—Sin duda, Janov —repuso Trevize—. No me interrumpas. Estoy tratando de pensar lo que hay que hacer. Podría intentar dar nueva fuerza al proyector. Tal vez sea lo único que le haga falta.
—¿De dónde sacarás la fuerza?
—Bueno…
Trevize sacó sus armas, las miró un instante y volvió a guardar el blaster en su funda. Abrió el látigo neurónico y observó el nivel de energía. Estaba al máximo.
Trevize se tumbó de bruces en el suelo, introdujo una mano detrás del proyector (seguía presumiendo que se trataba de eso e intentó empujarlo hacia delante). Se movió un poco y Trevize estudia lo que había descubierto.
Había varios cables, y uno de ellos, seguramente el que salía de la pared, debía ser el que suministraba la energía. No vio ningún enchufe o conexión por allí. (¿Cómo se puede actuar en presencia de una cultura antigua y desconocida en la cual las materias más simples han llegado a ser irreconocibles?)
Tiró del cable con suavidad y, después, algo más fuerte. Lo dobló en una dirección y luego en la otra. Palpó la pared en las cercanías del cable, y éste en su parte cercana a la pared. Volvió su atención, lo mejor que pudo, al dorso medio oculto del protector, con el mismo resultado negativo.
Apoyó una mano en el suelo para levantarse y, al ponerte en pie, el cable cedió. No tenía la menor idea de cómo lo había alojado.
No parecía roto ni arrancado. La punta se hallaba en perfecto estado y había dejado una ligera mancha en la pared donde había estado sujeta.
—Golan, ¿puedo…? —preguntó Pelorat en voz baja.
Trevize le hizo un perentorio ademán.
—Ahora no, Janov. ¡Por favor!
De pronto, se dio cuenta de que había algo verde en las arrugas de su guante izquierdo. Sin duda, un poco de musgo arrancado de detrás del proyector. Su guante estaba un poco húmedo, pero se secó mientras él lo observaba, y la mancha verde se volvió parda.
De nuevo, centró su atención en el cable, estudiando el extremo desprendido. Tenía que haber dos pequeños agujeros por allí, en los que introducir el alambre.
Se sentó en el suelo y abrió la unidad de energía de su látigo neurónico. Despolarizó uno de los alambres con cuidado y lo soltó. Después, lenta y delicadamente, lo insertó en el agujero, empujándolo hasta que se detuvo. Cuando trató de sacarlo de nuevo, permaneció fijo, como si algo lo hubiese sujetado. Dominó el primer impulso de arrancarlo por la fuerza. Despolarizó el otro alambre y lo introdujo en la otra abertura. Era concebible que con aquello el circuito se cerrase y suministrase energía al proyector.
—Janov —dijo—, tú has manejado volúmenes de películas de todas clases. Mira si encuentras la manera de insertar éste en el proyector.
—¿Es realmente preci…?
—Por favor, Janov, no hagas más preguntas innecesarias. Disponemos de poco tiempo. No quiero tener que esperar a la noche para que el edificio se enfríe y podamos volver.
—Tiene que meterse por aquí —dijo Janov, pero…
—Bien —repuso Trevize—. Si es una Historia del vuelo espacial, tendrá que empezar con la Tierra, puesto que en ella se inventaron los vuelos espaciales. Veamos si esto funciona ahora.
Con cierta dificultad, Pelorat colocó el libro-película en lo que, evidentemente, era el receptáculo y empezó a estudiar las señales de los diferentes controles.
Mientras esperaba, Trevize habló en voz baja, en parte para aliviar su propia tensión.
—Supongo que también habrá robots en este mundo, en alguna parte, en razonable buen estado, resplandecientes en este casi vacío total. Lástima que su fuente de energía debió agotarse hace tiempo también.
