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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

Ira Dei (14 page)

Caminó por la estrecha acera de la izquierda, con un ojo en el suelo y otro en los coches que venían de frente. En un par de minutos llegó a la altura del solar. Una cinta de color blanco y rojo y varias vallas de obra unidas por alambres impedían el paso. La excavadora, tostándose al sol, ocultaba el agujero. Le extrañó que no hubiera vigilancia. Fijándose bien, vio que detrás de la casa antigua anexa al terreno desmontado, a la sombra, vegetaba sentado un vigilante, armado contra el calor que se avecinaba con un botijo color tierra.

Marta se proponía otear la manzana desde un lugar alto. Las imágenes del
Google Maps
no eran muy detalladas. Dobló por la calle Santiago Cuadrado. Unos cien metros adelante se erguía un triste edificio de cinco alturas. Otro pegote arquitectónico de la ciudad levantado en aras de un progreso mal entendido. Lo conocía desde hacía más de quince años. Las viviendas se dedicaban, desde que el edificio se construyó, a alquiler para estudiantes de la Universidad, y algunas de sus amistades pasaron por ellas. La arqueóloga decidió comprobar si las costumbres seguían siendo las mismas. Pulsó un botón del portero eléctrico al azar. Nada. Marta cayó en la cuenta de que estaban a comienzos del verano, y muchos estudiantes se habrían marchado a sus casas. Probó en distintos pisos. Al cuarto timbrazo obtuvo respuesta.

—¿Diga? —una voz juvenil con tono somnoliento se escuchó en el aparato.

—Cartero —respondió Marta, tratando de dar naturalidad a su expresión.

Un zumbido inicial dio paso al chasquido de la cerradura al abrirse. Marta sonrió mientras empujaba la puerta, los estudiantes siempre esperaban paquetes de sus casas.

Los cinco pisos de escalera —no hubo nunca ascensor—, no la cogieron desprevenida, estaba entrenada para ello. Al llegar a la última planta se enfrentó de nuevo a la comprobación de antiguos usos. Los escalones morían en dos puertas enfrentadas que daban acceso a las azoteas. A su derecha, un pequeño tiesto vacío se aburría inútil sobre un plato de plástico. Levantó la maceta y allí seguía, un poco más oxidada, la llave de las puertas. Escogió la de la izquierda, que debía tener mejor vista.

En la azotea no había ropa tendida, fiel reflejo de la ausencia veraniega de la mayoría de los inquilinos. Se asomó al borde más lejano a la calle. Tejas de todos los colores coronaban casas modernas y antiguas, con algún que otro verode sobresaliendo de ellas. La sucesión de tejados a dos aguas asemejaba el oleaje de un mar rojizo. Pero lo que más llamaba la atención era el interior de la manzana, invisible desde la calle. Los patios traseros de todas las casas conformaban una alfombra verde que colmataba el espacio interior. Le sorprendió ver que la mayoría de estas huertas y jardines estaban abandonadas. Árboles frutales sin podar luchaban agónicamente por sobresalir de una frondosa maleza que los asfixiaba. En diversos tramos no se distinguían los muros medianeros que separaban unas fincas de otras.

Marta se sentó en el suelo de losetas rojas y apoyó la espalda en el murete de la azotea. Encendió el ordenador, tratando de dar sombra con su cuerpo a la pantalla. Observó con detenimiento las casas y las galerías del plano antiguo. Existía en el dibujo una casa paralela a la cripta, con unas caballerizas anexas, que asomaba a la calle Tabares de Cala. El subterráneo no pasaba debajo de ella, sino parecía hacerlo por la huerta. Un ramal de la galería se bifurcaba hacia la calle Santiago Cuadrado y desembocaba en otra casa que tenía su entrada por ella. Había que descartar investigarlo, ya que los cimientos del edificio donde se encontraba en ese momento lo habrían destruido, sin remisión, hace muchos años. Otros dos pasadizos se dirigían hacia la calle Anchieta, separándose entre sí y dirigiéndose a dos de las tres casas que todavía se mantenían en pie. De uno de ellos salía a su vez otro pasillo que acababa en otra edificación a la derecha, hoy también destruido por los edificios nuevos de la esquina de Anchieta con Tabares de Cala. Se fijó bien y observó algo que se le había pasado por alto. La galería que pasaba por las dos casas de la calle Anchieta parecía seguir por debajo de la calle y continuar en la manzana siguiente. Lamentablemente, el dibujo finalizaba ahí. Era una perspectiva inquietante por desconocida, ¿estaban unidas las casas de determinadas familias por el subsuelo de la ciudad? No recordaba haber leído nada al respecto.

