Bliss se echó a reír.
Trevize le dirigió una rápida mirada.
—Es verdad. Eso fue lo que nos dijeron.
—No lo niego. Pero resulta divertido. Desde luego, es lo que nosotros deseamos que crean. Lo único que pedimos es que nos dejen en paz, ¿y dónde podemos hallarnos más tranquilos y más seguros que en el hiperespacio? Si no nos encontramos allí, es como si lo estuviésemos, mientras la gente lo crea.
—Sí —repuso secamente Trevize—, y de la misma manera, existe algo que obliga a la gente a creer que la Tierra no existe, o que está muy lejos, o que tiene una corteza radiactiva.
—Salvo que los comporellianos creen que se encuentra relativamente cerca de ellos —añadió Pelorat.
—Pero, en todo caso, le dan una corteza radiactiva. Por una u otra razón, todos los pueblos que tienen una leyenda sobre la Tierra consideran que no se puede llegar a ella.
—Así es, más o menos —dijo Pelorat.
—En Sayshell —prosiguió Trevize—, muchos creían que Gaia estaba cerca; incluso algunos identificaban su estrella correctamente, y, sin embargo, la consideraban inaccesible. Quizás haya comporellianos que insistan en que la Tierra es radiactiva y está muerta, pero que puedan identificar su estrella. En tal caso, nosotros nos dirigiremos hacia ella, por muy inaccesible que la consideren. Esto fue exactamente lo que hicimos en el caso de Gaia.
—Gaia estaba dispuesta a recibiros, Trevize —dijo Bliss—. Estabais impotentes en nuestras manos, mas nosotros no quisimos haceros daño. Y si también la Tierra es poderosa, pero no benévola como nosotros, ¿qué pasará entonces?
—En todo caso, debo intentar llegar a ella y aceptar las consecuencias. Pero ésta es mi tarea. En cuanto localice la Tierra y me dirija hacia ella, será el momento en que vosotros podréis marcharos. Os dejaré en el mundo más próximo de la Fundación u os llevaré a Gaia de nuevo, si insistís en ello, y continuaré mi viaje solo.
—Mi querido amigo —dijo Pelorat, con evidente disgusto—. ¿Cómo puedes decir eso? Yo no soñaría siquiera en abandonarte.
—Ni yo en abandonar a Pel —añadió Bliss, alargando una mano para rozar la mejilla de Pelorat.
—Está bien, entonces. No tardaremos mucho en estar en condiciones de dar el Salto a Comporellon y después esperemos que el siguiente sea… a la Tierra.
Bliss penetró en su cámara.
—¿Te ha dicho Trevize que vamos a dar el Salto hacia el hiperespacio en cualquier momento? —preguntó.
Pelorat, que estaba inclinado sobre su disco visual, levantó la cabeza.
—En realidad —respondió—, sólo se asomó y me dijo: «dentro de media hora».
—No me gusta pensar en ello, Pel. Nunca me ha gustado el Salto.
Me causa una sensación extraña que me revuelve por dentro.
Pelorat pareció un poco sorprendido.
—No había pensado en ti como viajera espacial, Bliss, querida.
—Y no lo soy, y con ello no quiero significar que esto sólo me afecte como componente. La propia Gaia no tiene ocasión de realizar viajes espaciales regulares. Por «mi-nuestra-de Gaia» naturaleza, «yo-nosotros-Gaia» no exploramos, ni comerciamos, ni hacemos excursiones en el espacio. Sin embargo, es necesario enviar a alguien a las estaciones de entrada…
—Como cuando tuvimos la suerte de conocerte.
—Sí, Pel —le dijo con una afectuosa sonrisa—. O incluso tenemos que visitar Sayshell y otras regiones estelares por diversas razones…, clandestinas por lo general. Pero, clandestinamente o no, siempre significa el Salto y, desde luego, cuando cualquier parte de Gaia salta, toda Gaia lo siente.
