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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

Ira Dei (15 page)

—Estamos investigando un caso de homicidio y la coincidencia de algunas evidencias nos ha traído a esta dirección —Galán comprobó que Perdomo le escuchaba completamente concentrado, asintiendo a cada frase con los ojos muy abiertos, intentando agradar—, necesitamos hablar con todas las personas que tuvieron algún contacto con el empleado de teléfonos que estuvo aquí la semana pasada y con la persona que realizó la lectura del contador de agua hace cinco días. ¿Lo ve factible?

—¡Completamente! —Perdomo volvió a sonreír, aliviado—, mi secretaria les pondrá en contacto con todo el personal que trató con esos operarios. Ahora mismo —el empresario les dirigió una mirada de complicidad mientras descolgaba el teléfono—. Se trata del asesino en serie, ¿verdad?

—Lo siento, pero no puedo dar ningún tipo de información, compréndalo —Galán se sentía fastidiado, era evidente que la noticia había corrido como la pólvora, lo que no haría sino empeorar la investigación.

—Sí, claro, perdone —Perdomo dio varias órdenes cortas al auricular y colgó—. Todo el personal que trabajó aquí la última semana estará su disposición en diez minutos. Yo también, por supuesto. Aunque si les sirve de algo, anoche estuve en una cena de la empresa.

—¿No cree que los recibos de agua y teléfono son completamente abusivos, señor Perdomo? —Ariosto aprovechó un instante de silencio para intervenir, con un tono muy tranquilo, mientras Galán lo fulminaba con la mirada.

—Ejem, sí, claro, son una vergüenza —Perdomo comenzó a ponerse nervioso de nuevo—, pero espero que no crean que el descontento por la facturación pueda justificar algún asesinato. El precio de estos servicios es una queja de toda la población, no sólo de esta empresa.

—¡Oh! No se inquiete, es que estoy escribiendo un artículo para el periódico y me faltaba la visión de un empresario. Tal vez el Ayuntamiento deba tomar cartas en este asunto. Alguien tiene que decírselo al Alcalde —Galán le apremiaba con la mirada a que se callase. Ariosto lo notó, pero siguió hablando—. Le agradecemos de antemano su colaboración. Por cierto, unas xilografías espléndidas, las del recibidor. Me acuerdo que un comprador anónimo se llevó tres de las seis que tiene colgadas en una subasta hace un par de años. Celebro que sea usted. ¿Sabe?, en Hacienda los inspectores valoramos mucho la inversión en obras de arte, aunque algunos subinspectores no compartan la idea. Por si acaso, no pierda la factura de las otras tres.

—Sí, claro, las guardamos con mucho celo, pierda cuidado.

Perdomo notó que una gota de sudor resbalaba por la sien izquierda. Los otros tres cuadritos, como los llamaba, los había comprado a un tratante de dudosa reputación con dinero negro. ¿Cómo podía saberlo aquel tipo?

—Eso es todo, entonces —Galán atajó la conversación, consciente de la incomodidad del empresario—, el subinspector Ramos se entrevistará con su personal. Le agradecemos su tiempo.

—Espero que podamos serles de alguna ayuda —Perdomo se levantó como un resorte—, les acompaño a la puerta.

Los visitantes se despidieron del empresario, que volvió a su despacho. A pesar de haber cerrado la puerta, se oyó el sonido ahogado de un suspiro de alivio. Galán se acercó a Ariosto con la mirada encendida.

—Habíamos quedado en que iba a mantener la boca cerrada.

—¡Oh!, no se preocupe, estimado Inspector, ahora tenemos la completa seguridad de que, si volvemos otro día, el señor Perdomo nos seguirá dispensado su hospitalidad —Ariosto sonrió—. No sabe usted la frecuencia con que determinadas facturas se pierden. Aunque yo, si fuera él, estaría completamente indignado, furioso, diría.

—¿Furioso? ¿Por qué? ¿Cree que tiene que ver algo con el caso?

—¡Oh, no!, hace mucho rato que lo descarté como sospechoso —Ariosto bajó la voz y se acercó a Galán—, es algo peor, pero no conviene airearlo. Este señor ha sido objeto de un timo, dos de las xilografías son falsas.

21

—Antonio, no voy a poder asistir a la cena de la promoción.

Marta se quemó los labios con la tila hirviendo. Galán acababa de llegar a la terraza del hotel
Nivaria
y se disponía a sentarse a su lado a la sombra de un gran parasol. Ya hacía calor.

