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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

Guerra y paz (11 page)

—Sí, son buenos, buenos chicos —afirmó el conde, que siempre cortaba las cuestiones complicadas para él, juzgándolo todo bueno—. ¡Ya lo ve usted! ¡Quiere ser húsar! ¡Qué quiere usted, querida mía!

—Qué criatura más agradable su hija pequeña —dijo la visita, mirando con reproche a la suya, como si con esta mirada quisiera sugerir a su hija, que así era como había de ser para agradar, y no la muñeca que era—. ¡Pura pólvora!

—Sí, pura pólvora —dijo el conde.

—¡Ha salido a mí! ¡Y qué voz tiene! ¡Y qué carácter! Aunque sea mi hija diré la verdad, será cantante, otra Salomoni. Hemos contratado a un italiano para que la instruya.

—¿No es demasiado pronto? Dicen que es perjudicial para la voz educarla a tan temprana edad.

—¡Oh, no! ¡Qué va a ser temprano! —dijo el conde.

—¿Y cómo era posible que nuestras madres se casaran a los doce o trece años? —añadió la princesa Anna Mijáilovna.

—¿Y qué les parece que ya está enamorada de Borís? —dijo la condesa mirando y sonriendo en silencio a la madre de Borís, y continuó hablando obedeciendo evidentemente a un pensamiento que la preocupaba de continuo—: Ya ven ustedes, si la tratase con severidad, si le prohibiera... Dios sabe qué cosas harían a escondidas (la condesa pensaba que se besarían), y ahora sin embargo conozco cada una de sus palabras. Ella misma viene por la noche y me lo cuenta. Puede ser que la esté malcriando, pero verdaderamente creo que esto es mejor. A la mayor la trataba con más severidad.

—Sí, a mí me han educado de otro modo —dijo sonriendo la mayor de los hijos de la condesa, la hermosa Vera. Pero la sonrisa no embellecía el rostro de Vera, como sucede habitualmente, al contrario, su rostro adoptaba un aspecto poco natural y por lo tanto desagradable. La mayor, Vera, era bonita, inteligente y educada. Tenía una voz agradable. Lo que decía era sensato y oportuno, pero, cosa rara, tanto la invitada como la condesa, la miraron como sorprendiéndose de que hubiera dicho eso y se sintieron incomodadas.

—Siempre ocurre lo mismo con los hijos mayores; se quieren hacer cosas excepcionales —dijo la visita.

—¿Por qué ocultarlo, querida mía? La condesita se complicaba con Vera —dijo el conde—. Pero aun así ha salido una muchacha excelente.

Y él, con la intuición que es más perspicaz que el pensamiento, se acercó a Vera dándose cuenta de que se sentía incómoda y la acarició con la mano.

—Excúsenme, tengo aún que disponer algunas cosas. Sigan sentadas —añadió él haciendo una reverencia y preparándose para salir.

Las visitas se levantaron y se despidieron, prometiendo asistir a la comida.

—¡Qué forma de cumplir! ¡Uf, no se iban nunca! —dijo la condesa después de acompañar a las visitas.

XVI

C
UANDO
Natasha salió de la sala y echó a correr llegó solo hasta el invernadero. Allí se detuvo, escuchando las conversaciones de la sala y esperando que saliera Borís. Empezaba a impacientarse y golpeando el suelo con los pies, tenía ganas de llorar porque él aún no llegaba. Cuando empezó a escuchar los pasos, ni pausados ni rápidos, sino acompasados, de un joven, la muchacha de trece años se metió rápidamente entre los tiestos de las plantas y se ocultó.

—¡Borís Nikoláich! —dijo con voz tonante, asustándole y en ese instante se echó a reír. Borís la vio, meneó la cabeza y sonrió.

—Borís, venga aquí —dijo ella con aspecto astuto y elocuente. El se le acercó pasando entre los tiestos.

—¡Borís! Bese a Mimí —dijo ella, sonriendo pícaramente y levantando la muñeca.

—¿Por qué no besarla? —dijo él, acercándose más y sin retirar los ojos de Natasha.

—No, diga: No quiero.

Ella se separó de él.

—Bueno, también puedo decir que no quiero. ¿Qué hay de divertido en besar a una muñeca?

