Unos minutos después, se alejó de la camioneta andando con dificultad entre la nieve, arropado en una parka de piel sintética y con el Remington colgado del hombro. Todos los víveres que llevaba consistían en un saco de arroz de cinco kilos y los dos emparedados y la bolsa de maíz frito que acababa de darle Gallien. El año anterior había subsistido durante más de un mes en el golfo de California con dos kilos de arroz y el pescado que sacaba con una caña de pescar de mala calidad; la experiencia lo había llevado al convencimiento de que también en los bosques de Alaska podría encontrar el alimento suficiente para sobrevivir una larga temporada.
Lo que pesaba más en la mochila medio vacía de McCandless era su biblioteca ambulante: nueve o diez libros encuadernados en rústica. La mayor parte se los había dado Jan Burres en Niland. Entre ellos había obras de Thoreau, Tolstoi y Gogol, pero los gustos literarios de McCandless no eran los de un esnob. Sencillamente, había puesto en la mochila aquellos con los que pensaba que se distraería más, incluyendo libros de autores tan populares como Michael Crichton, Robert Pirsig y Louis L’Amour. Como se había olvidado de llevar papel para escribir, se sirvió de las páginas en blanco del final de la guía de plantas comestibles para empezar un lacónico diario.
Durante los meses de invierno, los amantes del esquí de fondo, los entusiastas de las motonieves y los aficionados a los trineos de perros recorren el tramo de la Senda de la Estampida más cercano a Healy, pero el tránsito se interrumpe a finales de marzo o principios de abril, cuando los ríos empiezan a deshelarse. En el momento en que McCandless se puso en camino hacia el interior, casi todos los cursos de agua empezaban a fluir libremente y hacía dos o tres semanas que nadie iba más allá de las cabañas que se alzaban al comienzo del camino; el único rastro borroso que podía seguir eran los restos de nieve amontonada que había dejado una máquina quitanieves.
McCandless llegó al río Teklanika tras dos días de marcha. Aunque a lo largo de ambas orillas unas desiguales placas de hielo cubrían todavía el agua formando una especie de antepecho, no había modo de salvar el canal por el que circulaba la corriente, de modo que se vio forzado a vadearlo. Aquel año se había producido un fuerte deshielo a principios de abril, pero luego el tiempo empeoró durante unas semanas y las temperaturas volvieron a descender, lo que explica que el nivel del agua no fuera muy alto cuando McCandless lo atravesó —quizá le llegaba a la altura de las rodillas— y lograse alcanzar la otra orilla sin problemas. Nunca sospechó que, al cruzar el Teklanika, también estaba cruzando su Rubicón. A los inexpertos ojos de McCandless, nada anunciaba que en los dos meses siguientes, con el calor del verano y el deshielo de los glaciares y campos de nieve que alimentaban las fuentes del río, el volumen del caudal de éste se multiplicaría por nueve o diez y se transformaría en un torrente profundo y violento, muy distinto del arroyo tranquilo que había vadeado con despreocupación en abril.
Sabemos por su diario que el 29 de abril sufrió una caída en el hielo. Es probable que le sucediera mientras atravesaba la superficie helada de una serie de embalses de castores que se hallan un poco más allá de la orilla occidental del Teklanika, pero al parecer salió ileso del percance. Un día más tarde, a medida que la pista iba subiendo por un collado, vio por primera vez el blanco deslumbrante de las laderas nevadas del monte McKinley. El 1 de mayo, a unos 30 kilómetros del punto en que se había despedido de Gallien, se tropezó con el viejo autobús abandonado junto al río Sushana. El vehículo estaba equipado con una litera y una estufa cilíndrica de leña, y los visitantes anteriores habían dejado en él cajas de cerillas, repelente para insectos y otros artículos de primera necesidad. «El día del autobús mágico», escribió en el diario. Decidió quedarse un tiempo allí y aprovechar las rudimentarias comodidades que el vehículo ofrecía.
