De este caballero Victoriano afable se ha dicho que era un personaje cargado de buenas intenciones, pero torpe, obstinado e incapaz, con los ideales ingenuos propios de un niño y un desdén absoluto por las duras condiciones de supervivencia en el Ártico. Su preparación de la expedición fue deplorable, y a su regreso a Inglaterra, fue apodado como «el hombre que se comió sus zapatos», aunque en ocasiones la frase era pronunciada más con respeto que con sorna. Fue aclamado como un héroe nacional y ascendido a capitán por el almirantazgo, obtuvo pingües beneficios por escribir el relato de sus desventuras y, en 1825, se le puso al mando de una nueva expedición al Ártico.
Este segundo viaje transcurrió relativamente sin incidentes, pero, en 1845, con la esperanza de descubrir el legendario Paso del Noroeste, Franklin cometió el error de regresar por tercera vez a Canadá. Tanto él como los 128 hombres bajo su mando desaparecieron sin dejar rastro. Las cuarenta y tantas expediciones enviadas en su búsqueda lograron al final establecer que todos habían perecido víctimas del escorbuto, el hambre y otros sufrimientos indescriptibles.
Cuando McCandless fue hallado muerto, no sólo se le comparó con Franklin por su imprevisión, sino también porque se le atribuía la misma falta de humildad; se consideró que ambos habían menospreciado las condiciones del entorno. Un siglo después de la desaparición de Franklin, el famoso explorador Vilhjalmur Stefansson señaló que el expedicionario inglés nunca se había tomado la molestia de aprender las técnicas de supervivencia que practicaban los indios y los esquimales, pueblos que habían conseguido prosperar «durante generaciones, criando a sus hijos y cuidando de los ancianos», en las mismas tierras inhóspitas donde él encontró la muerte. Sin embargo, Stefansson omitió mencionar que también numerosos indios y esquimales habían muerto de inanición en aquellas latitudes desde tiempos inmemoriales.
En cualquier caso, la arrogancia de McCandless no era de la misma índole que la de Franklin. Éste pensaba que la naturaleza era un adversario que se sometería, de grado o por la fuerza, al poder, las buenas costumbres y la disciplina de la Inglaterra victoriana. En lugar de vivir en armonía con la naturaleza, en lugar de buscar el sustento que podía proporcionarle la tierra que pisaba, como llevaban haciendo los indígenas desde siempre, Franklin trató de aislarse del entorno con instrumentos y tradiciones militares inadecuadas. McCandless, por su lado, fue demasiado lejos en la dirección opuesta. Trató de vivir de lo que la naturaleza le ofrecía y nada más, pero sin preocuparse de aprender previamente todas aquellas técnicas imprescindibles para hacerlo.
En este sentido, censurar a McCandless por su falta de preparación equivale a no entender sus intenciones. Era poco experimentado y sobreestimó su capacidad de resistencia, pero tuvo la habilidad suficiente para aguantar las últimas 16 semanas valiéndose de poco más que su ingenio y cinco kilos de arroz. Al internarse en el bosque, tenía plena conciencia de que se había concedido un margen de error peligrosamente pequeño. Sabía con exactitud lo que estaba en juego.
Es habitual que un muchacho se sienta atraído por una actividad que sus mayores consideran imprudente; adoptar un comportamiento arriesgado forma parte de los ritos iniciáticos de nuestra cultura tanto como de cualquier otra. El peligro siempre ha sido seductor. En gran medida, esto es lo que lleva a muchos adolescentes a conducir demasiado rápido, beber en exceso o pasarse en el consumo de drogas; o lo que ha hecho que las naciones nunca hayan tenido demasiados problemas para reclutar a numerosos jóvenes en caso de guerra. Puede argumentarse que el arrojo de la juventud es, en realidad, una adaptación evolutiva, un comportamiento que ya está codificado en nuestros genes. A su manera, todo lo que hizo McCandless fue asumir un riesgo desde la perspectiva de llevarlo a su extremo lógico.
