frescos para sus investigaciones. Luigi jamás hacía preguntas sobre la procedencia de los difuntos ni sobre la causa última de sus fallecimientos, con lo cual hubo voces que lo culparon de haber puesto precio a la vida humana, ya que, sin él proponérselo, había establecido las bases para que cualquier desaprensivo olfateara el negocio del asesinato y vendiera por anticipado, como finado, al inocente vecino que todavía andaba por la calle, vivito y coleando, ignorante de lo que se le venía encima. Yo me he limitado a experimentar con ranas.

—¡Ranas! —exclamó Vittoria Peluso dibujando una mueca de disgusto en su rostro bellísimo—. ¡Con el asco que me dan!

—Pues sí, ranas, no se asombre usted, condesa. Le recuerdo que fue gracias a una de esas escurridizas criaturas como dio comienzo todo este proceso. Ocurrió por casualidad cuando el bueno de Galvani disecaba un anca de rana en su laboratorio de Bolonia. El mismo me lo mostró con gran emoción meses más tarde en Pavía, aunque equivocado en lo fundamental.

—¿Equivocado?

—Galvani creía que el impulso eléctrico residía en el tejido muscular animal.

—¿Y no es así? —La curiosidad de la Pelusina iba en aumento.

—No, señora —respondió Volta—. Es posible producir electricidad sin intervención animal alguna. De hecho, el mejor conductor de tal fenómeno no es la carne, sino el metal.

—Eso, condesa, es precisamente lo que ha logrado demostrar nuestro gran amigo —dijo Charles.

—Imaginemos las posibilidades que se abren ante nosotros —reflexionó en voz alta Joseph Frank, el más circunspecto de los cuatro científicos—. Muy pronto, el hombre desafiará al creador utilizando sus propias armas.

Todos lo miraron interrogativamente.

—¿No nos hizo Dios a su imagen y semejanza? —se explicó—. ¿No nos dotó de lenguaje, inteligencia y libre albedrío? Pues ya somos capaces de reproducir sin su ayuda el primer elemento de su obra: la luz.

—Si ustedes lo desean, y me consiguen una rana y unos platillos de metal —propuso Volta deshaciendo el silencio que siguió a las palabras de Frank—, podríamos realizar aquí mismo un pequeño experimento para que comprueben con sus propios ojos lo que les digo.

Intrigada hasta el límite, Sydney Morgan logró reunir en menos de media hora un total de tres ranas y dos peces gracias al pequeño ejército de niños Fontana que durante la eterna cuarentena y a falta de entretenimientos mejores se habían convertido en auténticos expertos en la busca y captura de todo tipo de criaturas acuáticas.

Entonces el doctor Morgan condujo a sus invitados hasta la sala de la primera planta en la que había instalado su laboratorio doméstico. Sobre el escritorio había colocado el microscopio, los tubos de ensayo, los pesados tomos de medicina que siempre llevaba consigo y el monóculo con lente de aumento que levantaba pasiones, inexplicablemente y sin pretenderlo, en su esposa Sydney. En los estantes reposaban cien frascos de cristal que contenían criaturas invisibles, diminutos pobladores de aguas y bosques, monstruos en miniatura. De las paredes colgaban las más inquietantes láminas sobre anatomía humana, colecciones de insectos y mariposas clavados con alfileres en pequeñas planchas de corcho y miembros destazados de aves y roedores que el doctor coleccionaba para practicar con ellos la técnica del embalsamamiento animal. El olor a cerrado y a una mezcla de azufre y formol resultaba irrespirable.

Encima de la mesa de trabajo Alessandro Volta dispuso lo necesario para el experimento: cuchillo de sierra, bisturí, gancho de bronce, platillos de metal y pinzas. Entonces, ante el espanto de las damas, agarró una de las ranas, que estaba todavía viva, y, sin el menor miramiento, la decapitó de un solo tajo. Luego fue trinchándola con cuidado, patas delanteras, pellejo, vísceras… hasta que del anfibio no quedó más que la columna vertebral intacta y las ancas tiesas.

—Pobre rana —se oyó decir a Sydney, que se había cubierto la boca con un pañuelito de seda.

—Los animales, señora, que entregan su vida a la ciencia se ennoblecen —respondió Volta sin levantar la vista de la mesa.