—Mal asunto —dijo Pel.
—Podría ser peor. La gran masa de Gaia no efectúa el Salto, por lo que su efecto resulta sumamente diluido. Pero yo parezco sentirlo con mucha más intensidad que la mayoría de Gaia. Como muchas veces he dicho a Trevize, aunque todo lo de Gaia es Gaia, los componentes individuales no son idénticos. Tenemos nuestras diferencias, y mi constitución es, por alguna razón, particularmente sensible al Salto.
—¡Espera! —dijo Pelorat, recordando de pronto—. Trevize me lo explicó una vez. Es en las naves corrientes donde se sufre la peor sensación. En esas naves, uno abandona el campo de gravitación galáctico al entrar en el hiperespacio, y vuelve a él al regresar al espacio ordinario. La salida y el regreso son los que producen la sensación. Pero la
Far Star
pertenece a una serie de naves gravíticas. Es independiente del campo de gravitación y no se mueve realmente de él. Por esa razón, no sentimos nada. Puedo asegurártelo, querida, por experiencia personal.
—Eso es estupendo. Ojalá hubiese pensado en hablar contigo de este asunto. Me habría ahorrado muchos temores.
—También tiene otra ventaja —añadió Pelorat, satisfecho de su desacostumbrado papel como comentarista de materias astronáuticas—. Las naves ordinarias tienen que apartarse a gran distancia de las grandes masas, como las estrellas, para dar el Salto. La razón es, en parte, que cuanto más cerca se hallen de una estrella, el campo de gravitación será más intenso, y más pronunciada la sensación del Salto. Además, cuanto más intenso sea el campo gravitatorio, tanto más complicadas resultarán las ecuaciones que deberán resolver para realizar el Salto con seguridad y terminar en el punto del espacio ordinario al que se quiere llegar.
»En cambio, en una nave gravítica, no hay sensación de Salto digna de mención. Además, el ordenador de esta nave es mucho más avanzado que los ordinarios y puede resolver cualquier ecuación, por muy complicada que sea, con habilidad y rapidez inusitadas. Como resultado de todo ello, en vez de tener que alejarse de una gran masa durante un par de semanas a fin de alcanzar una distancia segura y cómoda para el Salto, la
Far Star
sólo necesita viajar dos o tres días. Esto ocurre, sobre todo, porque no estamos sujetos a un campo gravitatorio y, por consiguiente, a los efectos de la inercia y podemos acelerar con mucha más rapidez que lo haríamos en una nave ordinaria. Confieso que no lo entiendo, pero es lo que Trevize me dice.
—Es algo magnifico —se entusiasmó Bliss —y hay que reconocer que Trev tiene mucho mérito por saber manejar una nave tan extraordinaria como ésta.
Pelorat frunció ligeramente el ceño.
—Por favor, Bliss, di «Trevize».
—Ya lo hago, ya lo hago. Aunque, en su ausencia, me relajo un poco.
—No lo hagas. No debes ceder a tu costumbre en absoluto, querida. Él es muy susceptible a este respecto.
—No sobre eso, lo es en lo que respecta a mí. No le gusto.
—Eso no es cierto —dijo Pelorat ansioso—. Le he hablado sobre ello. No, no me frunzas el ceño. Mostré un tacto extraordinario, niña querida. Y él me aseguró que no le disgustas. Recela de Gaia, y lamenta el hecho de tener que hacerlo por el futuro de la Humanidad. En eso no podemos hacer concesiones. Pero lo superará poco a poco cuando vaya comprendiendo las ventajas de Gaia.
—Espero que sea así, pero no sólo se trata de Gaia. A pesar de cuanto él te diga, Pel, y recuerda que te quiere mucho y no desea herir tus sentimientos, mi persona le disgusta.
—No, Bliss. Él no es así.
—No todo el mundo está obligado a quererme porque tú me ames, Pel. Deja que me explique. Trev…, está bien, Trevize…, piensa que soy un robot.
