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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Fundación y Tierra (18 page)

BOOK: Fundación y Tierra
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—Muy poco —respondió Deniador—. Podemos presumir que la especie humana evolucionó en un solo planeta, ya que es de todo punto improbable que las mismas especies, idénticas hasta el punto de poder fructificar las unas con las otras se desarrollasen en numerosos mundos, o incluso en sólo dos de ellos, independientemente. Podemos elegir llamar Tierra a este mundo de origen, Aquí existe la creencia general de que la Tierra se encuentra situada en este rincón de la Galaxia, pues aquí los mundos son muy viejos y es probable que los primeros en ser colonizados estuviesen cerca, y no lejos, de la Tierra.

—¿Y tiene la Tierra alguna característica única, además de ser el planeta de origen? —preguntó ansiosamente Pelorat.

—¿En qué está pensando? —dijo Deniador, con una de sus fáciles sonrisas.

—En su satélite, al que algunos llaman Luna. Sería extraordinario, ¿verdad?

—Ésta es una cuestión importante, doctor Pelorat. Puede darme mucho que pensar.

—No he dicho en qué sería extraordinaria la Luna.

—En su tamaño, por supuesto, ¿He acertado? Si, ya veo que si.

Todas las leyendas sobre la Tierra hablan de su gran variedad de especies vivas y de su enorme satélite, con tres mil o tres mil quinientos kilómetros de diámetro. La variedad de seres vivos se puede aceptar con facilidad, ya que se habría producido a través de la evolución biológica, si es exacto lo que sabemos de ese proceso. Pero un satélite gigante resulta más difícil de aceptar. Ningún otro mundo habitado de la Galaxia tiene uno semejante. Los grandes satélites aparecen asociados invariablemente con los gigantes gaseosos deshabitados e inhabitados.

Por consiguiente, como Escéptico que soy, prefiero no aceptar la existencia de la Luna.

—Si la Tierra es única en la posesión de millones de especies —dijo Pelorat—, ¿no podría serlo también en lo que respecta a un satélite gigante? Lo primero podría implicar lo segundo.

Deniador sonrió.

—No veo por qué la existencia de millones de especies en la Tierra tendría que crear un satélite gigante de la nada.

—Bien, mirémoslo al revés. Tal vez un satélite gigante podría haber contribuido a crear esos millones de especies.

—Tampoco lo veo claro.

—¿Y qué opina usted de la radiactividad de la Tierra? —preguntó Trevize.

—Eso se comenta en todas partes; todo el mundo lo cree.

—Pero —dijo Trevize —la Tierra no pudo ser tan radiactiva que impidiese la vida en ella durante los miles de millones de años en que hubo seres vivos allí. ¿Cómo adquirió la radiactividad? ¿Una guerra nuclear?

—Ésta es la opinión más corriente, consejero Trevize.

—Por su manera de decirlo, sospecho que usted no lo cree.

—No hay pruebas de que tal guerra se produjese. La creencia común, aunque sea universal, no representa una prueba por sí sola.

—¿Qué más pudo ocurrir?

—No existen pruebas de que ocurriese nada. La radiactividad podría ser una leyenda inventada, como la del gran satélite.

—¿Cuál es la versión más aceptada de la Historia de la Tierra? —dijo Pelorat—. Durante mi carrera profesional, he recogido numerosas leyendas antiguas, muchas de las cuales se refieren a un mundo llamado Tierra o algo parecido. No tengo ninguna de Comporellon, salvo la vaga mención de un tal Benbally que vino de ninguna parte, según las leyendas comporellianas.

—No debe extrañarse por ellas. Nosotros no solemos exportar nuestras leyendas, y me extraña que haya encontrado referencias a Benbally. Otra superstición.

—Pero usted no es supersticioso y no vacilaría en hablar sobre ello, ¿verdad?

—Verdad —reconoció el pequeño historiador, mirando a Pelorat—. Cierto que esto contribuiría mucho, quizá peligrosamente, a mi impopularidad, pero ustedes tres se marcharán pronto de Comporellon y supongo que no me citarán como fuente de información.

—Tiene usted nuestra palabra de honor —dijo Pelorat.

—Entonces, oigan un resumen de lo que se supone que ocurrió, despojado de elementos sobrenaturales o moralistas. La Tierra existió como único mundo de seres humanos durante un período de tiempo inconmensurable, y, entonces, hace unos veinte o veinticinco mil años, la especie humana inició los viajes interestelares por medio del Salto hiperespacial y colonizó un grupo de planetas.

Los colonizadores de esos planetas se valieron de robots, que habían sido inventados en la Tierra antes de los tiempos del viaje hiperespacial y… A propósito, ¿saben ustedes lo que son los robots?

—Sí —dijo Trevize—. Nos lo han preguntado más de una vez, sabemos lo que son.

—Los colonizadores con una sociedad robotizada por completo, desarrollaron una alta tecnología y alcanzaron una longevidad extraordinaria. Y despreciaron su mando ancestral. Según las versiones más dramáticas de la historia, dominaron y oprimieron a ese mundo.

