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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (15 page)

BOOK: Juego de damas
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—No ha sido culpa nuestra, Franchie, sino del piloto. Tendría que haberse asegurado de que la pista estaba libre antes de despegar. Los descuidos se pagan. A veces con la vida.

—Ya lo sé —respondió Francesca—. ¿Cómo íbamos a ver el cartel si era de noche? ¿Cómo íbamos a saber que la cuerda estaba podrida? No es la muerte de esos dos hombres lo que me preocupa.

—¿Entonces?

—Pues que nos van a echar la culpa a nosotras, idiota. ¿No te acuerdas de que la barca lleva escrito nuestro nombre en la popa? Franchie y Claudia, en letras de niña tonta. Que eres tonta, y ya te lo dije entonces, cuando lo escribiste con aquella brocha sucia y la pintura reseca. Si casi no sabías ni escribir, que tenías cinco años y ya eras tonta. ¿Por qué estropeaste mi barca nueva?

—Pues a mamá le hizo gracia.

—Pero a mí me fastidió el regalo. Me amargaste el cumpleaños, con tu estúpida idea de pintar mi barca, que era mía y no tuya, y no sé a qué vino poner tu nombre.

Se zafó del abrazo y se sentó en el butacón tapándose la cara con las manos. Parecía que estaba llorando porque de vez en cuando hipaba y sollozaba, pero en realidad se estaba riendo, con una risa histérica y húmeda. Claudia le apartó las manos del rostro.

—¿De qué te ríes?

—De ti, tonta del bote, que ahora te van a acusar igual que a mí de este accidente. Vamos a acabar las dos juntas en la cárcel. Lo que tanto temías. Y no por deshacernos de Margherita, que hubiera valido la pena, sino por matar a dos hombres inocentes a los que ni siquiera conocíamos.

Todavía le duraron las carcajadas varios minutos más. Claudia se sentó a los pies de la cama y la contempló en silencio durante todo el tiempo que permaneció Francesca en estado de conmoción. Luego cerró con cuidado las contraventanas y las cortinas y la condujo escaleras abajo hasta el jardín, abrió sigilosa una pequeña puerta lateral y la empujó fuera del recinto de Villa Mondolfo, por la carretera estrecha que subía entre curvas a Cernobbio, y desde allí hacia Villa Margherita por un caminillo de polvo bajo los castaños, donde aún dormían Stefano y Margherita, ajenos a la desgracia que se les venía encima.

XII

La historia de amor entre Stefano y Margherita jamás habría ocupado una sola página de un solo periódico local de no haber sido por la procedencia ilustre de las dos damas involucradas en el triángulo amoroso. Lo que debería haber quedado relegado a la condición de chismorreo o murmuración de vecinos y, consecuentemente, haberse olvidado con el tiempo se convirtió por obra y gracia de los apellidos Cossentino y Borghetti en uno de los escándalos públicos de mayor alcance de toda la historia de Lombardia. El hecho de que Margherita Borghetti fuera la única heredera del imperio textil fundado por su abuelo y de la fabulosa fortuna de la familia convertía en muy sabroso cualquier asunto que tuviera que ver con el estado de su corazón. Y si dicho asunto suponía además el enfrentamiento frontal y definitivo con sus más directos competidores en el imperio de la seda, los Cossentino de Venecia, entonces el espectáculo estaba servido.

Cuando se supo que Stefano Ventura, el yerno pobre de Pompeyo Cossentino —de quien tanto se había hablado en su día cuando conquistó el corazón de la bella Paola armado con una guitarra española y una balada de amor en la que se lamentaba de su condición desigual, ella una princesa, él un mendigo, y que llegó a convertirse en la canción más popular de aquel verano del 58—, le había sido infiel a su esposa nada más y nada menos que con Margherita Borghetti, aquella calle de Milán en la que residían los Ventura se transformó en un hervidero de actividad. Toda la prensa se apostó en cada portal y en cada balcón para asistir al evento en primera fila. Por otra, Paola, que desde hacía meses vivía en Florencia, regresó a su viejo hogar con la única intención de recoger todas sus cosas, arrojar por la ventana las de Stefano y avisarle de que aquella vivienda quedaba clausurada y que ya podía ir pidiendo asilo al bando contrario porque de acuerdo con el régimen de separación de bienes que tanto les habían recomendado sus abogados al contraer matrimonio ninguno de los lujos de los que había disfrutado hasta entonces le pertenecía a él, sino a su suegro, Pompeyo Cossentino, el magno. Y por otra, el pueblo llano, aburrido de los mismos paseos matinales de cada día y ávido de un poco de picante en sus vidas insípidas, se dejó caer por allí como por casualidad, para dar una opinión que nadie le había pedido, que si la culpa era de ella por melancólica, si de él por ambicioso, que si de la vida misma por mezclar churras con merinas, que si de las niñas, pobrecitas, que si de Margherita, la caprichosa y consentida heredera de los Borghetti que se había cruzado en aquel matrimonio tan frágil en el peor momento y lo había terminado de hacer añicos.