Marta volvió a asomarse al borde del muro. Las tres casas antiguas parecían desiertas, casi abandonadas. En contraste con unas fachadas bien conservadas, el patio trasero era la imagen de la incuria. La primera tenía unas contraventanas exteriores de color verde deslucido completamente cerradas. En la segunda y la tercera la pintura blanca de las paredes se había convertido en una amiga de la infancia completamente olvidada. Las puertas que daban a los patios traseros colgaban desvencijadas de sus goznes. La hierba crecida enmarcaba las losetas de los patios, sobre las que descansaban algunos macetones con mustias flores secas. Jaulas de pájaros sin ocupantes dejaban traslucir el desencanto del único gato que deambulaba, cansado, por los muros medianeros. La sensación de desolación era total.

Hizo varias fotos con su móvil.
Lástima no haber traído la Reflex para intentar atisbar con el zoom dentro de las sucias ventanas
, pensó. En uno de los patios, una extraña construcción estaba parcialmente oculta por la maleza. Se trataba de una estructura piramidal de unos catorce o quince escalones. Si pudiera acercarse más, podría captar mejor los detalles.
Lo intentaría en la próxima ocasión
, se dijo.

Volvió a concentrar la mirada en las ventanas. No detectaba movimiento alguno. Se fijó en la tercera del piso superior de la casa del centro. Nada se movía, pero había algo extraño, fuera de lugar. Tras los cristales, una sombra se mantenía inmóvil. Le pareció una figura humana. ¿Una estatua? Había estado allí, quieta, desde que se asomó a la azotea. Un brillo intermitente, fugaz, parecía salir del lugar donde debían estar los ojos. Mantuvo unos instantes la mirada, buscando alguna variación de la escena. De repente, la sombra se movió a un lado y una cortina se cerró tras la ventana, cegando el interior. Marta dio un respingo, giró y se agachó instintivamente, ocultándose bajo el muro. Los latidos de su corazón se aceleraron, mientras se daba perfecta cuenta de que alguien la había estado observando minuciosamente desde hacía bastante rato. No quiso volver a mirar. Cerró la puerta de la azotea sin pasar la llave y bajó los escalones de dos en dos.

20

—¿La empresa constructora del hermano del Alcalde? ¿Estás seguro, Ramos?

El subinspector asintió con la cabeza. Galán no se lo podía creer. La única pista clara de la reconstrucción de los itinerarios de las víctimas en los días anteriores llevaba a la empresa de Dacio Perdomo, hermanísimo del Alcalde de La Laguna, un pez gordo. Galán se encontraba con Ramos y con Ariosto en la esquina de la calle Rodríguez Moure con San Agustín, delante del jardín que daba acceso al antiguo convento de los Agustinos.

—Actuemos con discreción, lo último que necesitamos es un escándalo político —Galán se volvió hacia Ariosto—. Luis, ya sabe, por favor, no se inmiscuya en la investigación.

—No se preocupe, Inspector —Ariosto siempre se dirigía a Galán en público con tratamiento oficial, otra de sus manías—. Sólo observaré y mantendré la boca cerrada.

Galán intercambió una fugaz mirada con Ramos. Sabía que el subinspector se estaba preguntando qué hacía Ariosto allí, y enarcó las cejas imitando un «no me queda más remedio».

—Ramos, el señor Ariosto viene como colaborador especial de la Policía, posee conocimientos técnicos que pueden sernos de ayuda.

Ramos no respondió, era hombre de pocas palabras. Asintió de nuevo y comenzó a andar por la calle Rodríguez Moure. Tras pasar el cruce de la calle Anchieta, dejaron atrás una tasca, una inmobiliaria y una guardería. Ramos se detuvo delante de una casa antigua, remozada, de dos alturas. Un cartel sobre la puerta de entrada rezaba
Casacan
. Ramos pulsó el timbre. La puerta se abrió automáticamente. Los hombres entraron en la casa. Una estancia amplia pintada de blanco con techo de madera oscura hacía las veces de recepción. A ambos lados descansaban unas butacas negras para la clientela. Al frente, detrás de un mostrador de oficina, una joven morena de ojos vivarachos los miraba atentamente.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarles?

