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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (14 page)

BOOK: Guerra y paz
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—¿De modo, padrecito, mi muy estimado Alfons Karlovich...? —decía Shinshin, burlándose y uniendo, lo que constituía una peculiaridad de su discurso, las expresiones rusas más chabacanas con las más refinadas frases francesas—. ¿Usted cuenta con tener rentas del estado y un pequeño ingreso de su compañía?

—No, Piotr Nikoláevich, solo quiero demostrar que en caballería se tienen muchas menos ventajas que en infantería. Considere usted, Piotr Nikoláevich, cuál es mi situación.

Berg hablaba siempre de forma precisa, tranquila y cortés. Su conversación siempre trataba de sí mismo y siempre callaba pacientemente cuando se hablaba de cualquier otra cosa que no tuviera relación directa con su persona. Y podía guardar de este modo silencio durante horas, sin sentir ni provocar en los demás ni el más mínimo embarazo. Pero tan pronto como la conversación trataba de su persona comenzaba a hablar prolijamente y con evidente placer.

—Considere mi situación, Piotr Nikoláevich, si estuviera en la caballería no cobraría más de 200 rublos cada cuatro meses incluso con el grado de teniente, y ahora gano 230 —decía él con una sonrisa alegre, amable y egoísta, mirando a Shinshin y al conde como si fuera evidente para él que su éxito siempre fuera a constituir el objeto de la envidia del resto.

El conde miraba a Shinshin, esperando que pronto empezara a asaetearle con su afilada lengua, pero Shinshin callaba, lo único que hacía era reír. El conde también reía.

—Además, Piotr Nikoláevich, pasando a la guardia me mantengo a la vista —continuó Berg—, las vacantes en infantería de la guardia son muy frecuentes. Además ustedes mismos considerarán cómo puedo acomodarme con 230 rublos.

El calló y continuó triunfal:

—E incluso ahorro y le envío dinero a mi padre. —Y dejó escapar un anillito de humo.

—El saldo está claro. «El alemán siega el trigo aun con el tilo de un hacha», como dice el proverbio —dijo Shinshin metiéndose la pipa en el otro lado de la boca y guiñando un ojo al conde.

El conde se echó a reír a carcajadas. Los otros invitados, viendo que Shinshin dirigía la conversación, se acercaron para escuchar. Berg, sin reparar en la indiferencia ni en la burla, relató extensa, detallada y precisamente que el paso a la guardia ya le suponía una ventaja sobre sus compañeros de cuerpo, que en tiempo de guerra el jefe de la compañía podía morir y que él, que era el más antiguo de la compañía, podía convertirse en jefe con gran facilidad y que en la compañía todos le querían y que su padre estaba muy orgulloso de él. Todos los oyentes esperaban junto con el conde, que algo hilarante sucediera, pero no sucedió. Berg se deleitaba en contar todo aquello y parecía que ni siquiera se imaginara que los demás pudieran tener sus propios intereses. Pero todo lo que él contaba era tan grato, tan pausado, era tan evidente la ingenuidad de su juvenil egoísmo que desarmó a todos sus oyentes e incluso el propio Shinshin dejo de reírse de él, no le parecía digno siquiera de una conversación

—Bueno, querido, tanto en infantería como en caballería, usted llegará lejos, se lo pronostico. Le auguro una brillante carrera —dijo él dándole una palmada en la espalda y quitando las piernas de la otomana. Berg sonrío de felicidad. El conde y el resto de los invitados detrás de él salieron hacia la sala.

XXIII

E
RA
el momento antes de una comida memorable en el que los invitados de gala no comienzan largas conversaciones en espera de la invitación a sentarse, pero en el que a la vez consideran necesario moverse y no permanecer en silencio, para demostrar que no sienten ninguna clase de impaciencia por sentarse a la mesa. Los dueños de la casa miran a la puerta y de vez en cuando intercambian miradas. Los invitados intentan adivinar por estas miradas qué o a quién esperan: a un importante pariente que se retrasa o a un plato que aún no está a punto. En estos momentos a los criados del cuarto del servicio aún no les ha dado tiempo a empezar a hablar sobre los señores porque deben levantarse constantemente para atender a los forasteros.