A Francesca la pusieron a salvo de todo aquello encerrándola bajo siete candados en el palacio florentino de sus abuelos y protegiéndola entre algodones de las habladurías ajenas, pero indefensa ante su propia conciencia de culpa, consciente de que si ella no hubiera contado a voz en grito lo que vio y oyó aquella tarde en un callejón de la ciudad, Stefano y Margherita aún vivirían su amor secreto amparándose en la clandestinidad, aún su madre estaría en la inopia y sus abuelos entretenidos con sus negocios y sus fiestas, ella no se habría convertido en una delatora despiadada —una chivata, traidora, soplona, de bando en bando, correveidile— y Claudia la dejaría dormir por las noches, sin reproches, ni lamentos, ni sollozos de niña tonta.

Cómo aborrecía a veces a su hermana. Siempre recordándole sus errores como una conciencia glotona que jamás olvidaba el menor detalle. Aún la machacaba con historias viejas.

—Cuando yo tenía cinco años y tú siete, me caí de la barca, ¿no te acuerdas? Y tú no me ayudaste, me dejaste boqueando en el agua, que todavía no sabía nadar, como un pez moribundo, caray, y luego quemaste mis muñecas, y con unas tijeras de cocina destrozaste mis visillos, los que me servían de cobija en las noches de viento. De eso sí tienes que acordarte porque eran de seda y los había traído mamá de aquel viaje a Venecia envueltos en celofán con toda la ilusión. «Para mis niñas», dijo. «Para que sientan la suavidad del aire».

—¡Cállate ya! —gritaba Francesca, tapándose los oídos. Y luego iba al armario, rebuscaba entre las sombras del fondo, sacaba una chaquetita o unos botines de charol de Claudia y los rasgaba de arriba abajo con sus propias uñas para fastidiarla.

—¡Haberte callado tú, niña mala! ¿Por qué tuviste que avergonzar a papá delante de todo el mundo? Salimos hasta en el noticiero: «El
Romeo y Julieta
del siglo XX», han dicho. «El melodrama de los Borghetti y los Cossentino en directo, desde la elegante calle de Milán adonde fueron a parar los zapatos, las camisas, los palos de golf, la pitillera con las iniciales entrelazadas, los marcos de fotos y el mueble bar».

Una y otra vez la misma historia. Claudia no atendía a razones. Le describía una a una la colección de botellitas de whisky que contenía aquel mueble, chiquitinas, como las de los aviones, cómo se rompieron en pedacitos cuando chocaron contra los adoquines de la acera, cómo se desparramó su líquido, igualito que pis de perro, cómo quedó el portal cubierto de cristales.

—No era mi intención hacer daño a papá. Ya sabes que lo adoro a pesar de todo —le había explicado Francesca a Claudia mil veces con esa santa paciencia que tanta falta le hacía a su hermana—. Lo único que quise fue atacar a Margherita con sus propias armas: las de la traición. Traición por traición; ojo por ojo.

—¿Y qué conseguiste, Franchie? —Llegadas a ese punto del drama, Claudia lloraba sin remedio—. Exponer a la luz el secreto. Hacerlo público. Obligar a papá a reconocer su infidelidad, precipitar el divorcio, destrozar a mamá, comprometer a papá en una estúpida boda que probablemente jamás se habría celebrado si no llegas a intervenir tú.

Y eso era cierto. No existían argumentos en contra de tal verdad absoluta. Sólo circunstancias atenuantes que rebajaban la pena, como el hecho de que los Borghetti amenazaran con desheredar a su hija si continuaba viviendo en pecado con un hombre casado. O la ruina total de Stefano por culpa de aquella separación de bienes que provocaba una sonrisa siniestra en el rostro del abuelo Cossentino cada vez que alguien la sacaba a colación.

—Los abuelos también tuvieron mucha culpa —argumentaba Francesca sin demasiada convicción—. Y el dinero, claro.

Ahora ya no había vuelta atrás. Paola lloraba desconsolada en Florencia y Stefano le hacía el amor a la bruja para escapar de la miseria.

Eso debían de estar haciendo la mañana del accidente cuando Francesca y Claudia regresaron de puntillas de su aventura nocturna. Sus voces adormecidas, como de recién levantados, se escuchaban al otro lado del pasillo. No cabía la menor duda de que estaban acariciándose, besándose, amándose. Lo comprobó Francesca mirando por el ojo de la cerradura.

No es que le gustara fisgar en las intimidades de la pareja. En realidad, le repugnaba bastante presenciar esas sesiones tan obscenas, pero entendía que era necesario saber en cada momento lo que ocurría detrás de la puerta, no fuera a ser que un día el erotismo se tornara en violencia, o en desprecio, y entonces hubiera que intervenir con una patada, arrancar a papá de los brazos de la bruja y quemarla viva sobre las sábanas.

Ella siempre lo llamaba «
amore
», extendiendo el sonido sensual de la o hasta el infinito. El callaba y empujaba. Cuando se agotaba, caía a plomo sobre las almohadas, jadeante y sediento. Margherita se incorporaba y le acariciaba la espalda, los hombros, el cuello, con una suavidad voluptuosa que él agradecía con pequeños gruñidos.

