«No recuerdo que Alex hablara de chicas nunca —dice Westerberg—, aunque un par de veces comentó que se casaría y tendría hijos. Daba la sensación de tomarse las relaciones sentimentales muy en serio. No era la clase de chico que empieza a salir con chicas sólo para acostarse con ellas.»
Borah señala asimismo que no parecía haber frecuentado muchos bares de solteros. «Un noche fuimos con un grupo de amigos a un bar de Madison —explica Borah—. Nos costó horrores conseguir que saliera a la pista. Eso sí, una vez que estuvo allí no se sentó en toda la noche. Nos lo pasamos de miedo bailando. Después de la muerte de Alex, Carine me dijo que, hasta donde ella sabía, era una de las pocas chicas con las que había bailado alguna vez en su vida.»
Durante el bachillerato, McCandless había mantenido una relación muy estrecha con dos o tres muchachas. Carine recuerda una ocasión en que se emborrachó e intentó llevar a una chica a su dormitorio en mitad de la noche (hicieron tanto ruido dando traspiés por las escaleras que Billie despertó y la mandó a casa). Así y todo, hay muy pocas pruebas de que fuera un adolescente sexualmente activo y, todavía menos, de que tras graduarse mantuviera relaciones sexuales con alguna mujer. (Por otro lado, tampoco hay pruebas de que alguna vez intimara sexualmente con un hombre.) Parece que McCandless se sentía atraído por las mujeres, pero que siempre o casi siempre permaneció célibe, tan casto como un monje.
La castidad y la pureza moral fueron cualidades sobre las que McCandless reflexionó a menudo. Uno de los libros que se encontraron junto a sus restos en el autobús fue una antología de narraciones que incluía
La sonata a Kreutzer
de Tolstoi, en la que el protagonista, un aristócrata convertido en asceta, denuncia «las tentaciones de la carne». Muchas páginas tienen las esquinas dobladas y algunos pasajes del texto están marcados con un asterisco y subrayados. Los márgenes están llenos de crípticas notas escritas con la peculiar letra de McCandless. En uno de los capítulos del ejemplar de
Walden o la vida en los bosques
de Thoreau, que se halló en el autobús, McCandless marcó con un círculo un pasaje que reza: «El hombre alcanza la plenitud con la castidad; el genio, el heroísmo, la santidad y otras virtudes similares no son sino algunos de los frutos a que da lugar.»
Los estadounidenses estamos hechizados por el sexo; tan pronto nos fascina como nos horroriza. Cuando una persona que en apariencia goza de buena salud, en particular alguien joven, se priva de los placeres de la carne, el hecho nos deja tan atónitos que la miramos con recelo. Su comportamiento nos infunde sospechas.
Sin embargo, la evidente inocencia sexual de McCandless no era más que el corolario de un tipo de personalidad que nuestra tradición cultural presenta como digno de admiración, al menos en el caso de sus exponentes más famosos. Su ambivalencia respecto al sexo recuerda la ambivalencia mostrada por algunos personajes célebres que abrazaron el retorno a la naturaleza con una fe inquebrantable, como el mismo Thoreau, quien conservó la virginidad durante toda su vida, o el naturalista John Muir, por no hablar de una multitud de peregrinos, trotamundos, inadaptados y aventureros menos conocidos. Al igual que un buen número de personas seducidas por el atractivo de la vida salvaje, parece como si McCandless hubiera estado movido por una especie de sed que suplantaba el deseo sexual. En cierto modo, esta sed era demasiado fuerte para que el contacto humano la saciase. Puede que McCandless se sintiera tentado por las pasiones que le ofrecían las mujeres, pero tales pasiones palidecían en comparación con la perspectiva de un encuentro tempestuoso con la naturaleza, con el cosmos mismo, que era lo que lo arrastraba hacia Alaska.
McCandless aseguró tanto a Westerberg como a Borah que regresaría a Dakota del Sur cuando su expedición al Norte hubiera terminado. Se quedaría en Carthage al menos todo el otoño y luego decidiría en función de las circunstancias.
«Me dio la impresión de que su viaje a Alaska iba a ser la última de sus grandes aventuras. Parecía querer establecerse —opina Westerberg—. Decía que iba a escribir un libro sobre sus viajes. Carthage le gustaba. Con su educación, es de suponer que no se habría pasado el resto de su vida trabajando en un elevador de grano, pero no hay duda de que tenía la intención de volver aquí para quedarse una temporada, ayudarnos en el elevador y tomarse un tiempo para meditar sobre lo que iba a hacer después.»
En cualquier caso, aquella primavera todas sus miras estaban puestas en Alaska. Aprovechaba cualquier oportunidad para hablar del viaje. Se dedicó a buscar a cuantos cazadores experimentados pudo por el pueblo y los alrededores, y les pidió que lo aconsejaran sobre las técnicas más adecuadas para la caza al acecho, la condimentación de la carne o su conservación. Borah lo llevó a Mitchell y en una tienda Kmart adquirió los últimos accesorios de su equipo.