En estos momentos los cocineros se desesperan en la cocina, y con rostros sombríos, vestidos con blancos gorros y batas, van de la plancha al asador y a la alacena y se esconden del cocinero jefe y gritan a los ayudantes de cocina que en esos momentos están especialmente asustados. Los cocheros hacen cola en la entrada y, sentados tranquilamente en los pescantes, cruzan algunas palabras entre sí o se ponen a fumar una pipa en el cuarto de los cocheros.

Pierre había llegado y se había sentado torpemente en medio de la sala, en la primera butaca que había encontrado, obstaculizando el paso a todo el mundo. La condesa quería empujarle a conversar, pero él miraba ingenuamente a su alrededor a través de las gafas como si buscara a alguien y respondía con monosílabos a todas las preguntas de la condesa. Estaba estorbando y era el único que no se percataba. La mayoría de los invitados, que conocían su historia con el oso, miraban con curiosidad a ese enorme, grueso y pacífico joven, sin entender que tal zote y modesto personaje fuera capaz de hacerle una cosa así al policía.

—¿Hace poco que ha llegado? —le preguntó la condesa.

—Sí, madame —respondió él, mirando en derredor.

—¿No ha visto a mi marido?

—No, madame —sonrió él intempestivamente.

—Me parece que hace poco que estuvo en París. Creo que es muy interesante.

—Muy interesante —respondió él, preguntándose dónde podía estar ese Borís que tanto le había gustado.

La condesa cruzó unas miradas con la princesa Anna Mijáilovna y Anna Mijáilovna comprendió que le solicitaba que se ocupara del joven, y habiéndose sentado a su lado se puso a hablarle de su padre, pero tal como a la condesa él le respondía solo con monosílabos. Todos los invitados estaban entretenidos entre sí. Por todas partes se oía el murmullo de las conversaciones. Los Razumovski... Ha sido maravilloso... Es usted muy amable... La condesa Apráxina... Apráxina...

La condesa se levantó para entrar en la sala.

—¿María Dmítrievna? —se escuchó su voz desde la sala.

—La misma —se oyó como respuesta una fuerte voz femenina, y después de eso entró en la habitación María Dmítrievna, que venía con su hija.

Todas las señoritas e incluso las señoras, exceptuando las mis viejas, se levantaron. María Dmítrievna se detuvo en la puerta y desde la altura de su orondo cuerpo alzando su hermosa cabeza quincuagenaria con rizos canos, miró a los invitados. María Dmítrievna siempre hablaba en ruso.

—Te felicito, querida, y también a tus hijos —dijo ella con su voz fuerte y profunda que aplastaba cualquier otro ruido—. Hubiera venido por la mañana de visita pero no me gusta callejear por las mañanas. ¿Qué pasa, viejo pecador? —dijo dirigiéndose al conde que le besaba la mano—. Seguramente te aburrirás en Moscú. ¿No hay dónde llevar a cazar a los perros? Pero qué se puede hacer, querido, si estos pajaritos van creciendo... —Ella señalaba a su hija, una señorita nada fea que parecía tan tierna y dulce a la vista como su madre parecía ruda—. Y quieras o no quieras habrá que buscarles unos prometidos. Míralas, ya están en edad —señalaba a Natasha y Sonia que entraban en la sala.

Al llegar María Dmítrievna todos estaban reunidos en la sala esperando para sentarse a la mesa. Entró Borís y Pierre se unió a él.

—¿Qué tal, cosaco mío? (María Dmítrievna llamaba «cosaco» a Natasha) ¡Esta muchacha se ha convertido en todo un triunfo! —decía ella acariciando con la mano a Natasha que se había acercado a ella sin temor y alegremente—. Sé que esta chica es un peligro, que haría falta azotarla, pero la quiero.