—Buenas, antes que nada —Galán simuló estar molesto—. ¿Para esto me haces venir de la comisaría? Si quieres darme disgustos, puedes hacerlo por teléfono —la sonrisa de sus ojos desmentía sus palabras. Cogió un sobre pequeño de la mesa—. Tila La Milagrosa. ¡Vaya! Veo que esta mañana necesitas algo fuerte.

—Perdona. Es que estoy un poco nerviosa.

La arqueóloga miró a Galán a los ojos. El policía comprobó que su mirada no mentía.

—¿Es por lo de ayer? Tal vez no debería haberte llamado. El espectáculo de la cripta era demasiado tétrico.

—No, no es eso. Te agradezco que te acuerdes de mí para estas cosas. Es por lo que he averiguado últimamente sobre esos asesinatos del siglo XVIII.

Galán le pidió que se lo contara. Mientras Marta hablaba, el policía no podía dejar de admirar aquellos ojos profundos, la nariz respingona con algunas pecas. Los labios carnosos, como los de una modelo sudamericana. Su figura delgada y fibrosa. No podía engañarse, siempre le había gustado aquella mujer. Las circunstancias de la vida les habían obligado a llevar caminos distintos desde aquellos días de la Universidad, más de quince años atrás. Ella era una estudiante belicosa, presente en todas las manifestaciones en defensa de lo que fuera. Él era por entonces un subinspector de policía de brillante carrera pero con un trabajo peligroso. Fueron años agotadores en que se multiplicaba asistiendo a la facultad por la tarde, siempre que podía, y estudiando de madrugada. Una noche coincidieron en
La Estudiantin
a, por entonces uno de los primeros bares de copas que se abrieron en lo que hoy es el
Cuadrilátero
. Se conocían de vista. Ella se sentaba en clase varias filas delante de él. Se acordaba de los detalles de aquella noche como si hubieran ocurrido el día anterior.

—¿Por qué estás siempre tan serio? —Marta se había separado de unas amigas y se había dirigido a él directamente. Había aprovechado que Galán estaba solo en la barra, esperando a unos compañeros. Al policía le sorprendió agradablemente aquella aparición inesperada.

—La seriedad es pura fachada, en realidad es que soy tímido— respondió, un tanto azorado.

—Me encantan los hombres tímidos —replicó ella, sonriendo maliciosamente—, son mucho más imprevisibles, más interesantes.

—¿Sí? —a Galán no le costó mucho percatarse de que la chica quería trabar conversación—. Nunca lo había pensado, ¿por qué?

—Porque no responden al arquetipo de cazador de hembras en celo permanente, tan propio del paleolítico —Galán conocía a muchos que se habrían tomado la frase como un insulto.

—¿A qué arquetipo respondemos los tímidos?

—Oh —Marta fingió no esperar esa pregunta—, sois un poco más evolucionados, dentro de vuestro primitivismo. Te colocaría a la altura de un agricultor del neolítico.

—Bueno, no está mal —respondió—. Fue la cuna de la cultura humana. ¿Ya he llegado a descubrir la escritura o me falta poco?

—Creo que estás inventando el alfabeto —la chica rió, nunca había mantenido una conversación así—, pero te cuesta pasar de la letra «d».

—Tal vez necesite algo de ayuda —Galán la miró a los ojos intensamente, sonriendo. Aquella chica era mucho más madura que las de su edad—. ¿Conoces a alguien que quiera echarle una mano a este pobre analfabeto?

—Conozco a demasiadas que quisieran echarte una mano —los ojos de Marta se achinaron, como los de un gato antes de saltar sobre su presa—, pero, como no están cerca, me va a tocar a mí.

—¿Tú? ¿Te dejará Fidias escapar de tu trabajo como modelo?

—No te preocupes —Marta tomó de la mano a Galán—, hoy le toca retratar a Venus. Estoy en mi día libre.

—Fidias se equivoca, la diosa original no va a ser mejor que la modelo —Galán cambió su semblante, poniéndose serio—. Un momento. Hablemos del pago de tus honorarios como profesora. No quiero llevarme luego una sorpresa.

—¿Por qué no? ¿Qué hay mejor que una buena sorpresa?

—Desde luego —Galán la miró de arriba abajo—, no hay nada mejor.

Pasaron a una mesa y empataron una copa con otra. Comprobó que era una chica muy inteligente. Sus continuas ocurrencias le fueron desarmando poco a poco. Pero lo mejor era su risa, franca, limpia, contagiosa. Se reía por todo lo que le contaba. Comenzaba a sentirse afectado por su compañía, como drogado. ¿Serían las copas, o era otra cosa?