Experimentaba la necesidad de probarse a sí mismo en aquellas cosas «que tienen importancia», como le gustaba afirmar. Tenía grandes aspiraciones espirituales —algunos dirían que grandiosas— y, de acuerdo con el absolutismo moral que caracterizaba sus creencias, un reto que pudiera afrontarse con total garantía de éxito no era un reto.
Por supuesto, los jóvenes no son los únicos que se sienten atraídos por el riesgo. John Muir ha pasado a la historia como el conservacionista sensato y serio que fundó el Sierra Club, pero también fue un aventurero intrépido, un valeroso escalador de picos, glaciares y cascadas, cuyo libro más conocido incluye un relato cautivador sobre cómo estuvo a punto de sufrir una caída mortal en 1872, durante una ascensión al monte Ritter. En otro libro, Muir describe con entusiasmo la violenta tempestad a la que tuvo que enfrentarse en Sierra Madre, encaramado a la copa de un abeto de Douglas de 30 metros de altura:
Jamás había disfrutado de un movimiento tan estimulante y majestuoso. Las delgadas copas de los árboles ondeaban y se agitaban con la fuerza de un torrente, oscilando y danzando hacia adelante y hacia atrás, en una dirección y en otra, trazando curvas indescriptibles, verticales y horizontales, mientras yo permanecía allí arriba colgado, con los músculos en tensión, como si fuera un bobolinco posado en un junco.
En aquel momento, Muir tenía ya 36 años. Me imagino que no habría calificado la actitud de McCandless de extraña o incomprensible.
Incluso el formal y sedentario Thoreau, quien dijo en una famosa frase que le bastaba con «haber viajado mucho por Concord», sintió la necesidad de recorrer las regiones salvajes del Maine del siglo XIX y escalar el monte Katahdin. La ascensión de aquella montaña «salvaje y espantosa, pero hermosa» lo impresionó y asustó, pero también le provocó una especie de vertiginoso sobrecogimiento. Los turbadores sentimientos que experimentó en la cumbre granítica del Katahdin inspiraron algunas de sus obras más impactantes y a partir de entonces influyeron profundamente en su forma de pensar sobre la tierra no domesticada, originaria.
A diferencia de Muir y Thoreau, McCandless no se adentró en el monte para reflexionar sobre la naturaleza o el mundo en general, sino para explorar el territorio concreto de su propia alma. Sin embargo, pronto descubrió algo que Muir y Thoreau ya sabían: que una estancia prolongada en un lugar salvaje y desconocido agudiza tanto la percepción del mundo exterior como del interior, y que es imposible sobrevivir en la naturaleza sin interpretar sus signos sutiles y desarrollar un fuerte vínculo emocional con la tierra y todo lo que la habita.
Las entradas del diario de McCandless contienen pocas reflexiones abstractas sobre la naturaleza; en realidad, apenas si encontramos en ellas reflexiones de ningún tipo. Las referencias al paisaje circundante son escasas. Es más, tal como comenta Andrew Liske, el amigo de Roman, tras haber leído una fotocopia del diario, la mayor parte de las entradas tratan acerca de lo que comía.
—Apenas escribía sobre otra cosa que no fuese su alimentación.
Andrew no exagera. El diario es poco más que un recuento de las piezas de caza menor que logró abatir y las plantas comestibles que encontró. Pese a todo, inferir de ello que McCandless no llegó a apreciar la belleza del entorno natural, que permaneció impasible ante la fuerza del paisaje, sería un error. Como ha observado el ecologista cultural Paul Shepard,
El beduino nómada no reverencia lo que le rodea, la representación pictórica del paisaje, ni se dedica a compilar una historia natural inservible […]. Su vida está tan íntimamente ligada a la naturaleza que en ella no hay lugar para un pensamiento abstracto, una estética o una «filosofía de la naturaleza» aislados del resto de su existencia […]. La naturaleza y su relación con ella es un asunto muy serio, en el que intervienen la convención, el misterio y el peligro. Su tiempo de ocio está concebido lejos de la contemplación frívola o la manipulación despreocupada de los procesos de la naturaleza. Pero la conciencia de ésta, del terreno, del clima impredecible, del estrecho margen que le permite sobrevivir, es inseparable de su vida.