Y, aunque hubiese sido renovado, ¿qué decir de sus cerebros? Las palancas y los engranajes pueden resistir miles de años pero, ¿y los microinterruptores o resortes subatómicos que había en el cerebro? Tendrían que haberse deteriorado, y aunque no fuese así, ¿qué sabrían ellos de la Tierra? ¿Qué podrían…?
—El proyector funciona, viejo —dijo Pelorat—. Mira aquí.
En la penumbra, la pantalla del proyector empezó a iluminarse. Sólo débilmente, pero Trevize aumentó un poco la fuerza de su látigo neurónico y el brillo aumentó. El tenue aire que los rodeaba mantenía relativamente oscura la zona no alcanzada por los rayos del sol, de modo que la pantalla parecía más brillante en contraste con la sombra de la estancia.
La iluminación de la pantalla seguía oscilando, pero algunas sombras ocasionales pasaban por ella.
—Hay que enfocarlo —dijo Trevize.
—Lo sé, pero creo que esto es lo único que puedo hacer. Es probable que la película se haya deteriorado.
Las sombras aparecían y desaparecían ahora rápidamente, y, de vez en cuando, parecían remedar caracteres impresos. Entonces, durante un momento, la imagen se hizo más clara y se desvaneció de nuevo.
—Vuelve atrás y retén eso, Janov —pidió Trevize.
Pelorat lo estaba intentando ya, Rebobinó la cinta, repitió la proyección y, al llegar a la imagen deseada, la retuvo.
Trevize trató ansiosamente de leer aquello. Pero fracasó.
—¿Puedes tú descifrarlo, Janov?
—No del todo —dijo Pelorat, mirando fijamente la pantalla—. Se refiere a Aurora. De eso estoy seguro. Creo que trata de la primera expedición hiperespacial; la «efusión originada», dice.
Siguió adelante, hasta que la imagen se volvió confusa de nuevo.
—Todo lo que he podido descifrar se refiere a los mundos Espaciales. Golan —dijo por último—, no encuentro nada acerca de la Tierra.
—No, no lo encontrarás —repuso Trevize con amargura—. Todo ha sido borrado en este mundo, como en Trantor. Apaga eso.
—Pero no importa…, —empezó a decir Pelorat, apagando el proyector.
—¿Porque podemos probar en otras bibliotecas? También en ellas estará borrado. En todas partes. Escucha… —Había mirado a Pelorat mientras hablaba, y ahora lo miró más fijamente, con una mezcla de horror y de repugnancia—. ¿Qué le pasa al cristal de tu casco? —preguntó.
Pelorat llevó automáticamente su mano enguantada al cristal del casco; después la apartó y la miró.
—¿Qué es? —dijo, intrigado. Después, miró a Trevize y prosiguió, con voz un poco chillona—: Hay algo extraño en el cristal de tu casco, Golan.
Trevize buscó, de manera automática, un espejo a su alrededor. No había ninguno y hubiese necesitado una luz de haberlo encontrado.
—Ven a la luz del sol, ¿quieres? —murmuró.
Casi tirando de él, condujo a Pelorat bajo los rayos de sol que entraban por la ventana más próxima. Pudo sentir su calor en la espalda, a pesar del efecto aislante del traje espacial.
—Mira hacia el sol, Janov, y cierra los ojos —dijo.
Enseguida vio lo que pasaba. El musgo crecía exuberante en el sitio donde el cristal se juntaba al tejido metalizado del traje espacial, ribeteando aquél de verde, y Trevize supo que al suyo le ocurría lo mismo.
Pasó un dedo enguantado por el musgo del cristal de Pelorat. Parte de él se desprendió, manchando de verde el guante. Sin embargo, mientras observaba su brillo a la luz del sol, pareció que el musgo se ponía rígido y se secaba. Probó de nuevo, y, esta vez, el musgo se desprendió crujiendo. Se iba volviendo pardo. Frotó los bordes del cristal de Pelorat otra vez, ahora, con fuerza.