—Si lo hicieran voluntariamente, tal vez —respondió la salvaje Glorvina, princesa de Innismore y defensora de los débiles.

Charles la amonestó con un pellizco en el hombro que Sydney le devolvió inmediatamente, pero consintió en callarse sus opiniones de ese momento en adelante, al menos hasta que hubiera terminado la demostración.

Conteniendo la respiración, asistieron los Morgan, Scarpa, Frank y la condesa Pino al mágico fenómeno de la resurrección. Todos arremolinados sobre la mesa de operaciones presenciaron atónitos cómo al aplicar Volta en la médula espinal de la rana muerta una pequeña descarga procedente de los platillos y administrada con maestría con la punta del bisturí, aquella anca inerte regresaba a la vida de una patada.

—¡Otra vez, otra vez! —clamó Vittoria Peluso al tiempo que aplaudía igual que si estuviera en la Scala de Milán.

Pero en ese preciso instante, y sin previo aviso, la puerta del laboratorio se abrió de par en par y la vieja Abbondia, que, al parecer, había estado escuchándolo todo con la oreja bien pegada a la pared, irrumpió en la sala con el ímpetu de un huracán y la emprendió a escobazos contra todo lo que se interpuso en su camino. Repetía a gritos nombres de santos y demonios, se santiguaba y escupía espuma, gesticulaba histérica y juraba que todos los allí presentes estaban condenados al fuego eterno por transgredir las leyes de Dios y las de la madre naturaleza.

Tuvo que ser Domenico Fontana, que apareció por arte de magia sosteniéndose en un bastón, quien le devolviera la cordura a su vieja ama de cría y quien se la llevara de allí envuelta en su abrazo de chico bueno, disculpándose sin palabras por todas las supersticiones de Italia.

Quedó entonces el laboratorio en silencio, las conciencias remordidas por las amenazas de aquella anciana.

Era cierto que la ciencia moderna se descontrolaba a veces, que escapaba al dominio de los hombres y obedecía en cambio a las fuerzas desconocidas de la naturaleza.

¿No sería precisamente a esto a lo que se refería el libro del Génesis con su famoso árbol de la ciencia del bien y del mal?

«El que juega con fuego se quema», solía decir la vieja Molly. ¿No estaban los hombres jugando a ser dioses sin tener en cuenta las consecuencias de sus actos? ¿Y si de pronto un día abrían sin querer las puertas del infierno?

La inquietud de estos pensamientos se propagó como un virus por aquella estancia sobrecargada de objetos raros y olores asfixiantes. Sonó un trueno. Alguien dijo: «Deben de ser casi las siete». Se levantó viento. Golpearon las contraventanas en los cristales.

Y en ese momento, coincidiendo con un rayo que rasgó literalmente el cielo de Lario de norte a sur, Sydney se desplomó de pronto sobre el suelo del laboratorio: cabeza, espalda y piernas abiertas, y el pobre Charles casi se murió del susto al acercarse a su esposa desmayada y comprobar que por debajo de las faldas asomaba un charquito de sangre roja, muy roja, más roja de lo normal, y más densa, parecida a la víscera pastosa recién extraída de la rana diseccionada pero curiosamente cuajada de grumos.

CARTA DE LORD MORGAN A LADY CLARKE

Lago de Como, Villa Fontana, 15 de agosto de 1812

Querida Olivia:

Te extrañará que sea yo quien te escriba y no tu hermana Sydney, pero ocurre que en este momento la pobre carece de las fuerzas y del ánimo necesarios para tomar la pluma y contarte, Livy, que hace unos días se malogró el bebé que esperábamos y que tan felices nos hubiera hecho.

El embarazo era tan incipiente que ninguno de los dos sospechábamos siquiera que Dios nos hubiera concedido la gracia de concebir un hijo. Sydney había notado algunos síntomas, pero los había achacado a nuestros viajes primero y al efecto de la vacuna después. De cualquier modo, la pérdida ha sido demasiado traumática para ella y por eso te envío yo esta carta, para que conozcas el motivo de su silencio y no te extrañe su falta de noticias en los próximos días.

Te tranquilizará saber que tu hermana ha superado ya los momentos de mayor peligro y que su estado actual es estable, si bien todavía se encuentra muy débil, en cama, indolente y apática, sin sed ni apetito ni las energías necesarias para abandonar el lecho y retomar su actividad normal, que, como bien sabes, es siempre rematadamente intensa.

