—¿No lo ves? ¿Ese punto en la distancia?
(Claro que no lo veo, cabeza de chorlito.)
—¿Qué tiene de interesante? —
(¡No me imagino qué puede ser tan inte
resante como interrumpir lo que quizá sean los últimos momentos que pase
mos juntos!)
—Estoy mirando un identificador de radar que lleva los emblemas de la
Alada Carroza de Fuego.
(Me retracto. Eso es interesannte. Un poco.)
—¡La
Alada Carroza de Fuego
es el yate privado de Helión!
—Está atracando en el
Vulcano,
su batisfera solar. Mira. Las células de combustible de la estación se están alineando para recibirlo. Están enviando más células.
(¿Qué demonios hace Helión aquí?)
—¿Qué cuernos hace Helión aquí? —
(Apuesto a que tú tampoco lo sabes, ¿verdad, querido?)
—No lo sé.
(Qué te dije.)
—Faltan sólo trece días para la Gran Trascendencia. ¿Por qué no está en la Tierra, con los Pares, preparándose?
—No lo sé.
(Ya me lo has dicho, querido. ¿Qué tal un beso de despedida…? ¿Y cómo saco el tema sin ahuyentarte?)
Dafne se acercó a Faetón.
—Sabes, querido, pensaba que las cosas serían menos confusas, menos peligrosas, una vez que te rescatara. ¡Pero ahora todo es peor que nunca…!
Él se volvió hacia ella, alzando las manos como para abrazarla y confortarla, cuando Sigluvafnir regresó a la habitación.
—Al exiliado que se llama Faetón… Vafnir, bajo protesta y sólo con el propósito de aclarar ciertos asuntos legales, convendrá en verte ahora.
Faetón se volvió hacia Dafne.
—Me temo que debemos decir adiós. Quizá no tenga otra oportunidad de verte antes de que me manden a mi nave. Es decir, la nave que antes era mía. Hay en mi corazón muchas cosas que deseo decir…
—¡Venga! —urgió Sigluvafnir—. ¡No hay tiempo que perder! Si deseas ver a Vafnir, ahora es ahora, y luego es demasiado tarde.
—Debemos disponer qué será de ti. Poner la cápsula en una órbita de microconsumo y mantener la señal encendida. Enviaré una nave asistente desde la
Fénix,
si puedo. Aún espero que Radamanto o tu Estrella Vespertina puedan hacer algo, aunque no sé bien qué.
Dafne sonrió.
—Sé adonde voy. Estaré bien. Marcha a tu batalla y mata a tu monstruo negro sin preocuparte por mí. Acabo de comprender que tengo… cómo decirlo… ciertos asuntos legales propios que debo aclarar. Hay algo que necesitas de Helión, y creo que sé cómo conseguirlo.
La postura de Faetón reveló sorpresa. Sabía que Dafne había concebido odio por Helión. ¿Por qué querría hablarle?
—Él no te recibirá.
—Claro que me recibirá. ¡Sé cómo encargarme de ello! —Dafne sonrió—. Faltan trece días para la Gran Trascendencia, ¿verdad? Ello significa que aún tiene vigencia la Mascarada.
Sigluvafnir lanzó una última advertencia. No había más tiempo para palabras. Faetón extendió la mano.
(¡Estrecharme la mano! Si intentas estrecharme la mano, te arrancaré el brazo y te mataré a golpes con él)
—Buena suerte —dijo Faetón.
Dafne sonrió.
(Tienes suerte de estar usando una armadura invulnerable, apestoso saco de desechos médicos. ¡De lo contrario, sufrirías contusiones múltiples infligidas por un brazo sangrante!)
Puso elegantemente la mano en la palma del guantelete.
—Eres muy amable al preocuparte por mí, señor mío. Estoy muy agradecida por toda atención que puedas brindarme, alejándote de tus demás inquietudes.
Faetón le tiró de la mano para estrecharla en sus brazos. A pesar del traje, ese fuerte abrazo la dejó sin aliento, y ella lo apretó tanto como la tela permitía.
—Regresaré a por ti —le susurró Faetón al oído.
Luego partió.
Dafne se quedó mirándolo, los ojos brillantes de amor, olvidando todo lo demás.
Faetón, resplandeciente en su armadura, flotaba sin peso dentro del dodecaedro axial de visitas en pleno centro de la Estación Equilateral de Mercurio. Lo rodeaban anchas y blancas extensiones de casco pentagonal. Uno de los pentágonos mostraba el paisaje que se veía por una ventana. En la ventana, como una espada áurea contra un fondo de terciopelo negro, se extendía una imponente imagen de la
Fénix Exultante.
Su nave.
Por respeto a las convenciones estéticas Gris Plata, o en realidad, por burla, uno de los otros pentágonos estaba designado como piso y el opuesto era techo. El «techo» alumbraba con luz directa, en vez de la luz indirecta que requería la tradición espacial. Más aún, era la luz directa de la órbita solar de Mercurio, así que Faetón tuvo que adaptar sus centros de visión.