—Haz lo mismo con el mío, Janov —dijo. Después añadió—: ¿He quedado limpio? Bueno, el tuyo también. Sigamos nuestro camino. Creo que nada más podemos hacer aquí.
El calor del sol resultaba incómodo en la ciudad desierta y sin aire.
Los edificios de piedra resplandecían con un brillo casi doloroso. Trevize entornaba los párpados al mirarlos y, siempre que podía, caminaba por el lado sombreado de las calles. Se detuvo ante una grieta de una de las fachadas; una grieta lo bastante ancha para poder meter el dedo meñique en ella, a pesar del guante. Esto fue lo que hizo; después, se miró el dedo.
—Musgo —murmuró. Caminó deliberadamente hasta el final de la sombra y sostuvo un rato el dedo a la luz del sol—. El secreto está en el bióxido de carbono —dijo—. El musgo crece donde puede obtenerlo; en las piedras que se desintegran, en cualquier otra parte. Nosotros somos una buena fuente de bióxido de carbono, probablemente más rica que todas las de este planeta casi muerto, y supongo que hay ligeras filtraciones del gas en los bordes de la placa de cristal.
—Por eso crece el musgo en ellos.
—Sí.
El trayecto de vuelta a la nave pareció largo, mucho más largo y, desde luego, más caluroso que el que habían hecho al amanecer. Pero la nave permanecía todavía en la sombra cuando llegaron a ella; su posición la había calculado Trevize correctamente.
—¡Mira! —dijo Pelorat.
Trevize levantó la vista. Los bordes de la puerta principal estaban ribeteados de musgo verde.
—¿Más filtraciones? —dijo Pelorat.
—Desde luego. Estoy seguro de que en cantidades insignificantes, pero este musgo parece ser el mejor indicador de la existencia de pequeñas cantidades de bióxido de carbono. Sus esporas deben encontrarse en todas partes, y se desarrollan dondequiera que pueden hallar unas pocas moléculas de ese gas. —Ajustó su radio a la longitud de onda de la nave—. Bliss, ¿puedes oírme?
La voz de Bliss sonó en los dos pares de oídos.
—Sí. ¿Vais a entrar? ¿Habéis tenido suerte?
—Estamos aquí —dijo Trevize—, pero no abras la puerta. Lo haremos nosotros desde fuera. Repito, no abras la puerta.
—¿Por qué?
—¿Quieres hacer lo que te digo, Bliss? Más tarde tendremos tiempo para discutir.
Trevize sacó su blaster y redujo cuidadosamente su intensidad al mínimo. Después, lo miró, vacilando. Nunca lo había usado al mínimo. Miró a su alrededor. No había nada lo bastante frágil para hacer una prueba.
A falta de otra cosa, apuntó a la rocosa falda de la colina a cuya sombra reposaba la
Far Star
. El lugar del impacto no se volvió rojo.
Trevize lo tocó casi sin darse cuenta. ¿Estaba caliente? No podía saberlo con certeza a través del tejido aislante de su traje.
Vaciló de nuevo, y, entonces, pensó que el casco de la nave debía ser tan resistente, al menos dentro del orden de magnitud, como la vertiente de la colina. Apuntó con el blaster al borde de la puerta y pulsó brevemente el contacto, conteniendo la respiración.
Varios centímetros de musgo se volvieron pardos al momento. Agitó la mano cerca del musgo que se estaba secando y bastó la débil corriente producida de este modo en el aire tenue para que los ligeros restos esqueléticos de aquel pardo material se desprendiesen.
—¿Ha dado resultado? —preguntó Pelorat preocupado.
—Sí —dijo Trevize—. Convertí el blaster en un débil rayo de calor.
Después, proyectó el calor alrededor del borde de la puerta y el verde se desvaneció enseguida. Completamente. Entonces, sacudió la cerradura para crear una vibración que expulsase los residuos y un polvo pardo cayó al suelo; un polvo tan fino que los restos que permanecían en la tenue atmósfera se alzaban en remolinos por los débiles escapes de gas.
