Lev Tolstói
Guerra y paz
ePUB v1.0
lázaro03.03.12
Título original:
Voina i mir
Autor:
Lev Tolstói
Año de publicación: 1869
Traducción:
Gala Arias Rubio
Imagen de portada:
The First Sight of Moscow
, de Laslett
ISBN: 978-84-397-1031-8
Mondadori - Cuarta edición, mayo de 2008
Obra cumbre, junto a
Ana Karenina
, de Lev Tolstói y de la narrativa del siglo XIX,
Guerra y paz
constituye un vasto fresco histórico y épico. Con la campaña napoleónica contra Rusia como trasfondo —Austerliz, Borodino o el incendio de Moscú— entre los años 1805 y 1813, se nos cuenta la historia de dos familias de la nobleza rusa, los Bolkonski y los Rostov, protagonistas de un mundo que empieza a escenificar su propia desaparición.
Pocas veces tenemos la oportunidad de leer una versión distinta de un clásico indiscutible. Hasta ahora, todas las traducciones de
Guerra y paz
se basaban en la edición canónica de 1873. Fue en 1983 cuando la Academia Soviética de Ciencias publicó lo que ellos llamaron la «edición original», la primera versión que Tolstói escribió en 1866 y que ahora publicamos por primera vez en castellano, en la espléndida traducción de Gala Arias Rubio.
Lev Tolstói
(Yásnaia Poliana, 1828-Astapovo, 1910) es uno de los más destacados narradores de todos los tiempos. Hijo de un terrateniente de la vieja nobleza rusa, quedó huérfano a los nueve años y tuvo tutores franceses y alemanes hasta que ingresó en la Universidad de Kazan, donde estudió lenguas y leyes. En 1851 ingresó en el ejército y dio a conocer su ciclo autobiográfico, compuesto por las obras
Infancia
,
Adolescencia
y
Juventud
. En 1862 se casó con Sonia Andréievna Bers y durante los siguientes quince años formó una numerosa familia, administró sus propiedades y escribió sus dos obras maestras:
Guerra y paz
y
Ana Karenina
. Finalmente, a los ochenta y dos años, cada vez más atormentado por las contradicciones entre su riqueza y su ideología, Tolstói, acompañado por su médico y la menor de sus hijas, se escapó de su casa en mitad de la noche. Tres días más tarde cayó enfermo de neumonía y, el 20 de noviembre de 1910, murió en una remota estación de ferrocarril. Además de las citadas obras, de entre su vasta producción cabe destacar
Confesión
,
La muerte de Ivan Ilich
,
La sonata a Kreutzer
o
Resurrección
.
Para preparar esta edición se han utilizado textos publicados por E. E. Zaidenshnur en 94 tomos de «Herencia literaria», materiales manuscritos de los tomos 13-16 de la edición conmemorativa de 90 tomos de las obras completas de Lev Tolstói y también de la edición, en vida de Tolstói, de la novela, publicada en 4 tomos en el año 1873.
Hasta ahora he escrito solamente sobre príncipes, condes, ministros, senadores y sus hijos y me temo que en lo sucesivo no va a haber otros personajes en mis historias.
Puede ser que esto no esté bien y que no guste al público; puede ser que para ellos sean más interesantes e instructivas las historias de campesinos, comerciantes y seminaristas, pero mi deseo no es en absoluto tener muchos lectores a cualquier precio, y no puedo satisfacerles por muchas razones.
La primera porque los recuerdos históricos de aquella época sobre los que yo escribo solo permanecen en la correspondencia y los escritos de la gente de clase alta alfabetizada; incluso hasta los relatos interesantes e inteligentes que he podido escuchar, solo se los he oído a la gente de esta clase.
La segunda porque la vida de los comerciantes, de los cocheros, de los seminaristas, de los presidiarios y de los campesinos me resulta monótona, aburrida, y todas las acciones de esas gentes se me antojan resultado en gran medida de los mismos resortes: la envidia hacia las castas más afortunadas, la avaricia y las pasiones materiales. Y si todas las acciones de esta gente se originan por estos resortes, entonces sus acciones quedan tan dominadas por estos impulsos, que resulta difícil entenderlas, y, por lo unto, describirlas.
La tercera porque la vida de estas gentes (de clase baja) lleva consigo en menor medida la huella del tiempo.
La cuarta porque la vida de estas gentes no es hermosa.
La quinta porque nunca podré comprender qué es lo que piensa el centinela en la garita, qué piensa y qué siente el tendero pregonando que compren tirantes y corbatas, qué es lo que piensa el seminarista cuando por centésima vez le llevan a azotar, etcétera, etcétera. No puedo entender esto, igual que no puedo comprender qué es lo que piensa una vaca cuando la ordeñan y qué piensa un caballo cuando acarrea un tonel.
La sexta porque en resumen (y esta, lo sé, es la mejor causa) yo mismo pertenezco a la clase alta, a la alta sociedad y la adoro.