Una expresión de estupefacción se pintó en el semblante ordinariamente impávido de Pelorat.
—Es imposible —dijo—. Él no puede pensar que eres un ser humano artificial.
—¿Por qué te resulta tan sorprendente? Gaia fue colonizada con la ayuda de robots. Es un hecho sabido.
—Los robots pueden ayudar, como las máquinas pueden hacerlo, pero fueron personas quienes colonizaron Gaia, personas de la Tierra.
Esto es lo que Trevize piensa. Sé que lo piensa.
—No hay nada acerca de la Tierra en la memoria de Gaia, como os dije a Trevize y a ti. En cambio, en nuestras más viejas memorias, incluso después de tres mil años, permanecen algunos robots dedicados a terminar la tarea de convenir a Gaia en un mundo habitable. En aquella época, también estábamos formando a Gaia como una conciencia planetaria; eso costó mucho tiempo, mi querido Pel, y ésta es otra de las razones de que nuestros más antiguos recuerdos aparezcan confusos, y quizá no fueron borrados por causa de la Tierra, como Trevize piensa…
—Sí, Bliss —dijo ansiosamente Pelorat—, pero, ¿qué me dices de los robots?
—Bueno, cuando Gaia fue formada, los robots se marcharon. No queríamos una Gaia en la que hubiese robots, porque estábamos, y estamos, convencidos de que un componente robótico resulta, a la larga, perjudicial para una sociedad humana, tanto si ésta es de naturaleza aislada como si es planetaria. No sé cómo llegamos a una conclusión así, pero puede que estuviese basada en sucesos que se remontan a una época particularmente primitiva de la Historia de la Galaxia, de modo que la memoria de Gaia no puede recordarlos.
—Si los robots se marcharon…
—Sí, pero, ¿y si quedó alguno? ¿Y si yo fuese uno de ellos, tal vez de quince mil años de edad? Trevize sospecha esto.
Pelorat sacudió la cabeza lentamente.
—Pero no lo eres —dijo.
—¿Estás seguro de ello?
—Por supuesto que sí. Tú no eres un robot.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé, Bliss. No existe nada artificial en ti. Lo sé mejor de lo que nadie puede saberlo.
—¿No es posible que sea tan perfectamente artificial, en todos los aspectos, que nada pueda distinguirme de un ser natural? Si fuese así, ¿cómo podrías saber lo que me diferencia de un ser humano verdadero?
—No creo posible que sea tan perfectamente artificial —dijo Pelorat.
—¿Y si fuese posible, a pesar de lo que piensas?
—Sencillamente, no lo creo.
—Entonces, considerémoslo como un caso hipotético. Si yo fuese un robot indistinguible, ¿qué impresión te produciría?.
—Bueno, yo… yo…
—Concretemos. ¿Qué sentirías al hacer el amor a un robot?
Pelorat chascó de pronto los dedos medio y pulgar de la mano derecha.
—Mira, hay leyendas de mujeres que se enamoraron de hombres artificiales, y viceversa. Siempre pensé que había una significación alegórica en ello y nunca me imaginé que los cuentos pudiesen representar la verdad. Desde luego, Golan y yo nunca habíamos oído la palabra «robot» hasta que aterrizamos en Sayshell, pero, ahora que pienso en ello, aquellos hombres y mujeres artificiales tuvieron que ser robots. Por lo visto, tales robots existieron en los primitivos tiempos históricos. Y eso significa que las leyendas deberían ser reconsideradas.
Se sumió en un silencio reflexivo. Bliss, después de esperar un momento, dio unas súbitas y fuertes palmadas. Pelorat se sobresaltó.
—Querido Pel —dijo Bliss—, te estás valiendo de la mitografía para soslayar el tema. La cuestión es: ¿Qué sentirías al hacer el amor a un robot?
Él la miró, inquieto.