Su recuperación física no me preocupa, Olivia. Como médico, puedo asegurarte que con unos mínimos cuidados tu hermana recobrará la salud muy pronto. Es su estado anímico el que me inquieta. Nunca la he visto tan triste ni tan callada. Tengo la sensación de que de algún modo me culpa a mí de lo sucedido. A veces me mira sin decirme nada y yo me pregunto qué es lo que teme, lo que no quiere contarme.

Quizá sea sólo la necesidad de encontrar una explicación a lo ocurrido. Tal vez crea que yo, como médico, conozco la respuesta. Pero está equivocada. La ciencia ignora las razones por las que unas gestaciones llegan a buen término y otras no. Sólo sabemos que la naturaleza es sabia e inflexible. Que lo que tiene que ser es y que no deberíamos sentir remordimientos por aquello que escapa a nuestro control.

Vosotros, los católicos, no creéis en el determinismo, sino en la Providencia divina y, por eso, cuando ocurren desgracias como ésta, os resulta tan difícil entender y aceptar la voluntad de Dios. Pero te recuerdo que también existe aquello que llamáis resignación cristiana, y que tal cosa es común a nuestros dos credos. Mejor sería acentuar los puntos de encuentro entre ambos, ¿no opinas lo mismo? Sobre todo cuando, como ahora, es necesario enfrentarse juntos a las dificultades.

Comparto contigo estas reflexiones para rogarte que escribas a tu hermana y me ayudes a convencerla de su inocencia y de la mía. Temo que, de no lograrlo, el sentimiento de culpa que arrastra se enquiste en su corazón y lo endurezca hasta volverlo irreconocible.

Yo moriría.

Charles

CARTA DE LORD MORGAN AL DOCTOR JENNER

Lago de Como, Villa Fontana, 15 de agosto de 1812

Mi querido amigo:

Espero que puedas disculpar la tinta y el papel, el temblor de mi mano y la torpeza de mis palabras al exponerte la duda que me atormenta. Repaso una y otra vez nuestros trabajos con la esperanza de hallar la respuesta que me libere de esta culpa y no encuentro más que vagas suposiciones sin fundamento científico.

Creo recordar que en algún momento discutimos sobre la conveniencia o no de inocular el virus de la viruela vacuna a mujeres gestantes. Tú, como de costumbre, defendías la vacunación indiscriminada, apoyándote en el hecho de que la enfermedad ataca con mayor virulencia durante el embarazo y que, en caso de contagio, tanto la madre como el hijo suelen sufrir funestas consecuencias.

Mi postura, en cambio, era más conservadora. Yo abogaba por el aislamiento de la gestante durante un período razonable de observación con la idea de evitar inoculaciones innecesarias y sólo recomendaba la vacunación cuando un familiar directo, esposo o vástago, hubiera enfermado de viruela y el peligro fuera evidente.

Recuerdo bien nuestro debate, pero no las conclusiones a las que llegamos.

Tal vez no hubo acuerdo y la incertidumbre quedó pendiente de un hilo quebradizo que ahora amenaza con aplastar mi pobre cabeza.

Mi querido amigo, necesito saberlo para no enloquecer: ¿he malogrado la vida de mi propio hijo o he preservado la de mi esposa? ¿Soy un héroe o un villano? ¿Un instrumento del bien o del mal?

¿Qué soy, doctor Jenner, sino un necio que juega a ser Dios?

Sinceramente tuyo,

Charles Morgan

CARTA DE LADY MORGAN A LADY CLARKE

Lago de Como, Villa Fontana, 17 de agosto de 1812

Querida Livy:

Claro que estoy destrozada. ¿Qué esperaba Charles de mí? ¿Que hiciera como si no hubiera pasado nada?

Me dices que te ha escrito una carta preocupado por mi estado de ánimo, por mi falta de apetito, por mi apatía y mi silencio, pero te oculta el verdadero motivo de este encierro voluntario. Si no quiero salir de mi habitación es para no cruzarme con él, con su cara de pánfilo y con su actitud de perro dócil que se arrastra arrepentido mendigando mi perdón.