El hallazgo hizo que se sintiese eufórico. En el interior del autobús, garabateó una exultante declaración de independencia sobre una deteriorada lámina de madera contrachapada que tapaba el hueco de una ventana:
HACE DOS AÑOS QUE CAMINA POR EL MUNDO. SIN TELÉFONO, SIN PISCINA, SIN MASCOTAS, SIN CIGARRILLOS. LA MÁXIMA LIBERTAD. UN EXTREMISTA. UN VIAJERO ESTETA CUYO HOGAR ES
LA CARRETERA
. ESCAPÓ DE ATLANTA. JAMÁS REGRESARÁ. LA CAUSA: «NO HAY
NADA
COMO EL OESTE.» Y AHORA, DESPUÉS DE DOS AÑOS DE VAGAR POR EL MUNDO, EMPRENDE SU ÚLTIMA Y MAYOR AVENTURA. LA BATALLA DECISIVA PARA DESTRUIR SU FALSO YO INTERIOR Y CULMINAR VICTORIOSAMENTE SU REVOLUCIÓN ESPIRITUAL. DIEZ DÍAS Y DIEZ NOCHES SUBIENDO A TRENES DE CARGA Y HACIENDO AUTOSTOP LO HAN LLEVADO AL MAGNÍFICO E INDÓMITO NORTE. HUYE DEL VENENO DE LA CIVILIZACIÓN Y CAMINA SOLO A TRAVÉS DEL MONTE
PARA PERDERSE EN UNA TIERRA SALVAJE
.
ALEXANDER SUPERTRAMP
MAYO DE 1992
Sin embargo, la realidad no tardó en irrumpir en los sueños de McCandless. Cazar le resultaba muy difícil y las entradas del diario correspondientes a su primera semana en el monte incluyen comentarios como «Debilidad», «Ha nevado dentro» y «Desastre». El 2 de mayo vio un oso pardo, pero no le disparó. El 4 de mayo sí lo hizo, contra unos patos, pero erró el tiro. Finalmente, el 5 de mayo cazó una perdiz, el único animal que logró abatir en varios días. La siguiente pieza la cobró el 9 de mayo, cuando le dio a una pequeña ardilla. Aquel día había escrito en el diario: «Cuarto día de hambre.»
A partir de entonces los acontecimientos tomaron un cariz más favorable. Hacia mediados de mayo, la trayectoria del sol en el horizonte ya había ganado altura, inundando el bosque de luz. El sol sólo se ocultaba cuatro horas al día. A medianoche, el cielo estaba aún tan iluminado que le permitía leer. Salvo en las laderas orientadas hacia el norte y las gargantas más angostas, el manto de nieve fue derritiéndose hasta desaparecer, dejando al descubierto los escaramujos y arándanos de la temporada anterior, que McCandless recogía y comía en grandes cantidades.
Su habilidad para la caza también fue mejorando, y durante las seis semanas siguientes consiguió regalarse con ardillas, perdices, patos, gansos y puercoespines. El 22 de mayo se le rompió la corona de una de las muelas pero el accidente no pareció desmoralizarlo, ya que al día siguiente trepó hasta la cima de un cerro en forma de joroba que se alzaba al norte del autobús. La altitud del cerro superaba los 1.000 metros y desde allí pudo contemplar la inmensidad helada de la cordillera de Alaska e interminables extensiones de tierra deshabitada. La entrada de su diario de aquel día es tan escueta como las anteriores, pero refleja una alegría inconfundible: «¡He escalado una montaña!»
McCandless le había contado a Gallien que no tenía la intención de permanecer acampado en ningún sitio.
—En principio —dijo—, lo que voy a hacer es ponerme en camino y seguir andando hacia el oeste. Puede que llegue hasta el mar de Bering.
El 5 de mayo, después de descansar cuatro días en el autobús, continuó desplazándose en dirección a la cordillera de Alaska. A juzgar por las instantáneas que se recuperaron de su cámara Minolta, McCandless abandonó el itinerario cada vez más impreciso de la Senda de la Estampida, ya sea adrede o porque se confundió, y se encaminó hacia el noroeste a través de las colinas situadas por encima del río Sushana, combinando largas horas de marcha con la caza.
Sin embargo, avanzaba a ritmo muy lento. Para alimentarse tenía que dedicar gran parte de la jornada al reconocimiento del terreno. Además, según progresaba el deshielo la ruta iba convirtiéndose en un cenagal obstaculizado por impenetrables espesuras de alisos. McCandless aprendió demasiado tarde uno de los axiomas fundamentales (e inapelables) a que debe someterse el viajero que pretende adentrarse en las tierras del Norte: que la mejor estación para recorrerlas a pie no es el verano, sino el invierno.