A mediados de abril, Westerberg tenía mucho trabajo y no disponía de suficiente mano de obra. Le pidió a McCandless que pospusiera su partida y se quedara una o dos semanas más, pero éste ni siquiera tomó en consideración la propuesta.
«Cuando Alex había tomado una decisión, no había modo de que rectificara —dice Westerberg—. Incluso le ofrecí comprarle un billete de avión para Fairbanks, lo que le habría permitido trabajar otros diez días más y llegar a Alaska igualmente a finales de abril, pero repuso que no, que quería ir haciendo autostop, que volar sería como hacer trampas y le estropearía el viaje.»
Dos días antes de la fecha prevista para su marcha a Alaska, Mary Westerberg, la madre de Wayne, lo invitó a cenar a su casa. «A mi madre no le gustan los trabajadores que contrato y la verdad es que la idea de conocer a Alex tampoco la entusiasmaba demasiado —explica Westerberg—. Pero le dije tantas veces que tenía que conocerlo, le di tanto la lata, que al final lo invitó a cenar. Congeniaron enseguida. Hablaron sin parar durante cinco horas.»
«Había algo en él que fascinaba —cuenta la señora Westerberg sentada delante de la barnizada mesa de nogal en la que McCandless cenó aquella noche—. Me pareció mucho mayor de lo que era. No daba la impresión de tener 24 años. Quería saber más sobre cualquier cosa que le dijese, que le aclarara por qué pensaba eso, lo otro o lo de más allá. Estaba ávido de conocimientos. A diferencia de la mayoría de nosotros, se empeñaba en vivir según sus creencias.
«Hablamos de libros durante horas. En Carthage no hay mucha gente a quien le guste hablar de libros. Se pasó un buen rato hablando de Mark Twain. ¡Cielos, qué divertido fue charlar con él! Deseaba que la noche nunca terminara. Me hacía mucha ilusión volver a verlo este otoño. No puedo sacármelo de la cabeza. Es como si estuviera viéndolo. Estaba sentado ahí, en la misma silla que usted ocupa ahora. Teniendo en cuenta que sólo compartí unas horas con él, me sorprende que su muerte me haya afectado tanto.»
La última noche que pasó en Carthage, McCandless se divirtió hasta altas horas de la noche en el Cabaret, con Wayne y el resto de compañeros del elevador de grano. El Jack Daniel’s circulaba en abundancia. Ante la sorpresa general, ya que jamás había mencionado que supiera música, McCandless se sentó al piano y se puso a teclear viejas melodías
country
de cafetín, piezas de ragtime y canciones de Tony Bennett. No era el simple acto de un borracho que impone su dudoso talento a un público que no tiene más remedio que escucharlo. «Alex sabía tocar —dice Gail Borah—. Quiero decir que era bueno, muy bueno. Nos dejó boquiabiertos.»
La mañana del 15 de abril todos se reunieron en el elevador para despedir a McCandless. Llevaba una mochila muy pesada y unos 1.000 dólares escondidos en una bota. Entregó a Westerberg el cuaderno de su travesía por el río Colorado para que se lo guardara y le regaló el cinturón de cuero que había confeccionado en el desierto.
«Alex solía sentarse a la barra del Cabaret y pasarse horas leyéndonos lo que decía el cinturón —explica Westerberg—. Era como si estuviera traduciendo unos jeroglíficos. Cada uno de los dibujos que había grabado en el cuero tenía una larga historia tras de sí.»
Cuando McCandless abrazó a Borah para despedirse, ésta advirtió que estaba llorando. «Eso me asustó. Al fin y al cabo, no pensaba pasar tanto tiempo fuera. Me imaginé que no estaría llorando a menos que supiera que iba a afrontar grandes peligros y podía no regresar. En aquel momento empecé a tener el presentimiento de que no volveríamos a verlo más.»
Un gran tractor con remolque estaba esperándolo frente al elevador, con el motor al ralentí. Rod Wolf, uno de los empleados de Westerberg, tenía que transportar una carga de semillas de girasol a Enderlin, Dakota del Norte, y se había puesto de acuerdo con McCandless para dejarlo en la interestatal 94.
«Cuando bajó del tractor, llevaba su condenado machete colgado a la espalda —cuenta Wolf—. Pensé que nadie le pararía cuando lo vieran con eso, pero no le hice ningún comentario. Le di la mano, le desee buena suerte y le dije que se acordara de escribirnos.»
McCandless escribió. Una semana después, Westerberg recibió una lacónica postal con matasellos de Montana:
18 de abril. Esta mañana he llegado a Whitefish en un tren de carga. Voy a buen ritmo. Hoy cruzaré la frontera e iré hacia Alaska por el interior. Recuerdos a todos.
Cuídate,
ALEX
A primeros de mayo, Westerberg recibió otra postal, esta vez de Alaska. La postal era una fotografía de un oso polar y el matasellos llevaba la fecha del 27 de abril de 1992.