Lo mismo podría afirmarse de lo que experimentó McCandless durante los meses que pasó junto al río Sushana.
Sería fácil analizar el comportamiento de Christopher McCandless siguiendo el estereotipo del adolescente excesivamente impresionable, del muchacho que tiene ideas descabelladas porque ha leído demasiado y le falta el sentido común más elemental. Sin embargo, en este caso el estereotipo no encaja con su vida ni con su personalidad. McCandless no era un irresponsable, ni un adolescente desorientado y confundido, atormentado por la desesperación existencial. Al contrario: su vida rezumaba sentido y propósito. Pero el sentido que se esforzaba en extraer de su existencia se situaba más allá de los caminos trillados y confortables: McCandless desconfiaba del valor de las cosas que se obtenían con facilidad. Se exigía mucho, más de lo que al final pudo dar de sí.
Para intentar explicar el comportamiento poco convencional de McCandless, algunas personas han destacado que, al igual que John Mellon Waterman, su principal atributo físico era la poca estatura, lo que habría provocado en él una especie de «complejo de bajo», y, como consecuencia de ello, una permanente sensación de inseguridad que lo habría llevado a demostrar su hombría afrontando desafíos extremos. Otros han postulado que la raíz de su funesta aventura es un complejo de Edipo sin resolver. Puede que haya algo de verdad en ambas hipótesis, pero el análisis psicoanalítico póstumo resulta dudoso y altamente especulativo; de modo inevitable, termina por rebajar y trivializar la conducta del sujeto sometido a dicho análisis. No parece que reducir la extraña búsqueda espiritual de Chris McCandless a una lista de trastornos psicológicos pueda ser muy clarificador.
Roman, Andrew y yo contemplamos los rescoldos de la hoguera y seguimos hablando de McCandless. Roman Dial tiene 32 años y se doctoró en biología en Stanford. Dice lo que piensa sin rodeos, posee una mente inquisitiva y desconfía de las opiniones basadas en la sabiduría popular.
Pasó la adolescencia en un barrio residencial de los alrededores de Washington D.C. parecido a aquél en que había vivido McCandless, y opina que era un lugar agobiante. La primera vez que viajó a Alaska fue para ver a tres tíos suyos que trabajaban de mineros en Usibelli, en una gran explotación subterránea de hulla situada pocos kilómetros al este de Healy. Tenía nueve años y se enamoró de inmediato de todo lo que tenía que ver con el Norte. Durante los años siguientes regresó varias veces a Alaska. En 1977, después de terminar el bachillerato a los 16 años como el primero de la promoción, se trasladó a Fairbanks e hizo de Alaska su hogar adoptivo.
En la actualidad, Roman reside en Anchorage, donde enseña en la Universidad del Pacífico. Goza de gran renombre en todo el estado por sus atrevidas expediciones al interior. Entre otras proezas, ha realizado una travesía de 1.500 kilómetros de una punta a otra de la cordillera Brooks; otra de 1.100 kilómetros a través de la cresta de la cordillera de Alaska; ha cruzado los 400 kilómetros de la Reserva Natural del Ártico esquiando en pleno invierno bajo temperaturas polares, y ha sido el primero en coronar la cima de más de 30 picos de Alaska y Canadá. Roman no ve una gran diferencia entre sus hazañas, que gozan de la consideración general, y la aventura de McCandless, salvo en el hecho de éste tuvo la mala fortuna de perecer.
Mientras conversamos, saco a colación el orgullo desmedido de McCandless y las estúpidas equivocaciones que cometió, los dos o tres errores garrafales que habrían podido evitarse y terminaron por costarle la vida.