Más burlas: mobiliario Victoriano, sillas y futones donde nadie podía sentarse en microgravedad, estaban aferrados al «piso» encima de una alfombra costosa. Antimacasares que giraban lentamente flotaban sobre las sillas. Un servicio de té flotaba en las cercanías, con una bola de té caliente, sujeta principalmente por su tensión de superficie pero con satélites de gotas alrededor de la tetera de plata. Rodantes tazas de porcelana habían volado en dirección de las corrientes de ventilación. Por suerte la azucarera contenía terrones, no azúcar en polvo.
Las otras mamparas observaban una estética no estándar. Objetos de uso desconocido, como extrañas velas semiderretidas, cristalería en rotación o telarañas de luz láser, titilaban en las mamparas, extendiendo jirones de luz o sombra hacia el centro de la cámara.
En el centro del dodecaedro, a poca distancia de Faetón, rugía un cilindro giratorio de llamas y energía pulsátil. Era Vafnir. El haz de fuego se extendía de un lado al otro de la enorme cámara.
También había otras dos entidades de menor tamaño, empequeñecidas por Vafnir: una opaca esfera verde oliva en Estética Objetiva, representando a los abogados del Tribunal de Quiebras; y una gota de metal negro, con impulsores magnéticos y guantes manipuladores en cada eje, rodeando un estuche cerebral en el cual se había descargado Neo Orfeo, o quizá uno de sus parciales, para representar al Colegio de Exhortadores.
En una mano Faetón sostenía un anillo de crédito. El circuito de la piedra había memorizado los números y la posición de millones de segundos de circulante temporal. Señaló la esfera opaca. Un haz del anillo estableció un circuito con un punto de la esfera; el intercambio de dinero se registró.
Dentro del anillo también estaban grabados los contratos y el acuerdo entre él y los neptunianos, ahora propietarios de la nave estelar, mostrando que él actuaba como representante de ellos en este asunto, estaba acreditado como piloto y agente de la
Fénix Exultante,
y tenía órdenes, una vez completadas las reparaciones y chequeos definitivos, de transportar la nave, con él mismo al timón, a la embajada neptuniana de la estación troyana.
Su armadura detectó un rápido intercambio de señales entre Vafnir, Neo Orfeo y los abogados del Tribunal, un cuantioso volumen de información comprimido en borbotones breves. Podría haber intervenido las líneas para fisgonear la conversación, pero ya conocía la esencia. El airado Vafnir y el impávido Neo Orfeo trataban de encontrar alguna escapatoria, alguna demora, alguna grieta en el férreo contrato original entre Faetón y Vafnir. Pero ese contrato no contenía la cláusula de escape normal que permitía que una parte quedara excusada de sus deberes si la otra parte sufría una interdicción de los Exhortadores. Doscientos años atrás, cuando se había redactado el contrato, Faetón, que planeaba partir de la Ecumene Dorada, no había previsto la necesidad de esa cláusula, y había insistido en su exclusión.
—Bien, pues —dijo Faetón—, se requiere oficialmente que uno de vosotros, por ley, me informe de que mi deuda con Vafnir está saldada, y que él cumplirá con los deberes contractuales restantes. Afortunadamente, los almacenes y factorías orbitales de Vafnir están, según recuerdo, dentro del casco, por facilidad de construcción. Bastarán unas cien horas para cargar a bordo el combustible restante y poner en su sitio los segmentos del casco que empezasteis a desmantelar. Exijo que la
Fénix Exultante
sea restaurada según las condiciones especificadas, que quede limpia y bruñida, sin indicios de marcas de herramientas, descuido o escombros. Ahora bien, ¿quién de vosotros afrontará una vida de exilio para decirme estas cosas? Mejor aún, ¿quién de vosotros será arrestado por los alguaciles por no decírmelas?
El altavoz de Neo Orfeo despertó con un gemido.
—El exilio de los Exhortadores no se aplica a quienes, por ley, están obligados a tratar contigo, ni por comentarios limitados estrictamente a asuntos legales. Sólo se prohíben los comentarios gratuitos.
Faetón miró a la gota con hostilidad.
—Ése ha sido un comentario gratuito. Gracias por acompañarme en el exilio.
Había algo vergonzoso en el hecho de que Neo Orfeo hubiera sido, en una época, el mismo Orfeo que inspiró el movimiento romántico moderno, y que hubiera encabezado el equipo que inventó la tecnología para preservar el alma humana intacta después de la muerte corporal; era vergonzoso que hoy en día escogiera vivir en cuerpos tan feos. Ese robot rudimentario con forma de pirámide no observaba la Estética Objetiva ni ninguna otra. Era tosco, funcional, totalmente inhumano.
—Mi último comentario era permisible —dijo Neo Orfeo—, pues se incluye entre aquellas declaraciones que son necesarias para terminar prontamente nuestros asuntos.
—Ah. Pero ahora debo preguntar si el comentario que explica esto último es gratuito… Sin duda era innecesario. ¡Bienvenido al exilio!