—Soy el Inspector Galán, de la Policía Nacional —Galán exhibió durante una décima de segundo su placa—, desearíamos ver al señor Perdomo, por favor.

—¿Tienen ustedes cita? —la pregunta favorita de todas las recepcionistas afloró, inmisericorde, en los labios de la mujer.

—No, señorita —Galán intentó disimular el mal humor que esa pregunta le provocaba—. Pero le aseguro que es importante que lo veamos. Haga el favor de avisarlo.

—Un momento, voy a ver si puede recibirles.

Después de un breve intercambio de frases en el teléfono, la muchacha les indicó que avanzaran a través de la puerta de la izquierda. En otra habitación grande se encontraba una señora que pasaba los sesenta, que escribía afanosamente en el teclado de un ordenador con las gafas de presbicia en la punta de la nariz. Levantó la vista por encima de la pantalla y se quitó las gafas cuando entraron los hombres.

—Soy la secretaria del señor Perdomo. Les recibirá en un momento. Siéntense, por favor —señaló un sillón de tres plazas que había debajo de una de las ventanas que daban a la calle. Ariosto prefirió mantenerse en pie y examinar las láminas enmarcadas que adornaban las paredes.

—Xilografías de paisajes canarios y de calles de La Laguna de mediados del siglo XIX, de Félix Flachenaker, me parece. Originales únicos de gran calidad —Ariosto hablaba para sí mismo, pero de forma que todos lo escucharan—, ¿un regalo de familia, tal vez?

La pregunta quedó en el aire. La secretaria, notando que Ariosto la miraba fijamente, se sintió obligada a responder.

—No, se equivoca. Fueron adquiridas por la empresa en una subasta de arte.

—Celebro el gusto de la empresa. Reciba mis más sinceras felicitaciones. No se ve todos los días que el mundo empresarial invierta en arte local. Una acertada elección.

Una señal luminosa en el interfono libró a la mujer de tener que continuar con la conversación.

—Pueden pasar, caballeros.

La espartana decoración de la antesala no presagiaba la calidez ornamental del despacho de Perdomo. Un espacio completamente forrado de madera: suelo, paredes y techo. Dos sillas estilo clásico enfrentaban una enorme mesa de caoba con unos pocos papeles en su centro y un ordenador a la derecha. Detrás, una biblioteca con muchos libros elegantes cortados por el mismo patrón, como los que se encuentran en los despachos jurídicos. Galán no estaba seguro, pero le dio la impresión de que eran enciclopedias de distintas editoriales. Algunos tomos todavía conservaban el envoltorio transparente original. Perdomo, un tipo cercano a los ciento veinte kilos que amenazaban reventar su traje de Gucci, pelo peinado hacia atrás con excesiva gomina, cadenilla de oro al cuello y dos lustrosos anillos en los anulares de ambas manos, levantó su oronda figura de la silla y rodeó la mesa para darles la bienvenida.

—Buenos días, señores —les miró a los ojos, en un alarde de confianza y seguridad. No iba a haber problemas, se decía, recordando mentalmente el número del móvil de su hermano—. Mucho gusto en saludarles.

Perdomo ofreció su mano, todo sonrisas, a medida que Galán hacía las presentaciones.

—Soy el Inspector Antonio Galán, de la brigada de homicidios. Este es Ramos, Subinspector adjunto, y…

Ariosto se adelantó y atrapó los regordetes dedos de Perdomo al vuelo.

—Luis Ariosto, Inspector de Hacienda. A su servicio.

Perdomo abrió los ojos de asombro. Su sonrisa se congeló de súbito.

—¿De Hacienda? —el empresario perdió su aplomo en cuestión de segundos—, ¿tiene su visita algo que ver con nuestra declaración de impuestos? Les aseguro que todo debe tener una explicación.

—No, no —Galán intentó atajar el malentendido, pero el demudado rostro de Perdomo hizo que una malévola idea surgiera en su mente—, bueno, podría ser. En realidad es una línea de investigación que deseamos descartar de todo corazón. Por ello necesitamos su total colaboración.

—Total colaboración, por supuesto —repitió el empresario, mientras se sentaba inquieto en su mullido sillón giratorio de cuero negro—. ¿En qué puedo ayudarles?

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