—Sí, es verdad, metió la pata —dice Roman—. Pero lo que intentaba hacer me parece admirable. Vivir de la caza y la recolección durante meses es mucho más difícil de lo que nadie se imagina. Yo nunca lo he hecho, y te aseguro que muy pocos de los que lo tachan de incompetente han llegado a hacerlo, si es que ha habido alguno; como mucho, habrán resistido una semana o dos. La mayoría de la gente no tiene ni idea de lo difícil que es en la práctica vivir largo tiempo en el bosque o en la tundra alimentándote sólo de lo que encuentras. Y, fíjate, McCandless casi lo consiguió. No puedo evitar identificarme con el chico —confiesa Roman mientras hurga con un palo en los rescoldos—. No me gusta admitirlo, pero hace algunos años yo mismo podría haberme encontrado en una situación semejante. Supongo que en la época de mis primeros viajes por el interior de Alaska me parecía mucho a McCandless. Era tan inexperto como él, y mis ansias de aventura eran las mismas. Estoy seguro de que muchos habitantes de Alaska también tenían mucho en común con McCandless cuando llegaron aquí por primera vez, incluyendo quienes lo critican. Tal vez por eso son tan duros con el muchacho. Quizá les evoca demasiados recuerdos sobre sus propias actitudes.
La observación de Roman pone de manifiesto lo difícil que resulta para algunos de nosotros, preocupados como estamos por los problemas rutinarios de la edad adulta, recordar con cuánta intensidad nos espolearon las pasiones y los deseos de la juventud. Tal como dijo el padre de Everett Ruess reflexionando en voz alta sobre la desaparición de su hijo de 20 años en el desierto: «Los adultos no comprendemos la evolución anímica de los adolescentes. Creo que ninguno de nosotros llegó a entender a Everett.»
Ya es medianoche. Roman, Andrew y yo continuamos despiertos, intentando entender la vida y la muerte de Chris McCandless, pero la esencia de su comportamiento se nos escapa, como si fuera una realidad vaga e inasible. Poco a poco, la conversación va apagándose hasta extinguirse. Cuando me levanto para buscar un sitio donde echar el saco de dormir, las primeras luces del alba asoman ya en el horizonte por el noreste. Aunque los mosquitos son muy molestos y el autobús sería un buen refugio, decido no dormir en él. Antes de sumirme en un sueño profundo, compruebo que los demás han tomado la misma decisión.
Es casi imposible que el hombre moderno llegue a imaginarse lo que es vivir de la caza. La vida del cazador consiste en un desplazamiento extenuante, casi continuo, en busca de presas […]. Es una vida de preocupación constante por si la siguiente persecución tendrá éxito, por si la trampa o la emboscada fallarán, por si las manadas no aparecerán esta temporada. La vida de un cazador comporta siempre la amenaza de la penuria y la muerte a causa de la falta de alimento
.
JOHN M. CAMPBELL,
The Hungry Summer
Pero ¿ qué es la historia? Es la exploración sistemática a lo largo de los siglos para resolver el misterio de la muerte y superarla en el porvenir. Por ello se descubren el infinito matemático y las ondas electromagnéticas, y por ello se componen sinfonías. Pero sin cierto impulso no puede progresarse en tal dirección. Para descubrimientos de esta clase es preciso tener una preparación espiritual. Y los elementos básicos de esta preparación están en los Evangelios. ¿ Qué son los Evangelios? En primer lugar el amor al prójimo, esa suprema forma de energía viva que llena el corazón del hombre y exige expansionarse y ser gastada. Luego los ideales esenciales del hombre moderno, sin los cuales el hombre no puede concebirse, es decir, el ideal de la
libre individualidad
y de la vida como sacrificio.»
BORIS PASTERNAK,
Doctor Zivago
[Pasaje marcado en uno de los libros que se encontraron junto al cadáver de Christopher McCandless; el subrayado es suyo.]