Sacó del enorme ridículo (el ridículo de María Dmítrievna era conocido por todos por la abundancia y variedad de su contenido) unos pendientes de zafiros, en forma de pera y habiéndoselos dado a la radiante y ruborizada Natasha, la dejó, y advirtiendo la presencia de Pierre se dirigió a él.

—¡Eh, eh, querido! Ven aquí —dijo ella con voz fingidamente suave y fina, como se habla a un perro al que se quiere reñir—. Ven aquí, querido...

Pierre se acercó asustado, pero mirándola con alegría y timidez de colegial a través de las gafas, como si él mismo quisiera participar igual que los demás en el jolgorio.

—¡Ven, ven, querido! Yo era la única que le decía la verdad a tu padre cuando él era poderoso y está de Dios que también te la diga a ti.

Ella guardó silencio. Todos callaron esperando lo que iba a venir y sintiendo que solo iba a ser la introducción.

—¡Muy bonito, no puedo decir más! ¡Muy bonito, joven! Su padre en el lecho de muerte y él se entretiene sentando a caballo a un policía sobre un oso. ¡Qué vergüenza, querido, qué vergüenza! Sería mejor que te fueras a la guerra.

Ella se volvió y le dio la mano al conde, que apenas podía contener la risa; Pierre se limitó a hacerle un guiño a Borís.

—Bien, vamos a la mesa, creo que ya es hora —dijo María Dmítrievna. Delante fueron el conde y María Dmítrievna, después la condesa, que iba del brazo de un coronel de húsares, una persona muy necesaria, dado que Nikolai debía incorporarse a su regimiento; Anna Mijáilovna con Shinshin. Berg le dio el brazo a Vera. Julie, la hija de María Dmítrievna, siempre sonriendo y elevando los ojos, que no se había retirado del lado de Nikolai desde que había llegado, fue con él a la mesa. Tras ellos iban en fila otras parejas, extendiéndose por toda la sala y al final del todo, los niños de uno en uno, los preceptores y las institutrices. Los criados se pusieron en movimiento, hubo ruido de sillas y en los coros comenzó a sonar la música y los invitados se instalaron en sus asientos. El sonido de la orquesta del conde fue sustituido por el ruido de los tenedores y los cuchillos, de las conversaciones de los invitados, de los suaves pasos de los canosos y venerables sirvientes. En uno de los extremos de la mesa, en la cabecera, estaba sentada la condesa. A su derecha estaba sentada María Dmítrievna y a su izquierda la princesa Anna Mijáilovna y otros invitados, en el otro extremo estaba sentado el conde, a su izquierda se sentaba el coronel de húsares, a su derecha Shinshin y otros invitados de sexo masculino. En uno de los lados de la larga mesa estaban los más mayores de los jóvenes: Vera al lado de Berg, Pierre al lado de Borís; en el otro lado los niños con los preceptores e institutrices. El conde miraba a su mujer por encima de las copas, de las botellas y los fruteros aunque en realidad solo le era visible su alto tocado con cintas azules y servía diligentemente vino a sus vecinos sin olvidar servirse él mismo. También la condesa desde detrás de las piñas, dirigía, sin olvidar sus deberes de anfitriona, significativas miradas a su marido cuya calva y rostro, por su color encarnado, contrastaban aún más violentamente con sus grises cabellos. En la zona de las damas se oía un murmullo regular; en la de los hombres se oían voces cada vez más altas, especialmente del coronel de húsares que comía y bebía tan abundantemente que cada vez se ponía más y más colorado, de tal modo que el conde lo ponía como ejemplo ante los otros invitados. Berg hablaba en voz baja sonriendo desagradablemente a Vera sobre la preponderancia de los tiempos de guerra en las relaciones financieras, Borís le iba diciendo a su nuevo amigo Pierre los nombres de los invitados que se sentaban a la mesa e intercambiaba miradas con Natasha, que estaba sentada enfrente suyo. Pierre, que había adquirido involuntariamente cierto desprecio peterburgués hacia los moscovitas, tomó como propias todas las opiniones que había escuchado sobre las costumbres de la sociedad moscovita. Que se componía de: clasismo (los platos se servían según rango y edad), escasez de inquietudes (a nadie le interesaba la política) y hospitalidad, a la que él reconocía la debida justicia. Empezando por las dos sopas, de las que escogió la de tortuga y las kulebiakas
[3]
hasta el
sauté
de ortega, que tanto había gustado al conde, no dejó pasar ni un solo plato ni un solo vino que el mayordomo le mostraba disimuladamente por encima del hombro del vecino y diciendo en voz baja: «madera seco», «húngaro» o «vino del Rin», entre otros. Él acercaba la copa que tenía más a mano de las cuatro con el escudo del conde que estaban enfrente de cada servicio y bebía con placer mirando cada vez más amablemente a los invitados. Natasha, sentada frente a él, miraba a Borís como miran las chicas de trece años al muchacho con el que se han besado esa mañana por primera vez y del cual están enamoradas, y sonreía de vez en cuando. Pierre la miraba sin cesar y recibía las miradas y las sonrisas dirigidas a Borís.