Neo Orfeo no se dignó responder.
—¡Faetón! —dijo Vafnir—. Con el propósito de terminar rápidamente con el contrato, y con el propósito de reducir al mínimo nuevas interacciones, por el presente acto no sólo te entrego los materiales que me compraste, sino también los almacenes y los robots obreros que trabajan en ellos, la dotación laboral básica, los supervisores, parciales, infórmatums de decisión, todo. Te entrego, como obsequio gratuito, sin garantía, todos los operarios que necesitarás para llevar a cabo esta labor. Son tuyos. Ellos cargarán, equiparán y limpiarán tu descabellada nave según tus órdenes, pero luego no seré responsable de sus actos. ¿Admites que esto satisface todas mis obligaciones contractuales hacia ti?
Una ventana se abrió en una cubierta de la izquierda y mostró una vista desde un punto del espacio cercano a la
Fénix Exultante.
Aun mientras miraba, Faetón vio chispazos de luz que salían velozmente de los almacenes, y vio la primera de las muchas esferas de combustible, como una hilera de perlas, que emergían y se deslizaban por el espacio hacia la nave que esperaba.
A babor y estribor de la titánica nave, otros almacenes abrieron sus puertas. Una segunda hilera de perlas se unió a la primera, luego una tercera, luego una veintena, un centenar. Las vastas dársenas y depósitos de combustible de la
Fénix Exultante
despertaron a la vida para recibir esas dádivas.
Las luces de tráfico se encendieron, rojo a babor, verde a estribor, blanco resplandeciente a lo largo de la quilla. La nave renacía.
—No imagines que has obtenido una victoria sobre nosotros, Faetón —dijo Neo Orfeo con voz glacial.
—Querido amigo, no la imagino. Estoy viéndola.
En la ventana, aparecieron remolcadores orbitales que guiaban los kilométricos lingotes de admantio dorado, uno tras otro, hacia las aberturas y orificios del vasto casco blindado.
En silencioso caudal, toneladas de material, combustible, cerebros de navegación, biomateriales y tramos de casco comenzaron a caer como suave nieve hacia las puertas doradas que se abrían de par en par para recibirlos.
Despierta, mi
Fénix, dijo Faetón en su corazón,
para traer vida a mun
dos muertos. ¿Cómo alguien podría temer a una nave tan noble y exquisita
como tú?
Sólo entonces notó cuánto se parecía a la hoja de una espada… lustrosa, bella, mortífera. Comprendió que sería muy fácil, abrumadoramente fácil, usar su poder creador de mundos para destruirlos. (Y no le complació sentirse tan complacido con ese pensamiento.)
Ahora que los robots de transporte y carga le pertenecían, a diferencia del material de la
Fénix Exultante
(que pertenecía a Neoptolemo), podía enviarlos adonde quisiera y para cualquier tarea que quisiera.
Sólo necesitaba una orden mental para entregar la propiedad legal de medio centenar de ellos a Dafne. Al menos ella dispondría de varios remolcadores y naves auxiliares, con combustible, soporte vital y cerebros de navegación. Al menos podría partir de la estación en algo más cómodo que una cápsula.
Y él podría partir a la
Fénix Exultante.
Su nave.
Faetón colgaba en el espacio, con una lanza de reacción en la mano, poesía en el corazón, una visión áurea en los ojos. Estaba treinta kilómetros a popa de la superestructura principal, observando desde cien puntos de vista simultáneos mientras se completaba la carga.
Al margen de lo que dictara la ley, ésta era su nave, un sueño hecho realidad, en admantio dorado, antimateria, energía, fibrocarbono, acero molecularmente reforzado.
Como no tenía respaldo de la Mentalidad, debía inspeccionar la gran nave usando los protocolos diseñados originalmente para reaprovisionarse de combustible en sistemas estelares distantes.
El casco dorado era inmune a cualquier señal electromagnética, y él no tenía tantas naves asistentes como lo exigía el diseño original; en vez de enviar una señal de un remoto al otro, y conectar su mente a operarios y micromaniquíes en cada lado de la nave al mismo tiempo, tenía que desplazarse físicamente de un lado de la nave al otro y obtener contacto visual con cualquier sistema o escuadra de robots con la cual quisiera hablar, comulgar, o mentalizar.
Era tosco y primitivo, y él debía encargarse personalmente de muchas tareas. A veces movía su lanza y descendía a la superficie de la nave para observar el progreso del trabajo con sus propios ojos, o tocar el casco dorado con la mano. Inspeccionaba, chequeaba, probaba, revisaba. Era un proceso insufriblemente arcaico, como si alguien de fines de la Cuarta Era, después de la invención de la robótica autorregulada Von Neumann, súbitamente tuviera que tallar una canoa a partir de un tronco con un hacha de piedra y con sus propias manos, o como si alguien de la Sexta Era tuviera que manifestar una cápsula de pseudomateria usando sólo los elementos no artificiales de la tabla periódica original. Era arcaico. Era hermoso. Faetón estaba enamorado.