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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

Juego de damas (14 page)

BOOK: Juego de damas
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XI

—¡Lo sabía! —gritó de repente Francesca y Claudia se sobresaltó dando un respingo que hizo balancearse peligrosamente la barca de lado a lado. La luz del candil vaciló e iluminó por casualidad el gesto satisfecho de la chica.

—¿Qué sabías, estúpida? ¡Me has dado un susto de muerte! He estado a punto de caerme al agua y con este camisón tan pesado no hubiera podido salir a flote. Me habría ahogado delante de tus narices por tu culpa.

Francesca dejó los remos hundirse en el agua negra. Necesitaba las dos manos para gesticular.

—Acabas de dar con la pista más importante de nuestra investigación y no te has dado ni cuenta —le recriminó a Claudia—. Menuda mierda de detective. Escucha. —Le arrancó el libro de las manos y leyó en voz alta—: «Aprendí primero a flotar y después a sumergirme, expulsando el aire por los orificios de la nariz, impulsándome con las extremidades como si fueran remos».

—Sabía nadar —dijo Claudia.

—Y, por lo tanto, no se ahogó, sino que la ahogaron —concluyó Francesca.

—Pero eso ya lo sabíamos. —Claudia la contemplaba con los ojos muy abiertos; tenía esa expresión tonta de las muñecas de trapo. A Francesca le estaban dando ganas de lanzarla por la borda.

—No, señora. No lo sabíamos. Lo sospechábamos. —Hizo una pausa y continuó hablando en tono condescendiente—: No te puedes inventar las cosas, Claudia, tienes que demostrarlas. Está muy bien que tengas esas visiones tuyas tan detalladas. Que seas capaz de recordar la escena de la muerta envuelta en tafetanes, con los botines de seda empapados y la melena negra enmarañada, y el pobre esposo llorándola a mares… Pero tienes que entender que todas esas cosas existen sólo en tu cabeza. Yo no puedo verlas. Nadie puede excepto tú.

—También he visto a la vieja Abbondia —afirmó Claudia, ignorando el enfado de su hermana—. Es fea como una cretina. Bajita y deforme, bigotuda, encorvada. Tiene una manera de mirar que asusta, como si escondiera veneno en el refajo negro. Juraría que tuvo algo que ver en el crimen.

—¡Ea! ¡Porque tú lo digas! —protestó Francesca—. Ahora resulta que fue Abbondia porque era fea y vieja. Pues te recuerdo que tú también eres fea y que algún día te harás vieja. ¿Serás por eso una asesina?

—Yo no seré vieja jamás —respondió Claudia con un convencimiento absoluto.

Para entonces ya Francesca había retomado los remos y la orilla estaba acercándose a pasos agigantados. Se veía a pocos metros el embarcadero circular de piedra del que hablaba lady Morgan en sus cartas. Villa Fontana seguía en pie, con su balaustrada, sus dos frontones neoclásicos y su jardín recortado.

Amarraron la barca de cualquier manera en una argolla de hierro y subieron sigilosas por las escaleras hasta el camino que quedaba entre la casa y el lago. En la puerta, en medio de una verja de hierro muy alta, había una placa de metal que anunciaba «villa mondolfo» en letras de molde.

Por el tejado de dos aguas de la casa vecina saltaron Francesca y Claudia al recinto vacío. La casa estaba cerrada con llave. Los nuevos propietarios, descendientes de los Volonté por línea materna, debían de encontrarse en Milán o en España o en alguna isla del Egeo o en Córcega, disfrutando del verano, ajenos al allanamiento, puesto que no les salió nadie al encuentro, ni siquiera un vigilante o un perro disuasorio de esos de ladrido asmático y babas espumosas.

Rompieron un cristal con el pie del candil, abrieron la puerta del pabellón acristalado y se encontraron ante una piscina fabulosa, de mármol y azulejo blanquiazul.

—Esto no estaba así cuando se alojaron aquí los Morgan —comentó Claudia estúpidamente.

—Claro que no.

—No. Las columnas estaban sin techar. El suelo era de hierba y sobre la mesa había una parra que daba sombra. A veces, las abejas venían a picar las uvas y a Sydney le asustaban sus aguijones. Charles las espantaba con un sombrero de paja que compró en el mercado de la plaza. Se pasaba el día entero vestido con ese sombrero y un guardapolvos de muselina amarilla. Le encantaba pescar. ¿Sabes lo que hacía? Por la mañana les lanzaba miguillas de pan a los peces y por las tardes los atrapaba en una red de su invención. Por las noches se los comían asados en una pequeña hoguera que encendían en ese rincón. —Señaló hacia algún punto indefinido del jardín—. Solían venir los niños Fontana a compartir la cena con ellos. Charles sacaba la guitarra, no era mal músico, y Sydney cantaba viejas nanas celtas que había aprendido de la dulce Molly. Se le ponía la voz melancólica, recordando a su padre y a su hermana en esas noches tan cálidas.