Más tarde, la Tierra envió un nuevo grupo de colonizadores, en el que los robots estaban prohibidos. De los nuevos mundos, Comporellon fue uno de los Primeros. Nuestros patriotas insisten en que fue el primero. Pero no existen pruebas que un Escéptico pueda aceptar. El primer grupo de colonizadores se extinguió y…

—¿Por qué se extinguió ese primer grupo, doctor Deniador? —le interrumpió Trevize.

—¿Por qué? Nuestros románticos en general se imaginan que fueron castigados a causa de sus crímenes por «El Que Castiga», aunque nadie se toma el trabajo de decir por qué esperó tanto tiempo. Pero no hay que recurrir a cuentos de hadas. Es fácil deducir que una sociedad que depende por completo de los robots se vuelve muelle y decadente, debilitándose Y muriendo de puro aburrimiento o, más sutilmente, por perder la voluntad de vivir

La Segunda ola de colonizadores, sin robots, vivió y se adueñó de toda la galaxia. Pero la Tierra se volvió radiactiva y se fue perdiendo de vista poco a poco. Generalmente, esto es atribuido a que también había robots en la Tierra, ya que los primeros colonizadores eran partidarios de ellos.

Bliss, que había escuchado el relato con visible impaciencia, dijo:

—Bueno, doctor Deniador, con radiactividad o sin ella, y cualesquiera que fuesen las olas de colonizadores, la cuestión crucial es bien sencilla. ¿Dónde se encuentra la Tierra exactamente? ¿Cuáles son sus coordenadas?

—La respuesta a esta pregunta es: No lo sé —dijo Deniador—. Pero se ha hecho la hora de almorzar. Puedo pedir que nos traigan el almuerzo. Y así continuar discutiendo sobre la Tierra todo el tiempo que ustedes quieran.

—¿No lo Sabe? —preguntó Trevize, alzando el tono y la intensidad de su voz.

—En realidad, que yo sepa, nadie les dará la respuesta, pues se desconoce.

—Pero eso es imposible.

—Consejero —dijo Deniador, suspirando con suavidad—, si usted quiere decir que la verdad es imposible está en su derecho; pero no le llevará a ninguna parte.

VII. Salida de Comporellon

El almuerzo consistió en un montón de bolas blandas, crujientes por fuera, de colores diferentes y rellenos variados.

Deniador tomó un pequeño objeto que se desplegó en un par de finos y transparentes guantes, y se los puso. Sus invitados lo imitaron.

—¿Qué hay dentro de esas cosas? —preguntó Bliss.

—Las de color de rosa —dijo Deniador —están rellenas de pescado picado y con especias, y son un plato comporelliano muy delicado. Las amarillas contienen un queso muy suave. Las verdes, una mezcla de verduras. Cómanlas mientras están calientes. Después tendremos pastel de almendras caliente, acompañado de las bebidas acostumbradas. Les recomiendo la sidra muy caliente. Como el clima es frío, solemos calentar nuestra comida, incluido el postre.

—Se cuida usted bien —dijo Pelorat.

—No tanto —repuso Deniador—. Trato de ser un buen anfitrión para mis invitados. En cuanto a mí, como muy poco. No tengo que alimentar un cuerpo voluminoso, algo que, sin duda, ustedes han advertido.

Trevize mordió una de las bolas de color de rosa y descubrió que tenia una capa de especias que la hacía muy agradable al paladar además de un fuerte sabor a pescado; pero pensó que ambos sabores permanecerían en su boca durante el resto del día, y tal vez parte de la noche.

Cuando apartó aquella bola de su boca después de morderla, vio que la corteza se había cerrado de nuevo sobre el contenido. No apareció grieta alguna en ella, ni la menor filtración, por lo que se preguntó, de momento, para que servirían los guantes. Daba la sensación de que, decidió que sería por una cuestión de higiene. Los guantes sustituían al lavado de manos si esto resultaba incomodo, y probablemente la costumbre habría hecho que se utilizasen aunque aquellas se hubiesen lavado. (Lizador no había utilizado guantes cuando Trevize había comido con ella el día anterior. Tal vez era debido a que provenía de las montañas.)

—¿Sería impertinente hablar de negocios mientras almorzamos? —pregunto.

—Según las normas de Comporellon, sí, consejero, pero ustedes son mis invitados y nos regiremos por las suyas. Si desean hablar de cosas serias y no creen, o no les importa que ese detalle pueda hacer que disfruten menos de la comida, háganlo que yo los imitare.

—Gracias —dijo Trevize—. La ministra Lizalor dio a entender…, no, en realidad lo dijo con toda claridad, que los escépticos eran impopulares en este planeta. ¿Eso se ajusta a la verdad?

El buen humor de Deniador pareció ir en aumento.

—Por supuesto que sí. Y nos sabría muy mal que fuese de otra forma. Miren ustedes, Comporellon es un mundo frustrado, sin el menor conocimiento de los detalles, existe la creencia mítica general de que hubo un tiempo, muchos milenios atrás, cuando la galaxia habitada no se había extendido, en que Comporellon era un mundo dominante. Nunca olvidamos esto, y el hecho de que no hallamos mantenido el liderazgo en la historia conocida nos fastidia, nos produce, a la población en general, quiero decir, un sentimiento de injusticia.