No soy un pequeñoburgués, como decía Pushkin con orgullo, yo digo sin miedo que soy un aristócrata, de nacimiento, por costumbre y por posición. Soy un aristócrata porque recordar a mis antepasados, mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos, no solamente no me avergüenza sino que me alegra extraordinariamente. Soy un aristócrata porque me educaron desde la niñez en el amor y el respeto a la elegancia, no solo hacia lo expresado por Homero, Bach y Rafael sino también hacia todas las pequeñas cosas de la vida: el amor a las manos limpias, a la belleza de un vestido, a la elegancia de la mesa, o de un carruaje. Soy un aristócrata porque tuve la suerte de que ni yo, ni mi padre, ni mi abuelo conociéramos la pobreza y la lucha entre la necesidad y la conciencia, nunca necesitamos ni envidiar ni suplicar a nadie, no conocimos la necesidad de educarnos para conseguir dinero o una posición en la alta sociedad y otras pruebas similares a las que se exponen los pobres. Me percato de que esto es una gran suerte y por ello doy gracias a Dios, pero aunque esta felicidad no pertenezca a todos no veo en ello causa para renegar de ella y no aprovecharla.
Soy un aristócrata porque no puedo creer en la elevada inteligencia, el gusto refinado y la gran honestidad del que se hurga la nariz y habla con Dios.
Todo esto es muy tonto, puede que hasta criminal e impertinente, pero así es. Y en lo sucesivo aviso al lector del tipo de persona que soy y qué es lo que puede esperar de mí. Todavía está a tiempo de cerrar el libro y acusarme de idiota, retrógrado y de ser un Askóchenski, por quien, aprovechando esta oportunidad, me apresuro a expresar mi sincera, profunda y firme admiración.
—E
NTONCES
qué, príncipe, Génova y Lucca se han convertido en nada más que propiedades de la familia Bonaparte. No, a partir de ahora le digo que si no me dice que estamos en guerra y si se permite atenuar todas las infamias y todas las atrocidades de este Anticristo (pues segura estoy de que él es el Anticristo) ya no le conoceré, ya no le consideraré amigo mío y ya no será mi fiel servidor como usted se llama a sí mismo. En fin, le saludo, le saludo. De sobra me doy cuenta de que le estoy asustando, siéntese y conversemos.
La que así hablaba en julio del año 1805 era la conocida Anna Pávlovna Scherer, dama de honor y allegada de la emperatriz María Fédorovna, cuando salía al encuentro del solemne y majestuoso príncipe Vasili, el primero en llegar a su velada. Anna Pávlovna llevaba unos días acatarrada, tenía «gripe» («gripe» era entonces una palabra nueva y de raro uso), y esa era la causa por la que no cumplía con sus funciones y permanecía en casa. En las notitas que había distribuido por la mañana un criado de gala, se podía leer sin distinción alguna:
Si no tiene usted conde (o príncipe) nada mejor que hacer y si el hecho de pasar la tarde con una pobre enferma no le asusta, estaría encantada de recibirle hoy entre las 7 y las 10.
A
NNA
S
CHERER
—¡Qué duro ataque! —contestó sin sentirse intimidado por tal recibimiento y sonriendo vagamente el príncipe, que había entrado con una expresión luminosa en su astuto rostro y vistiendo un uniforme cortesano bordado, medias de seda, zapatos y cubierto de condecoraciones.
Se expresaba en el correcto francés con el que no solo hablaban sino que incluso pensaban nuestros abuelos, y con esa entonación suave y protectora propia de un hombre relevante. Se acercó a Anna Pávlovna y la besó en la mano al tiempo que le presentaba la perfumada y resplandeciente blancura, incluso entre los cabellos grises, de su calva y se sentó tranquilamente en el diván.
—Antes de nada, dígame, ¿cómo se encuentra, mi querida amiga? Tranquilice a su amigo —dijo él sin cambiar su tono de voz, que traslucía, tras el empalago y el interés, la indiferencia e incluso la burla.
—¿Cómo pretende que me encuentre bien, mientras sufro interiormente? ¿Es que se puede estar en paz en los tiempos que corren, cuando se tiene algo de sensibilidad? —dijo Anna Pávlovna—. Confío en que se quede toda la tarde aquí.
—¿Y la fiesta en la embajada de Inglaterra? Hoy es miércoles y no puedo faltar —dijo el príncipe—; mi hija vendrá a por mí y me llevará.
—Pensaba que la fiesta de hoy se había aplazado. Le confieso que todas estas fiestas y fuegos artificiales se me están haciendo difíciles de soportar.
—Si hubieran sabido que eso era lo que usted quería, la fiesta se habría aplazado —dijo el príncipe, que regularmente, como un reloj de cuerda, decía cosas que ni siquiera él mismo pretendía que se creyeran.
—No me atormente. Bueno, entonces, ¿qué es lo que se ha decidido con motivo del despacho de Novosíltsev? Usted conoce el caso.
—¿Qué le puedo decir? —dijo el príncipe Vasili fría y tediosamente—. ¿Qué han decidido? Han decidido que Bonaparte ha quemado sus naves y parece ser que nosotros estamos a punto de quemar las nuestras.
El príncipe Vasili, hablara tanto de cosas inteligentes como de banalidades, con palabras indiferentes o animadas, las decía con tal tono que parecía haberlas repetido mil veces, como un actor representando una antigua obra, como si las palabras no provinieran de su entendimiento y como si el que las dijera no fuera una mente, un corazón, sino una memoria con labios.