Confrontado con el hecho evidente de que su intención de caminar 800 kilómetros hasta el mar era una quimera, reconsideró sus planes iniciales. El 19 de mayo sólo había logrado alcanzar el río Toklat —a menos de 25 kilómetros del autobús— y dio media vuelta. Una semana después estaba de regreso en el autobús, al parecer sin lamentarlo. Había decidido que los alrededores del río Sushana constituían un entorno natural lo bastante agreste para satisfacer sus propósitos, y que el antiguo autobús de la línea 142 de Fairbanks sería un excelente campamento base para el resto del verano.
Aunque parezca irónico, los parajes solitarios que rodean el vehículo —el área cubierta de bosquecillos y maleza en que McCandless tomó la determinación de «perderse»— apenas pueden calificarse como tales según los parámetros que rigen en Alaska. La carretera de George Parks queda a menos de 50 kilómetros del lugar en dirección este. Sólo 25 kilómetros más al sur, detrás de una estribación de la cordillera Exterior, los coches de centenares de turistas entran en el parque del Denali por un camino que patrullan los guardas forestales. Y sin que el Viajero Esteta lo supiera, en un radio de unos diez kilómetros alrededor del autobús hay cuatro cabañas (aunque dio la casualidad de que en el verano de 1992 ninguna de ellas estaba ocupada).
Sin embargo, pese a la relativa proximidad entre el vehículo y la civilización, a efectos prácticos McCandless estaba aislado del resto del mundo. Se pasó casi cuatro meses en el monte, y en todo ese tiempo no vio ni un alma. Al final, el emplazamiento del autobús abandonado junto al río Sushana resultó un lugar lo suficientemente remoto como para que le costase la vida.
Durante la última semana de mayo, después de colocar sus escasas pertenencias en el autobús, McCandless escribió en un trozo de corteza de abedul en forma de pergamino una lista de actividades: recoger y almacenar hielo del río para conservar la carne, tapar las ventanas rotas con plásticos, aprovisionarse de leña y limpiar la ceniza acumulada en la estufa. Al lado, bajo el epígrafe «A LARGO PLAZO», anotó otra lista de tareas más ambiciosas: levantar un mapa de la zona, improvisar una tina para bañarse, recoger pieles y plumas para hacer ropa, construir un puente sobre un arroyo cercano, reparar las partes estropeadas del autobús y abrir sendas para cazar.
Las entradas del diario posteriores a su regreso al autobús recogen un inventario de lo que cazaba. 28 de mayo: «¡Un ánade real!» 1 de junio: «Cinco ardillas.» 2 de junio: «Un puercoespín, una perdiz nival, cuatro ardillas y un pinzón gris.» 3 de junio: «¡Otro puercoespín! Cuatro ardillas, dos pinzones grises y una cerceta.» 4 de junio: «¡el TERCER PUERCOESPÍN!, una ardilla y un pinzón gris.» El 5 de junio cazó una barnacla canadiense que era tan grande como un pavo de Navidad. Luego, el 9 de junio, abatió una pieza de caza mayor. «¡UN ALCE!», escribió en el diario. No cabía en sí de gozo. Orgulloso de sí mismo, se hizo una fotografía arrodillado ante su trofeo, con el rifle levantado por encima de la cabeza en un gesto de triunfo y las facciones distorsionadas por un rictus de éxtasis y asombro, como si fuera un modesto conserje que hubiera ido a Reno y acabase de ganar un millón de dólares en una máquina tragaperras.
Aunque McCandless era lo bastante realista para saber que en el monte la caza era una parte inevitable de la estrategia de supervivencia, siempre había experimentado cierto sentimiento contradictorio al respecto, el cual se trocó en remordimientos una vez que hubo abatido el alce. El animal era bastante pequeño y no debía pesar más de 120 kilos, pero para una sola persona constituía una cantidad enorme de carne. McCandless creía que desperdiciar los restos de un animal al que se da muerte con el fin de alimentarse era un sacrilegio moral y se pasó seis días trabajando sin descanso para conservar la carne antes de que se pudriera. Envuelto en una nube de moscas y mosquitos despedazó el cuerpo, coció las vísceras y luego excavó un agujero junto al arroyo que corría un poco más abajo del autobús, donde intentó ahumar los grandes trozos de carne púrpura.