Sin embargo, ¿qué podemos hacer? Antaño el gobierno se vio obligado a rendir fiel vasallaje al emperador y ahora es leal asociado de la fundación. Y cuanto mas vemos nuestra posición subordinada, mas fuerte es la creencia en lo grandes y misteriosos días del pasado.

Entonces, ¿qué postura adopta Comporellon? No pudo desafiar al imperio en los viejos tiempos y no puede desafiar abiertamente a la fundación ahora. Por consiguiente, la gente se desahoga atacándonos y odiándonos, porque no creemos en las leyendas y nos reímos de las supersticiones.

Sin embargo, estamos a salvo de los peores efectos de la persecución. Controlamos la tecnología y ocupamos las cátedras en las Universidades. Algunos de nosotros, particularmente descarados, tenemos dificultades para dar nuestras clases con libertad. Yo, por ejemplo, tropiezo con ese problema, aunque tengo mi grupo de alumnos, con los que celebro discretas reuniones fuera del campus. Pero si fuésemos realmente expulsados de la vida pública, la tecnología fracasaría y las Universidades perderían su prestigio dentro de la galaxia. Cabe presumir, dada la estupidez de los seres humanos, que la perspectiva de un suicidio intelectual no les privaría de manifestar su odio, pero la Fundación nos apoya. Por consiguiente, constantemente somos objeto de censuras, mofa y denuncias…, pero nunca nos tocan.

—¿Es la oposición popular la que le impide decirnos dónde está la Tierra? —preguntó Trevize—. ¿Teme que, a pesar de todo, el sentimiento antiescéptico pueda volverse peligroso si va usted demasiado lejos?

Deniador sacudió la cabeza.

—No. La situación de la Tierra es desconocida. No les oculto nada por miedo, ni por ninguna otra razón.

—Pero —dijo Trevize en tono apremiante—, en este sector de la galaxia, hay un número limitado de planetas que poseen las características físicas necesarias para la habitabilidad; aunque la mayor parte son inhabitables y están deshabitados, y, sin embargo, ustedes los conocen. ¿Resultaría tan difícil explorar el sector en busca de un planeta que sería habitable si no fuese radiactivo? Además, dicho planeta se hallaría circundado por un gran satélite. Con su radiactividad y un gran satélite, la Tierra sería inconfundible y no podría pasar inadvertida a quien la buscase. La cosa podría requerir algún tiempo, pero esto representaría la única dificultad.

—La opinión de los Escépticos es —dijo Deniador—, naturalmente, que la radiactividad de la Tierra y su gran satélite no constituyen más que dos simples leyendas. Creemos que buscar la Tierra es pedir peras al olmo.

—Tal vez, pero eso no debería impedir a Comporellon intentar la búsqueda, al menos. Si encontrasen un mundo radiactivo del tamaño adecuado para la habitabilidad, y con un gran satélite, esto prestarla una enorme credibilidad a las leyendas comporellianas en general.

Deniador se echó a reír.

—Es posible que Comporellon no lo busque por esa misma razón. Si fracasase, encontrándose una Tierra visiblemente distinta de la que la leyenda cuenta, ocurriría todo lo contrario: las leyendas comporellianas, en general, quedarían desacreditadas y serían objeto de las burlas de todos. Comporellon no puede arriesgarse a esto.

Trevize no respondió enseguida, pero después insistió.

—Además, aunque prescindamos de estas dos peculiaridades, si, es que existe esta palabra en galáctico, la radiactividad y un gran Satélite, hay una tercera que debe existir, con independencia de las leyendas. En la Tierra tiene que haber una vida floreciente de diversidad increíble, o los restos de ésta, o, al menos, testimonios fósiles de que alguna ha existido allí.

—Consejero —dijo Deniador—, aunque Comporellon no haya realizado ninguna expedición organizada en busca de la Tierra, no tenemos ocasión de viajar por el espacio y, ocasionalmente, recibimos noticias de naves que, por alguna razón, se han desviado de la ruta prevista. Como ustedes sabrán, los Saltos no siempre son perfectos. Sin embargo, nunca se nos ha informado de la existencia de algún planeta de propiedades parecidas a las de la legendaria Tierra, o que esté rebosante de vida. Tampoco es probable que alguna nave aterrice en lo que parece un planeta deshabitado, para que su tripulación pueda ir en busca de fósiles. Por consiguiente, si en miles de años no se ha recibido información de nada parecido, debo entender que la localización de la Tierra es imposible, ya que no existe tal Tierra a localizar.

—Pero la Tierra tiene que estar en alguna parte —repuso Trevize contrariado—. En algún lugar debe haber un planeta en el que la humanidad y todas las formas conocidas de vida asociadas a ella evolucionaron. Si la Tierra no se encuentra en este sector de la galaxia, tiene que estar en otro lugar.

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