—¿Un robot realmente indistinguible? ¿Un robot que no se pudiese diferenciar de un ser humano?
—Sí.
—Me parece que un robot, indistinguible de un ser humano, es un ser humano. Si tú fueses un robot de esa clase, sólo serías un ser humano para mí.
—Es lo que deseaba oírte decir, Pel.
Pelorat esperó y después dijo:
—Entonces, ya que lo he dicho, querida, ¿no vas tú a decirme que eres un ser humano natural y que no necesito considerar situaciones hipotéticas?
—No haré tal cosa. Tú has definido el ser humano como un objeto que tiene todas las propiedades de un ser humano. Si estás convencido de que yo tengo todas esas propiedades, entonces, la discusión acabó. Tenemos la definición operacional y huelga todo lo demás. A fin de cuentas, ¿cómo puedo yo saber que tú no eres más que un robot indistinguible de un ser humano?
—Porque yo te digo que no lo soy.
—¡Ah! Pero si fueses un robot indistinguible de un ser humano, podrías haber sido diseñado para decirme que eres un ser humano, o incluso haber sido programado para que tú mismo lo creyeses. La definición operacional es lo único que tenemos, y todo lo que podemos tener.
Rodeó el cuello de Pelorat con los brazos y lo besó. La caricia se hizo más apasionada y se prolongó hasta que Pelorat consiguió decir, con voz un poco ahogada:
—Le prometimos a Trevize que no íbamos a molestarle convirtiendo esta nave en refugio para nuestra luna de miel.
—Dejémonos llevar y no perdamos el tiempo pensando en promesas —repuso Bliss, zalamera.
—Pero yo no puedo hacer esto, querida —dijo Pelorat, bastante confuso—. Sé que te molestará, Bliss, pero, por naturaleza, soy contrario a dejarme llevar por la emoción. Es un hábito de toda la vida, quizá muy fastidioso para los demás. Nunca viví con una mujer que no lo desaprobase, más pronto o más tarde. Mi primera esposa… Pero supongo que sería inadecuado comentar estas cosas…
—Bastante inadecuado, sí, pero no fatalmente inapropiado. Tú tampoco eres mi primer amante.
—¡Oh! —dijo Pelorat, un poco desconcertado; pero al ver la sonrisa de Bliss, prosiguió—: Quiero significar que es natural. Yo no puedo decir que haya sido… Bueno, el caso es que a mi mujer no le gustaba eso.
—Pues a mí sí. Encuentro que tu reflexión constante resulta muy atractiva.
—No puedo creer eso, pero ahora pienso otra cosa. Robot o ser humano, importa poco. Hemos convenido en ello. Sin embargo, yo soy un Aislado, y tú lo sabes. No formo parte de Gaia y, cuando intimamos, tú estás compartiendo emociones fuera de Gaia, incluso cuando me dejas participar en Gaia por un breve período, y, entonces, la emoción no puede ser tan intensa como la que experimentarías si fuese Gaia amando a Gaia.
—Amarte, Pel —dijo Bliss—, tiene su propio encanto. No aspiro a nada más.
—Pero no sólo se trata de que tú me ames. Tú no eres únicamente tú. ¿Y si Gaia lo considera una perversión?
—Si lo considerase así, yo lo sabría, pues yo soy Gaia. Y cuando gozo contigo, Gaia también. Al hacer el amor, toda Gaia comparte la sensación en diferentes grados. Si digo que te amo, significa que Gaia te ama, aunque sólo la parte que yo soy representa el papel inmediato. Pareces confuso.
—Como soy un Aislado, Bliss, no acabo de captar esto.
—Siempre se puede formar una analogía con el cuerpo de un Aislado. Cuando tú silbas una tonada, todo tu cuerpo, el organismo que eres tú, desea silbarla, pero la inmediata tarea de hacerlo está encomendada a tus labios, a tu lengua y a tus pulmones. El dedo gordo de tu pie derecho no hace nada.