Para tu información, Olivia, me levanté de la cama en cuanto recobré las fuerzas, dos días después del desafortunado episodio del aborto, con la intención de cruzar el jardín y quejarme a la señora Fontana de la intolerable actitud de la vieja Abbondia, que, desde mi desmayo, se había instalado bajo mi ventana blandiendo un libro de oraciones y se había dedicado a recitar letanías a voz en grito, a escupir y a maldecir, amenazándonos a Charles y a mí con la condena terrible del fuego eterno. La cólera de Dios.

Descendí por la escalera de mármol llamando a mi marido con la poca voz que me salía de la garganta. No quería enfrentarme sola a la figura contrahecha de la bruja que me esperaba detrás de la puerta.

Pues bien. Lo busqué por toda la casa, desde el comedor al salón, desde la biblioteca al despacho, y no lo encontré por ninguna parte. Imaginé que se hallaría inmerso en alguno de sus estudios de biología. Tan concentrado en su mundo, inventando nuevos remedios contra enfermedades raras o descubriendo la manera de resucitar anfibios, que no sería capaz de escuchar mi voz por encima de sus pensamientos, así que abrí la puerta del laboratorio y entré sin llamar. Charles tampoco estaba allí: sólo sus pequeñas criaturas conservadas en formol, los miembros arrancados de sus víctimas, su microscopio y sus anaqueles.

Entonces me fijé en un recipiente nuevo, de vidrio, que reposaba sobre la mesa. Estaba relleno de un líquido rosáceo y viscoso en el que flotaba un extraño organismo del tamaño de mi mano. Me acerqué con el corazón en un puño, incapaz de creer lo que significaba aquello.

¡Charles había guardado el cadáver de nuestro bebé en un frasco! Le vi los piececitos perfectos, Livy, sus diez dedos diminutos, sus piernas de pajarillo muerto, su columna vertebral, su cabeza desproporcionada y unos ojillos negros con los que me miraba a través del cristal.

No pude reprimir un grito. Grité con toda la energía de mi vientre, desgarrándome la garganta y sentí que me estallaba la cabeza, que me fallaban las piernas.

No sé cuánto tiempo pasé en ese estado de conmoción. Sólo recuerdo que cuando volví en mí me hallaba ya muy lejos de aquel laboratorio, de aquella casa y de Charles Morgan. Abrí los ojos en medio de un gran silencio, en el bosque, en penumbra. Domenico Fontana me llevaba en brazos y me sonreía con dulzura. Al depositarme en el suelo, con cuidado, posó su mano sobre mi boca para que callara, me cerró los párpados con la yema de sus dedos para que descansara y así permanecimos un instante.

Luego me incorporé y le hice una pregunta cruel.

—Domenico, ¿no te ha dejado marcas la viruela?

Él asintió, sonrió y se apartó la camisa lentamente de uno de sus hombros. Allí descubrí las señales de su enfermedad. Tres hendiduras perfectas. Acerqué mi boca a sus heridas y, entre lágrimas, lo besé.

Sí, Livy, lo besé. No con el amor maternal de una mujer casada, sino con el peligroso deseo de una adolescente. Con lengua, dientes, labios y sed.

Él apartó con suavidad mi cara de su piel. Dijo: «Volvamos a casa». Y yo obedecí, sumisa. Si me hubiera pedido en cambio que me fugara con él en ese mismo instante y para siempre, le habría obedecido igualmente dócil, porque mi voluntad había dejado de pertenecerme a mí y mi vida había dejado de pertenecer a Charles.

Regresamos en silencio. Yo hice los últimos metros a la carrera, subí los escalones de dos en dos, me encerré en mi cuarto, pedí al mozo que me preparara un baño caliente y me sumergí en el líquido vaporoso, consciente de que el agua se teñía poco a poco de rojo con la sangre que todavía no ha dejado de fluir de entre mis piernas.

Cuando Charles volvió a casa, me encontró hecha un enredo de sábanas y lágrimas. Lo llamé monstruo. Me quiso convencer de la necesidad de conservar el embrión para estudiar las causas de su muerte. Me dijo que había entablado una intensa correspondencia con el doctor Jenner para investigar las consecuencias de la vacuna en mujeres embarazadas; que estaba seguro de que yo daría mi beneplácito al avance de la ciencia. Pero no quise escucharle.

Mañana enterraremos juntos a nuestra hija no nacida. En una pequeña caja blanca. En el cementerio de Laglio. Pero no le permitiré que me toque. Eso no.

Te quiero, Livy, reza por mí,

Sydney

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