El espacio entre ellos fue estrechándose, al tiempo que los muros sociales que los separaban fueron derrumbándose uno tras otro. Acordaron tomar la última copa en el piso de él. Galán sirvió las bebidas con esmero, mientras Marta se acomodaba en el sofá. Para su sorpresa, la vio liando un canuto.

—¿Crees que es buena idea? —preguntó, indeciso.

—Pues claro —respondió, divertida al tentarle—, tienes que conocer de primera mano a lo que te enfrentas.

—Efectivamente, en eso estoy —dijo, colocando las copas sobre la mesita baja del salón y sentándose a su lado.

Marta encendió el porro mirándole a los ojos y aspiró con deleite bajo la atenta mirada de Galán. Era la personificación de la tentación. Le tocó su turno. Galán no fumaba, por lo que no notó nada especial, salvo el intenso sabor del humo en su boca. Se sostuvieron la mirada unos minutos. Galán había cruzado una línea roja, ahora le tocaba a ella.

Marta se incorporó y se acercó a él. Le acarició la mejilla y le besó en los labios. Una, dos, tres veces. Marta sintió como un abrazo irresistible la atraía hacia él, mientras una mano se colaba debajo de su camiseta y deslizaba los dedos por la piel de su espalda. Unos dedos inexpertos tardaron unos segundos en liberar el cierre del sujetador. Sus bocas abrieron la compuerta de la desinhibición y comenzaron a explorarse enardecidas. Sus manos se recorrieron mutuamente mientras sus ropas desaparecían. Sus cuerpos desnudos se fundieron en la noche hasta que se derrumbaron, exhaustos, con las primeras luces del alba.

Cuando Marta despertó, Galán estaba sentado en una silla, mirándola. Él no estaba seguro de que aquello pudiera funcionar. Diez años mayor que ella, sabía que no podía darle a aquel torbellino la atención que exigía. Él no iba a estar cómodo con las amistades de ella, ni viceversa. No hizo falta decirle nada cuando lo miró. Sus ojos hablaron por él. Ella puso suavemente un dedo en sus labios y sólo dijo una frase: Siempre seremos amigos.

Y siempre lo habían sido, pero sólo eso. Galán le perdió la pista durante varios años, una vez acabada la carrera, en los que ella vivió en la Península. Coincidieron de nuevo unos tres años atrás, durante la investigación de un accidente en una excavación arqueológica. Allí estaba ella, al frente de veinte alumnos, con la camisa arremangada y los pantalones cortos de explorador del desierto, sudorosa y llena de polvo de la cabeza a los pies. Pero más hermosa que nunca. Salía por entonces con un conocido empresario de espectáculos musicales, un memo que no la merecía. Pero era de su misma edad, gustos, y poseía unas saneadas cuentas corrientes en varios bancos. Él, por su parte, había tenido algunos flirteos con compañeras de trabajo. Las rupturas le habían hecho tanto daño que se lo pensaba mucho antes de intimar con otras mujeres. Bajo su caparazón insensible de policía duro, latía un corazón que no quería sufrir más.

Galán volvió a la realidad. Había logrado alternar estos pensamientos con las noticias que Marta le contaba. Era el resultado de años de escuchar a la gente. La arqueóloga terminó su relato.

—Ha sido una investigación formidable —dijo Galán con aprobación sincera. La camarera se acercó y el policía aprovechó para pedir un
Applettiser
—. Un poco más y habremos esclarecido los asesinatos de la cripta. Pero, dime, ¿encuentras alguna conexión con los actuales? Podría ser una simple casualidad. Salvo el
modus operandi
, no veo relación alguna.

—De momento, yo tampoco —Marta dudaba si debía contarle a Galán todo lo que pensaba—, pero sé que hay algo extraño en esa manzana de casas. Todavía están en pie varias de las que pertenecieron al Marqués. Si pudiéramos entrar en alguna y comprobar si existen los túneles…

—Olvídate de eso, Marta —Galán utilizó un tono profesional—. Nadie está obligado a dejarnos entrar. Crearía confusión o incluso pánico entre los vecinos que la policía tocara en su puerta después de lo que ha pasado estos días. Y de conseguir una orden judicial, ni pensarlo. Veo la cara del juez cuando le explique los motivos para entrar en un domicilio particular… —Galán cambió la entonación—. ¿Pretende usted que emita una orden de registro por una corazonada? ¿Me toma el pelo, joven? Son dos de las frases favoritas de los jueces. Ya he pasado por eso, y no pienso repetir.

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