—No quiere. Bueno, entonces venga aquí —dijo ella y se introdujo más entre las plantas echando a la muñeca en un tiesto—. ¡Más cerca, más cerca! —susurraba. Cogía con las manos las mangas del oficial y en su ruborizado rostro se podía ver la solemnidad y el temor.

—¿Y a mí me quiere besar? —susurró casi inaudiblemente, mirándole de reojo, sonriendo y a punto de llorar de la emoción.

Borís enrojeció.

—¡Qué graciosa eres! —dijo inclinándose hacia ella, enrojeciendo aún más, pero sin hacer nada y esperando. Una burla apenas perceptible revoloteó aún en sus labios, pronta a desaparecer.

De pronto ella saltó sobre un macetero, de forma que resultaba más alta que él, le asió por el cuello con los dos brazos delgados y desnudos y, echando los cabellos hacia atrás con un movimiento de cabeza, le besó en los labios.

—¡Ay, qué he hecho, qué es lo que he hecho! —gritó ella, y riéndose se deslizó entre los tiestos hacia la otra parte del invernadero, las veloces piernecitas se dirigieron rápidamente hacia el cuarto de juegos, Borís se acercó a ella y la retuvo.

—Natasha —dijo él—, ¿te puedo llamar de tú?

Ella bajó la cabeza.

—Te amo —dijo él lentamente—. Ya no eres una niña. Natasha, haz lo que te voy a pedir.

—¿Qué me
vas
a pedir?

—Por favor, no volvamos a hacer lo que hemos hecho hoy hasta que no pasen cuatro años.

Natasha se paró a pensar.

—Trece, catorce, quince, dieciséis... —dijo ella contando con los gordezuelos deditos—. ¡Bien! ¿De acuerdo? —Una grave sonrisa de felicidad iluminó su vivo, aunque no muy hermoso, rostro.

—¡De acuerdo! —dijo Borís.

—¿Para siempre? —dijo la muchacha—. ¿Hasta la muerte?

Y tomándole del brazo salió con él en silencio en dirección al cuarto de juegos. El bello y ancho rostro de Borís enrojeció y de sus labios desapareció totalmente la expresión de burla. Sacó pecho y respiró feliz y satisfecho de sí mismo. Sus ojos parecían mirar lejos en el futuro, dentro de cuatro años, al feliz año 1809. La juventud se reunió de nuevo en el cuarto de juegos, que era donde más les gustaba estar.

—¡No, no te irás! —gritó Nikolai hablando y comportándose apasionada e impetuosamente y asiendo a Borís de las mangas de la guerrera, quitando la mano de su hermana—. Estás obligado a casarte.

—¡Sí, sí! —gritaron las dos muchachas.

—Yo seré el sacristán, Nikolaenka —gritó Petrushka—. Por favor, quiero ser el sacristán. «¡Te rogamos, Señor!»

Parecería incomprensible que los jóvenes pudieran hallar diversión en el enlace de Borís y la muñeca, pero solo hacía falta observar el regocijo y la alegría que se reflejaba en todos los rostros en el momento en el que la muñeca, guarnecida de colores naranja y con un vestido blanco, fue colocada en el jalón sobre su espalda de cabritilla y Borís, con el acuerdo de todos, fue llevado junto a ella y como el pequeño Petrushka, vistiéndose con una falda se imaginaba que era un sacristán, bastaba con observar todo esto para compartir esta alegría, aun sin entenderla.

Mientras vestían a la novia Nikolai y Borís fueron expulsados, en aras del decoro, de la habitación. Nikolai caminaba por el cuarto con agitación, gimiendo para sí y encogiéndose de hombros.

—¿Qué te sucede? —preguntó Borís.

Este miró a su amigo y dejó caer los brazos con desesperación.

—¡Ay, no sabes lo que me ha pasado! —dijo él echándose las manos a la cabeza.

—¿Qué? —preguntó Borís burlona y calmosamente.

—Bueno, yo parto y ella... ¡No, no puedo decírtelo!

—Bueno, ¿el qué? —repitió Borís—. ¿Es con Sonia?

—Sí, ¿sabes qué?

—¿Qué?

—¡Ay, es asombroso! ¿Tú qué opinas, debo contarle todo a mi padre después de esto?