Entonces Francesca se retiraba de la puerta con la sensación de haber cumplido con un deber tan desagradable como ineludible y regresaba a su habitación para contarle a Claudia que el hechizo todavía conservaba intacto todo su poder.

Pero esa vez, la mañana del accidente, los amantes se demoraron mucho más que de costumbre en las caricias. Sus besos fueron más largos, sus movimientos más suaves. Stefano permaneció abrazado al cuerpo de Margherita durante minutos eternos detenido en su vientre, la cara apoyada en el ombligo, las manos alrededor de la cintura, y ella sonreía con una paz nueva, como de misión cumplida.

—Es una niña —dijo de pronto el padre, para espanto de Francesca, que se retiró instantáneamente de la cerradura, tomó aire y regresó a su puesto de vigilancia con el corazón en un puño—. Es una niña preciosa. Tiene tus ojos, tu pelo, tu boca, tus manos…

—Tiene tu risa y tu corazón —respondió Margherita revolviéndole el pelo.

—¿Cómo vamos a llamarla?

—Ya veremos. Podría ser un niño.

—No —protestó Stefano—. Será una niña. La llamaremos Margherita, porque no hay ningún nombre en el mundo tan bonito como el tuyo. Y se parecerá tanto a ti que cuando os vea venir de lejos os confundiré. Seréis como dos gotas de agua. Dos aguane. Dos hadas pérfidas que arrastran a los hombres, ¡pobres hombres!, al fondo del lago, locos de amor.

La bruja esperaba un hijo. Francesca sintió ganas de vomitar. La náusea surgió de lo más profundo de su estómago vacío y subió a toda velocidad por su garganta, hasta su boca reseca. Allí estalló en un lodazal asqueroso de bilis y babas que escupió con rabia contra el suelo. La arcada sonó igual que el gruñido de un oso salvaje. La tos como el trueno de una tormenta.

—¿Te preocupaba cómo ibas a decírselo,
amore
? —se escuchó decir a Margherita desde dentro de la alcoba en un tono demasiado agudo que se oyó con claridad a pesar del estruendo de la vomitona—. Pues ya no tienes que mortificarte por eso. Francesca ya sabe que va a tener un hermanito. —Y añadió a voz en grito—: ¿Verdad, Franchie, que te alegras muchísimo?

Pero la hijastra, descompuesta, pálida y mareada, ya regresaba corriendo a su habitación para contarle a Claudia que ahora todo había cambiado. Que la bruja llevaba en el vientre, enjaulada, a una pequeña víctima de su maleficio; una criatura medio humana, medio hermana, medio inocente, y que habría que decidir si seguían adelante con el asesinato o esperaban a que la cosa engendrada saliera a la luz para ver de qué naturaleza estaba hecha. Si tenía rasgos mortales como el padre y merecía vivir, o si, por el contrario, poseía la misma maldad que la madre y entonces había que acabar con ella de inmediato, antes de que creciera y se propagara por el mundo, como una nueva epidemia de viruela contagiosa y mortal.

En el dormitorio, Claudia pasaba las páginas de
Historia romántica de Lario, un estudio
con una serenidad admirable. Ni siquiera levantó los ojos del libro cuando entró Francesca empapada en vómito.

—Cálmate —le dijo—. Si hay algo que no tenemos ahora es prisa. Además, los embarazos a veces no llegan a buen puerto. Muchos se pierden; se desprenden, se reabsorben. La naturaleza es muy sabia para esas cosas. Escucha —dijo. Y se puso a leer como si no hubiera ocurrido nada.

XIII

Historia romántica de Lario, un estudio

LADY MORGAN, SUCESOS Y CORRESPONDENCIA

La cuarentena llegó a su fin un día antes de que Sydney se declarara oficialmente loca de remate. A pesar de sus visitas clandestinas a Villa Garrovo, el encierro resultaba insoportable para un alma salvaje como la suya, ávida de aventuras. Charles conocía bien a su esposa. Sabía cuánto añoraba la vida social de la que tanto disfrutaba de soltera: los bailes, las conversaciones banales, el pícaro coqueteo… y, con la mejor de las intenciones, organizó una merienda en el jardín de Villa Fontana para celebrar el éxito de la vacuna de Jenner, que había evitado el contagio de la viruela y su peligrosa propagación. Siempre con la voluntad de agradar a su esposa, lord Morgan envió invitaciones a su reducido grupo de conocidos milaneses: los Visconti, los Confalonieri, la condesa Pino y los científicos Frank, Scarpa y Volta.

Resultó que las dos Teresas y sus nobles esposos habían emprendido viaje a Génova para asistir al baile que ofrecían todos los veranos los marqueses de Pallavicini y al que nunca faltaba el príncipe Borghese, cuñado de Bonaparte, ni la condesa de Albany, viuda del último pretendiente al trono, de modo que, finalmente, aquel té inglés de las cinco contó únicamente con la presencia de seis actores: los Morgan, los tres doctores y la Pelusina, que llegó por tierra, subida en un coche de caballos tapizado en terciopelo rojo.

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