¡Recuerdos desde Fairbanks! Esto es lo último que sabrás de mí, Wayne. Estoy aquí desde hace dos días. Viajar a dedo por el territorio del Yukon ha sido difícil, pero al final he conseguido llegar.
Por favor, devuelve mi correo a los remitentes. Tal vez pase mucho tiempo antes de que regrese al sur. Si esta aventura termina mal y nunca vuelves a tener noticias mías, quiero que sepas que te considero un gran hombre. Ahora me dirijo hacia tierras salvajes.
ALEX
El mismo día McCandless mandó una postal con un mensaje similar a Jan Burres y Bob:
¡Hola, chicos!
Éste es el último mensaje que os envío. A partir de ahora me dirijo hacia tierras salvajes para vivir en plena naturaleza. Cuidaos mucho. Conoceros ha sido una experiencia maravillosa.
ALEXANDER
Después de todo, es probable que las personas con talento creativo estén investidas de rasgos patológicos extremos de los que resulten intuiciones geniales, pero que al mismo tiempo les impidan llevar un estilo de vida estable en el caso de que no puedan transformar sus alteraciones psíquicas en una producción artística o filosófica significativa
.
THEODORE ROSZAK,
In Search of the Miraculous
En América tenemos la tradición de El gran río de los dos corazones: llevamos nuestras heridas a la naturaleza en busca de algo que las sane, de una cura, una conversión o un bálsamo. Tal como sucede en el relato de Hemingway, esto funciona si las heridas no son muy graves. Pero ahora no estamos en el Michigan de Hemingway o, para el caso, en los grandes bosques del Misisipí de Faulkner. Estamos en Alaska
.
EDWARD HOAGLAND,
Up the Black to Chalkyitsik
Cuando el cadáver de McCandless apareció en los bosques de Alaska y los medios de comunicación divulgaron las extrañas circunstancias de su fallecimiento, mucha gente llegó a la conclusión de que había sufrido trastornos mentales. El reportaje sobre McCandless publicado en
Outside
generó una avalancha de cartas de los lectores y muchas de ellas lo colmaban de descalificaciones, al igual que a mí, el autor del reportaje, por haber glorificado lo que algunos consideraban una muerte estúpida y sin sentido.
La mayor parte de las críticas procedían de lectores que vivían en Alaska. «A mi modo de ver, Alex no estaba bien de la cabeza —escribía un vecino de Healy, el pueblo situado al comienzo de la Senda de la Estampida—. El artículo nos describe a un muchacho que regala una pequeña fortuna, deja a una familia que le quiere, abandona el coche, el reloj y el mapa, y quema todo el dinero que le queda antes de extraviarse por las “tierras vírgenes” de Alaska.»
«Personalmente —comunicaba otro lector con indignación—, no veo que el estilo de vida de Chris McCandless o sus doctrinas sobre la naturaleza tengan nada de encomiable. Adentrarse en una región agreste mal equipado a propósito y sobrevivir a una experiencia rayana con la muerte no te convierte en una persona mejor, sino en alguien condenadamente afortunado.»
Otro lector del artículo publicado en
Outside
se preguntaba: «¿Por qué alguien que pensaba “vivir de lo que encontrara en el monte durante unos meses” olvidó la regla número uno de cualquier
boy scout
, ir preparado? ¿Por qué un hijo tenía que causar un daño tan irreparable y absurdo a sus padres y familiares?»
«Krakauer es un chiflado si no se da cuenta de que Chris McCandless, alias Alexander Supertramp, estaba chalado —opinaba un corresponsal de North Pole, Alaska—. McCandless ya se había pasado de la raya otras veces y dio la casualidad de que en Alaska la gota colmó el vaso.»
Pero la diatriba más encendida procedía de Ambler, un diminuto poblado inupiat situado al norte del Círculo Polar Ártico, cerca del río Kobuk, en la forma de una epístola de varias páginas escrita con letra apretada. El autor de la carta se llamaba Nick Jans y era un hombre blanco originario de Washington D.C., maestro de escuela y escritor. Tras advertir que estaba escribiendo a la una de la madrugada y se había tomado media botella de Seagram’s, Jans arremetía contra McCandless:
En los últimos quince años, he tropezado en la montaña con varios McCandless. La historia siempre es la misma: jóvenes idealistas y enérgicos que se sobrevaloran a sí mismos, infravaloran la naturaleza y terminan encontrándose en serios apuros. McCandless ni siquiera era original; hay muchos chicos como él recorriendo el estado, tan parecidos entre sí que constituyen casi un cliché colectivo. La única diferencia es que McCandless acabó muriendo y los medios de comunicación difundieron la historia de sus despropósitos […]. Jack London ya retrató esta actitud en
El fuego de la hoguera
. McCandless sólo es una pálida caricatura de finales del siglo XX del protagonista del cuento, que muere congelado porque hace caso omiso de los consejos que le han dado, víctima de su propio orgullo desmedido […].