—¿El qué?

—Sabes, yo mismo no sé cómo ha sucedido, hoy he besado a Sonia; me he comportado detestablemente. Pero ¿qué puedo hacer? Estoy locamente enamorado. ¿Y eso está mal por mi parte? Sí, ya sé que está mal... ¿Tú qué dices?

Borís sonrió.

—¿Cómo dices? ¿Es posible? —preguntó con burlón y fingido asombro—. ¿Así que la has besado en los labios? ¿Cuándo?

—Sí, ahora mismo. ¿Tú no lo harías? ¿Eh? ¿No lo harías? ¿He actuado mal?

—Bueno, no lo sé, todo depende de cuáles sean tus intenciones.

—¡Eso! Por supuesto. Eso es justo. Yo se lo he dicho. Cuando llegue a oficial me casaré con ella.

—Sin embargo, es sorprendente lo decidido que eres —repitió Borís.

Nikolai, tranquilizado, se echó a reír.

—A mí me sorprende que tú nunca te hayas enamorado ni se hayan enamorado nunca de ti.

—Así es mi carácter —dijo Borís, enrojeciendo.

—¡Vaya que eres astuto! Vera tiene razón. —Nikolai comenzó a hacer cosquillas a su amigo.

—Y tú eres un atrevido. Vera también tiene razón. —Y Borís, temiendo las cosquillas, se defendió de su amigo—. Tú harás algo fuera de lo común.

Ambos, riéndose, volvieron con las muchachas para la celebración de la ceremonia nupcial.

XVII

L
A
condesa se había cansado de tal modo a causa de las visitas que ordenó no recibir a nadie más y se pidió al portero que solamente invitara a comer, sin aceptar discusión, a todos los que aún se acercaban a la casa para presentar sus felicitaciones. Aparte de eso quería hablar en intimidad con su amiga de la infancia, la princesa Anna Mijáilovna, con la que no había podido hablar como es debido desde que había vuelto de San Petersburgo. Ana Mijáilovna, con su rostro lloroso y agradable, se acercó al sillón de la condesa.

—Te seré totalmente sincera —dijo Anna Mijáilovna—. Ya nos quedan pocos viejos amigos. Por eso valoro tanto tu amistad.

La princesa miró a Vera y se detuvo. La condesa estrechó la mano de su amiga.

—Vera —dijo la condesa, dirigiéndose a su hija mayor, que evidenciaba no ser su favorita—. No tienes ni pizca de tacto. ¿Es que no te das cuenta de que aquí estás de más? Vete con tus hermanos, o...

La hermosa Vera sonrió sin mostrarse ofendida y se marchó a su habitación. Pero al pasar por donde el cuarto de juegos reparó en que en él estaban sentados de manera simétrica, en los dos ventanucos, dos parejas. Sonia estaba sentada junto a Nikolai, que con rostro encendido le leía unos poemas, los primeros que componía. Borís y Natasha estaban sentados en silencio en la otra ventana. Borís le tomaba de la mano y se la soltó ante la presencia de Vera. Natasha tomó una caja que estaba frente a ella con guantes y comenzó a moverla. Vera sonrió. Nikolai y Sonia la miraron, se levantaron y salieron de la habitación.

—Natasha —dijo Vera a su hermana pequeña, que movía cuidadosamente los guantes perfumados—. ¿Por qué huyen de mí Nikolai y Sonia? ¿Qué secretos tienen?

—¿Qué te importa a ti eso, Vera? —intercedió con voz tonante Natasha, continuando con su tarea. Se comportaba de manera aún más amable y cariñosa que de costumbre a causa de la felicidad.

—Es muy necio por su parte —dijo Vera con un tono que denotaba que se había sentido ofendida por Natasha.

—Cada cual tiene sus secretos. Nosotros no nos inmiscuimos en lo tuyo con Berg —dijo ella acalorándose.

—¡Qué necedad! Le diré a mamá cómo te comportas con Borís. Eso no está bien.

Borís se levantó y se inclinó cortésmente ante Vera.

—Natalia Ilínichna se comporta muy bien conmigo. No puedo quejarme —dijo él burlonamente.

Natasha no se rió y bajó la cabeza.