Mientras Claudia relataba estas escenas que parecía estar viendo a través del tiempo, Francesca había roto de una patada la cerradura de la puerta. Trató de encender las luces de la casa, pero, al parecer, los propietarios habían desconectado la electricidad antes de irse de vacaciones y tuvo que conformarse con prender un candelabro de plata con la llama de su candil.

Así, como dos fantasmas de pelo suelto y camisón blanco, fueron atravesando las niñas todas las estancias de la mansión. De vez en cuando, Claudia recordaba alguna vivencia antigua que describía en voz alta: «Aquí tropezó Sydney y derramó el té encima del doctor Frank la tarde en la que Abbondia juró quemarlos a todos por brujos. Allí se escondió la pequeña Sofía Fontana, detrás de ese butacón, y tardaron horas en encontrarla porque se quedó dormida. Ése es el retrato de Domenico Fontana, el bisabuelo; el que participó en la construcción de la catedral. A Charles le hacían mucha gracia sus barbas de chivo y el monóculo».

Subieron a la planta superior por la misma escalera de mármol de la que hablaba lady Morgan en sus cartas. Recorrieron los mismos pasillos y abrieron las mismas puertas. Al llegar al dormitorio principal, Claudia se escandalizó al visualizar a los Morgan dormidos y abrazados en la cama, pero lo más asombroso fue abrir después la puerta del gabinete y contemplar, con incredulidad, el retrato al óleo de Sydney Morgan pintado por René Berthon colgando de la pared.

—Aquí tienes a Sydney —dijo Claudia, consciente del efecto que aquella aparición estaba causando en su hermana Francesca, pálida como una hoja de papel—. Desde que encontré su tumba en el cementerio y la vi sentada sobre la lápida con estos mismos botines y este vestido negro supe que era nuestra muerta.

Acercó el candelabro al retrato y lo contempló en silencio durante varios minutos. Sydney Morgan estaba sentada frente a un escritorio de madera, el gesto melancólico y la mano lánguida, las hojas de papel a medio escribir y el tintero vacío. Vestía de terciopelo oscuro con un amplio escote y tenía el cabello muy negro, en contraste con su pálida piel. Era guapa, portadora de una belleza atemporal que igual le hubiera servido para el siglo XIX que para el XX. No era extraño que una mujer así, hermosa, lista, culta e independiente, hubiera dejado a su paso por este mundo una hilera de enamorados despechados y sufrientes y que su pobre esposo, el flemático Charles Morgan, la siguiera por la vida con la lengua fuera, amenazado a partes iguales por el deseo descontrolado y los celos bien fundados. Sólo había que imaginar cómo la contemplaba cada día Domenico Fontana desde su dormitorio, al otro lado de la columnata, para compadecer al buen doctor.

Francesca se asomó a la ventana y reconoció aquella habitación, la de Domenico, entre las siete del edificio de enfrente. No le cupo la menor duda de que encerrado allí había pasado el joven los peores días de su enfermedad y luego, encaramado al balconcito, con la vista clavada en el dormitorio de Sydney, se había ido obrando la milagrosa recuperación que lo devolvió a la vida, tal y como estuvo a punto de salir de ella, con el mismo cuerpo musculoso y la piel inmaculada. Fue tal vez la obsesión por el desnudo de lady Morgan al otro lado de aquella ventana lo que lo mantuvo vivo.

—Le tenía miedo —dijo de pronto Claudia sacando a su hermana de sus cavilaciones.

—Claro, porque temía que le contara a Charles que la había visto desnuda —reflexionó Francesca dándole la razón—. Lord Morgan era extremadamente celoso y habría sufrido muchísimo de haber conocido el motivo por el que el irresistible Domenico miraba a su esposa con semejante anhelo.

—No era eso.

Claudia había fijado los ojos, abiertos como platos, en la cara de Francesca.

—Tenía un miedo atroz a caer en la tentación —afirmó—. Ya había desobedecido a su marido una vez, cuando se escapó de casa para encontrarse con Vittoria Peluso y, según le escribió a su hermana Olivia, no había sentido el menor remordimiento por ello. La atracción física que sentía por Domenico Fontana le estaba convirtiendo el matrimonio en una cuarentena insoportable. Necesitaba escapar de su jaula de oro y aprender a nadar en las aguas del muchacho. Se daba cuenta de que él la llamaba sin palabras desde detrás de los visillos y, aterrada, comprobaba con qué excitación respondía su cuerpo a aquella voz.

—Pero Sydney adoraba a Charles —protestó Francesca.

—Eso no tiene nada que ver —respondió Claudia—. Una cosa es querer y otra desear. En muy contadas ocasiones coinciden las dos condiciones en la misma persona.

—Pues para Charles Morgan, Sydney lo encarnaba todo: el amor y el deseo —afirmó Franchie, enternecida.

—De ahí la dulzura, la empatía, la veneración.

—Pobrecillo.

Las dos hermanas se retiraron de la ventana y colocaron el candelabro y el candil sobre una mesita de velador. Se sentaron en un sofá de terciopelo verde que quedaba a los pies de una cama de matrimonio.