—Creo que ahora podemos abrirla —dijo Trevize, y empleando sus controles de muñeca, emitió la combinación de ondas de radio que activaban el mecanismo de la cerradura desde el interior. La puerta se abrió y, antes de que acabase de hacerlo, Trevize dijo—: No te entretengas, Janov; métete dentro. No esperes que salgan los peldaños; salta.
Trevize le siguió y roció el borde de la puerta con su blaster en baja potencia. También roció los escalones cuando éstos bajaron. Después, dio la señal para que la puerta se cerrase y siguió rociando hasta que se hallaron encerrados dentro.
—Estamos en la cámara cerrada, Bliss —dijo Trevize—. Permaneceremos aquí unos minutos. ¡No hagas nada!
—Dime qué pasa. —dijo la voz de Bliss—. ¿Estáis bien? ¿Cómo se encuentra Pel?
—Estoy aquí y bien, Bliss —respondió Pelorat—. No debes preocuparte.
—Si tú lo dices, Pel… Pero tendréis que explicármelo todo más tarde. Espero que lo comprendáis.
—Prometido —repuso Trevize, y encendió la luz.
Los dos hombres vestidos con trajes espaciales se hallaron frente a frente.
—Estamos expulsando todo el aire planetario que podemos —dijo Trevize—; hemos de esperar a expulsarlo del todo.
—¿Y el aire de la nave? ¿Vamos a dejarlo entrar?
—No hasta dentro de un rato. Estoy tan impaciente como tú por quitarme el traje espacial, Janov. Pero quiero asegurarme de que nos hemos librado de todas las esporas que pueden haber entrado con nosotros…, o encima de nosotros.
Bajo la escasa luz de la cámara, Trevize volvió su blaster contra la juntura interior de la puerta y el casco de la nave, esparciendo metódicamente el calor sobre el suelo, hacia arriba y a su alrededor, y de nuevo hacia el suelo.
—Ahora tú, Janov.
Pelorat se agitó inquieto.
—Quizá sientas calor. Es lo peor que puede pasarte. Si te molesta demasiado, dilo.
Proyectó el rayo invisible sobre la placa de cristal y sobre los bordes en particular, y después, poco a poco, sobre todo el resto del traje espacial.
—Levanta los brazos, Janov —murmuró—. Apoya los brazos en mi hombro y levanta un pie. Tengo que rociar la suela. Ahora, el otro. ¿Sientes demasiado calor?
—No es, precisamente, la caricia de una brisa fresca —dijo Pelorat.
—Entonces, dame a probar mi propia medicina. Adelante.
—Nunca he manejado un blaster.
—Tienes que agarrarlo así y apretar este pequeño botón con el pulgar…, y sujeta la funda con fuerza. Muy bien. Ahora, resigue el cristal del casco. Despacio, Janov, pero sin detenerte demasiado rato en el mismo sitio. Después, el resto del casco, la cara y el cuello.
Siguió dándole instrucciones y, cuando sintió calor en todo el cuerpo y notó un desagradable sudor como consecuencia de ello, recuperó el blaster y observó el nivel de energía.
—Hemos gastado más de la mitad —dijo, y roció metódicamente el interior de la cámara, resiguíendo las paredes, hasta que se hubo agotado la carga, no sin calentarse mucho él mismo con los rápidos y continuos disparos. Después, volvió a guardar el blaster en su funda.
Sólo entonces dio la señal para entrar en la nave. Le gustó el silbido del aire al entrar en la cámara cuando se abrió la puerta interior. Su frescura y sus fuerzas convectivas se llevarían el calor del traje espacial mucho más deprisa que habría podido hacerlo la radiación solar. Tal vez fue pura autosugestión, pero sintió el efecto refrescante de inmediato. Imaginario o no, también esto le gustó.