—Déjalo, Borís, eres tan diplomático (la palabra
diplomático
era de uso común entre los niños, que le otorgaban un sentido particular) que resulta incluso aburrido —dijo ella—. ¿Por qué ella me martiriza?

Y se dirigió a Vera.

—Tú esto no lo comprenderás nunca —dijo— porque a ti nunca te ha amado nadie, no tienes corazón, solo eres una madame de Genlis (este apodo que se consideraba muy ofensivo se lo había puesto Nikolai a Vera) y tu mayor placer es molestar a los demás. Tú coqueteas con Berg tanto como quieres.

Dijo esto rápidamente y salió de la habitación.

La hermosa Vera, que producía a todos tal irritación con su desagradable actitud, sonrió de nuevo con la misma sonrisa carente de significado, y visiblemente nada afectada por lo que le habían dicho fue hacia un espejo y se arregló el chal y el peinado. Observando su bello rostro se tornó a ojos vista aún más fría y tranquila.

XVIII

E
N
la sala continuaba la conversación.

—Ah, querida —decía la condesa—, mi vida no es un camino de rosas. ¿Acaso no me doy cuenta de que con este ritmo de vida no podremos aguantar mucho? La culpa la tiene el club y su bondad. ¿Descansamos cuando vivimos en el campo? Teatros, caprichos y Dios sabe qué más. Pero ¡por qué hablar de mí! Bueno, ¿cómo lo has conseguido? Me admiro con frecuencia de ti, Annette, ¿cómo a tu edad puedes hacer esas cosas? Viajas sola en coche de caballos a Moscú, a San Petersburgo y tienes trato con todos los ministros, con todos los personajes. ¡De verdad que me admiro! Bueno, ¿cómo lo has hecho? Yo misma no sabría cómo.

—¡Ah, alma mía! —respondió la princesa Anna Mijáilovna—. Que Dios no permita que conozcas lo duro que es quedar viuda, sin apoyo, y con un hijo al que amas hasta la adoración. Se aprende a hacer cualquier cosa —continuó ella con cierto acaloramiento—. Mi mismo pleito me ha enseñado. Si me es necesario ver a alguno de esos grandes señores escribo una notita: «La princesa tal desearía ver al señor tal», y voy yo misma en coche dos, tres o cuatro veces hasta que consigo lo que quiero. Me da igual lo que piensen de mí.

—¿Y cómo has pedido para Borís? —preguntó la condesa—. Ya es oficial de la guardia y Nikolai es cadete. No hay nadie que pueda gestionarlo. ¿Tú a quién se lo has pedido?

—Al príncipe Vasili. Fue muy amable, estuvo de acuerdo enseguida e intercedió ante el emperador —decía la princesa Anna Mijáilovna con entusiasmo, habiendo olvidado completamente todas las humillaciones por las que había pasado para conseguir sus fines.

—¿Y ha envejecido el príncipe Vasili? —preguntó la condesa—. No le veo desde las funciones de teatro que dimos en casa de los Rumiántsev. Creo que ha debido de olvidarse de mí. Me hacía la corte —recordó la condesa con una sonrisa.

—Sigue igual —respondió Anna Mijáilovna—. El príncipe es encantador y muy generoso. Su alto puesto no se le ha subido a la cabeza. «Lamento no poder hacer más por usted, querida princesa —me decía—, dígame qué es lo que desea.» Es un gran hombre, un maravilloso pariente. Tú bien sabes, Natalie, lo mucho que quiero a mi hijo. No sé qué es lo que no haría por su felicidad. Pero mis circunstancias son tan malas —continuó Anna Mijáilovna con tristeza y bajando la voz—, tan malas que estoy en la peor situación posible. Mi desgraciado pleito se lleva todo lo que poseo y no avanza. No tengo, te puedes imaginar, ni una moneda de diez kopeks y no sé con qué voy a equipar a Borís. —Sacó un pañuelo y se echó a llorar—. Me hacen falta 500 rublos y solo tengo un billete de 25. En esta situación me encuentro. Mi única esperanza ahora es el conde Kiril Vladímirovich Bezújov. Si él no quiere ayudar a su ahijado, puesto que es el padrino de Borís y fijarle alguna suma para su manutención, entonces todos mis esfuerzos han sido en vano, no voy a tener con qué equiparle.

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