—En este cuarto no había cama —dijo Claudia mirando a su alrededor—. Las paredes estaban cubiertas de pinturas, librerías y lámparas. Las cortinas eran muy pesadas, en el suelo había una alfombra y aquí, justo donde estamos sentadas, estaba el escritorio en el que trabajaba Sydney. Era de madera inglesa y tenía varios cajoncitos que ella cerraba con unas llaves pequeñas que guardaba en su joyero. Por lo visto, odiaba que leyeran sus cartas o sus borradores sin permiso. Desconfiaba de todo el mundo. Ni siquiera le permitía a Charles, ni a Olivia, ni a Molly, que entraran en su gabinete sin llamar antes a la puerta. Siempre tenía algo que esconder. Buscaba rendijas y rincones secretos para ocultar sus cosas.

—¿Qué cosas?

—Pues de todo. Tonterías. Una piedra que encontraba en la playa, un billete de tren, una invitación, un sobrecito de té… Cualquier cosa que tuviera algún significado para ella.

Francesca paseó la vista por el dormitorio. Con las indicaciones de Claudia no le resultaba difícil imaginar aquel gabinete del que hablaba Sydney en sus cartas. Aún se conservaban sobre los estantes algunos libros de entonces y los cuadros que quedaban debían de ser los mismos que había en 1812.

—Está todo igual excepto lo más interesante: el escritorio —dijo en voz alta.

—Ha desaparecido de escena —respondió Claudia—. Y con él una buena parte de nuestras pistas. Ya te he dicho que a Sydney le encantaba esconder cosas.

Francesca golpeó con rabia la mesa. Si había algo que le disgustara de veras era lo inesperado. No esperaba encontrar un cuadro valiosísimo colgando como si tal cosa de la pared de una casa cerrada. No esperaba que los muebles no estuvieran donde debían estar. No esperaba sospechar que a Sydney se le hubiera pasado por la cabeza la idea de serle infiel a su esposo. Eso no.

—¿Sabes una cosa, Claudia? —susurró—. Tal vez nuestra Sydney merecía morir. Tal vez se acostó con Domenico Fontana y Charles los descubrió. Tal vez él la ahogó con sus propias manos en el agua negra del lago. Al fin y al cabo, según tu visión, fue él quien la encontró flotando sin vida cerca de la orilla. El quien certificó su muerte. Y él quien la lloró con desconsuelo.

Pero Claudia se había quedado profundamente dormida en el sofá —la que decía que no dormía nunca—, y, por mucho que la agitó y la llamó a gritos, no hubo modo de despertarla hasta la mañana siguiente, cuando un estruendo las sobresaltó a las dos y las arrancó de aquel sueño tan hondo en el que habían caído juntas como por un barranco.

El desastre sucedió al alba, con las primeras luces del día. Primero se escuchó un golpe tremendo y después una explosión brutal. Francesca saltó literalmente del butacón al suelo, y del suelo al balcón, para observar horrorizada un espectáculo sobrecogedor: una columna de humo muy negro que se levantaba del agua incendiada, una hoguera ardiendo en medio del lago, un amasijo de hierros retorcidos y maderas destrozadas, una peste a goma quemada, a petróleo y a carne chamuscada.

Después llegaron las lanchas de los
carabinieri
y las de los bomberos, con sus luces de colores y sus alarmas ululantes y lucharon durante varios minutos contra las llamas.

El mirador que daba la vuelta al lago se fue llenando de gente espantada procedente de las cuatro esquinas de Como. Comentaban que un accidente así se veía venir, que tenía que terminar ocurriendo tarde o temprano, porque la idea de instalar un aeródromo tan cerca de la ciudad era de locos. Que ya lo decía la gente. «Llévenlo más dentro, a la
isola
Comacina, donde no crucen los niños en barca, no sea que un día al despegar un hidroavión se encuentre con algún bote a la deriva y ocurra lo peor».

Y eso, exactamente, era lo que acababa de acontecer. Lo dijo un hombre enojadísimo, colorado de rabia. Que, al parecer, alguien había amarrado una barca de remos a una argolla oxidada y con los vientos de la noche se había soltado el nudo y se había marchado la barca, vacía, que había cruzado la pista de despegue justo en el instante en el que levantaba el vuelo un hidroavión de la compañía hidrográfica de Lario con dos operarios a bordo. El choque fue inevitable. La muerte de los trabajadores también. Y la culpa del alcalde, de los concejales, de los propietarios del aeródromo y del insensato que había dejado su barca en ese amarre prohibido, con lo claro que lo decía el letrero blanco pintado en el muro: que se abstuviera la gente de dejar cualquier embarcación allí por peligro de accidente mortal, con una calavera y todo, que hasta miedo daba acercarse por allí.

Francesca había abierto la ventana y escuchaba todos estos comentarios temblando de susto. La barca de remos en la que habían llegado a oscuras como dos almas en pena la noche anterior había desaparecido del embarcadero. Sólo quedaba el cabo colgando, sin nada atado al otro extremo.

Claudia se acercó por detrás y rodeó los hombros de su hermana con un abrazo muy cálido.

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