—Es extraño —le decía en voz baja a Borís—, la menor de los Rostov no es bonita, es menuda, cetrina. ¡Pero tiene un rostro tan agradable! ¿No es cierto?

—La mayor es más hermosa —respondía Borís sonriendo apenas perceptiblemente.

—No, figúrese. Ninguno de sus rasgos es correcto y sin embargo, como por encanto resulta atractiva.

Pierre no dejaba de mirarla. Borís expresó su sorpresa por el extraño gusto de Pierre. Nikolai estaba sentado lejos de Sonia, al lado de Julie Ajrósimova, respondiendo a su cariñosa y entusiasta conversación y mientras tanto tranquilizando con la mirada a su prima dándole a entender que aunque él estuviera en el otro extremo de la mesa o en el otro extremo del mundo, su pensamiento siempre iba a estar fijo en ella. Sonia sonreía solemnemente pero sufría visiblemente por los celos, y tan pronto palidecía como enrojecía e intentaba con todas sus fuerzas escuchar lo que hablaban entre sí Nikolai y Julie. Natasha estaba sentada, para su pesar, con los niños, entre su hermano pequeño y la gruesa institutriz. La institutriz miraba intranquila y susurraba sin cesar algo a su pupila y entonces miraba a los invitados, esperando su aprobación. El preceptor alemán intentaba recordar todos los tipos de platos, postres y vinos, para describirlo todo detalladamente en una carta a sus parientes de Alemania, y se ofendía mucho cuando el mayordomo no le servía de la botella envuelta en una servilleta. El alemán fruncía entonces el ceño y se esforzaba por demostrar que no deseaba que le sirvieran de ese vino, pero se ofendía porque nadie quería entender que él no necesitaba el vino para apagar la sed, ni por glotonería, sino por escrupulosa curiosidad...

XXIV

E
RA
evidente que a Natasha no la habían sentado en el sitio adecuado, pellizcó a su hermano, le hizo un guiño a la institutriz, con lo que el gordo Petrushka rompió a reír y de pronto inclinó todo su cuerpo sobre la mesa hacia Borís, vertió sobre el limpio mantel kvas
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de un vaso, para espanto de la institutriz, y sin hacer caso de las amonestaciones pidió que le prestaran atención. Borís se inclinó para escuchar y Pierre también escuchó, a la expectativa de lo que pudiera decir esa menuda y cetrina muchacha que a pesar de sus rasgos irregulares le parecía, de forma extraña, por efecto de su imaginación, que le gustaba más que ninguna de las que estaban en la mesa.

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