Los cazadores de Alaska saben que el mejor procedimiento para curar la carne consiste en cortarla en tiras delgadas que luego se dejan secar al aire libre colgadas de algún tendedero improvisado. Sin embargo, McCandless, en su ingenuidad, siguió la recomendación de los cazadores de Dakota del Sur, quienes le habían aconsejado que la ahumara, una tarea casi imposible en aquellas condiciones. «El despiece es muy difícil —escribió el 10 de junio en el diario—. Enjambres de moscas y mosquitos. Extraigo los intestinos, el hígado, los riñones, un pulmón, trozos de carne. Arrojo los cuartos traseros y una pierna al arroyo.»
11 de junio: «Extraigo el corazón y el otro pulmón. Las dos piernas delanteras y la cabeza. Tiro el resto al arroyo. Coloco la carne cerca del fuego. Intento ahumarla.»
12 de junio: «Extraigo la mitad del costillar y trozos de carne. Sólo puedo trabajar de noche. Sigo ahumando.»
13 de junio: «Cargo con lo que queda del costillar, la espalda y el cuello. Comienzo a ahumar.»
14 de junio: «¡Ya hay gusanos! Ahumar la carne no parece servir de nada. Ignoro la razón, pero tiene un aspecto repugnante. Desearía no haber disparado al alce. Es una de las peores tragedias de mi vida.»
En este punto cejó en su empeño de conservar la carne y abandonó los restos a los lobos. A pesar de que se culpaba de haber sacrificado sin objeto la vida de un animal, al día siguiente pareció reconsiderar un poco su apreciación sobre las razones que lo habían impulsado a hacerlo, ya que anotó en el diario: «De ahora en adelante aprenderé a aceptar mis errores, por imperdonables que puedan parecer.»
Poco después del episodio del alce, McCandless empezó a leer
Walden o la vida en los bosques
, de Thoreau. En el capítulo titulado «Leyes superiores» subrayó un pasaje que rezaba: «Después de haber capturado el pez, de limpiarlo, cocinarlo y comérmelo, me pareció que en lo esencial no me había alimentado. Era un acto insignificante e innecesario, cuyo resultado no valía el esfuerzo.»
En el margen, McCandless escribió «EL ALCE». Un poco más adelante, subrayó otro pasaje:
La repugnancia ante la carne y el pescado no proviene de la experiencia, sino del instinto. En muchos aspectos, parece más agradable vivir menos y disfrutar más; aun cuando nunca he llegado a vivir de este modo, sí que he ido lo suficientemente lejos al respecto como para complacer a mi imaginación. Creo que todo hombre dispuesto a conservar sus facultades poéticas o espirituales en las mejores condiciones posibles se ha sentido particularmente inclinado a abstenerse de consumir carne y pescado, y de comer demasiados alimentos de cualquier clase […].
Es difícil proporcionarse unos alimentos y unos platos tan sencillos y puros que no ofendan la imaginación; pero creo que esto es tanto como decir que sólo te sientes saciado cuando alimentas el cuerpo; el alma y el cuerpo deberían sentarse a la misma mesa. Es probable que no sea imposible. Comer fruta con moderación no tiene por qué provocar que nos avergoncemos de nuestro apetito ni interferir en nuestras metas más valiosas. Sin embargo, añade un condimento innecesario a tu plato y te envenenará.
«SÍ —anotó al margen, dos páginas más adelante—.
Conciencia
de los alimentos. Come y cocina con
concentración
[…]. Sagrada comida.» En las páginas en blanco de la guía que utilizaba para redactar su diario, escribió:
He vuelto a nacer. Es el despertar de mi existencia. La vida
auténtica
acaba de empezar.
Vivir con sabiduría
: Una atención consciente a los elementos esenciales de la vida, y una atención constante al entorno inmediato que te rodea y lo que exige; por ejemplo un trabajo, una tarea, un libro; todo lo que requiere una concentración eficaz. (Las circunstancias no tienen ningún valor. Es el modo de
relacionarse
con una situación lo que tiene valor. El significado verdadero de las cosas reside en la relación personal con el fenómeno, con lo que significa para nosotros).
La Santidad de la
COMIDA
, el Aliento Vital.
Positivismo
, el Gozo Incomparable de la Estética de la Vida.
Autenticidad absoluta y honestidad.
Realidad.
Independencia.
Finalidad - estabilidad - coherencia.