Fabulosas narraciones por historias (52 page)

—¿Os habéis dado cuenta de que el Gobierno de la República está formado por tipejos de tertulia, por los mismos anormales que llevaban la Residencia? Estamos llegando al límite. Yo siempre lo he dicho: la dialéctica está bien como primer instrumento de comunicación, pero cuando se ofende a la justicia o a la patria, no hay más dialéctica que la dialéctica de las hostias. Los intelectuales y los oligarcas son los menos adecuados para dirigir la patria. Hay que huir de ellos como de la mierda. España ahora mismo lo que necesita es acción, hombres vigorosos que actúen mucho y reflexionen poco. El intelectual y el oligarca burgués detestan la acción; son seres sin sangre y sin alma, especies en las que el entusiasmo ha sido mutado por la razón o por el dinero. ¿Quiénes realizan las hazañas en la historia? Los bribones, los criminales, los estúpidos, los insolventes, la hez del género humano, no las luminarias de la filosofía.

Brindaron y brindaron por la hija de Santos, por su elogio de la mediocridad y por el elogio de la acción y de la ultraviolencia que acababa de entonar Martini. Empezaban a morirse de risa, como en los viejos tiempos. Pidieron más champán, y Martini dijo que a él le apetecía tomarse una
mousse au chocolat.
A Patricio también. A Santos también. Brindaron por la
mousse au chocolat.
Tomó la palabra Patricio.

—Para mí el mal endémico de nuestra España se llama Ortega y Gasset. ¿Qué os parece si esta noche vamos a su casa, violamos a su esposa, a sus hijas y a él le damos por el culo?

Santos y Martini se reían. Martini dijo que por el culo él no le daba, pero que echarle una meada y una cagada, sí que se las echaría con gusto. Se rieron más.

—Acepto —dijo Pátric—. Yo, que soy el maricón, le doy por el culo, y vosotros le cagáis encima. Bueno, tú, Santos, puedes cepillarte a su mujer, si es que todavía te siguen gustando las mujeres maduras.

Santos se reía y no dejaba de pensar en su hija. Él no se podía creer que estuvieran hablando en serio. Patricio no sabía si Martini hablaba en serio, pero él, desde luego, sí. ¿Por qué no iba a estar él hablando en serio?, preguntó indignado Martini. Ya no tenían edad para ir haciendo gamberradas por ahí, opuso Santos. No se trataba de hacer una gamberrada, sino un acto de patriotismo, su última acción revolucionaria. ¿Se daba cuenta de lo que significaba desvirgar el culo de Ortega? Santos se reía y, debía reconocerlo, estaba a punto de decir que sí cuando se acercó una pareja de recién casados y le preguntaron a Patricio si él era Patricio Cordero. Patricio contestó que sí, y ellos le preguntaron si podía, por favor, firmarles el ejemplar de
Riquezas y pobrezas
que acababan de comprar. El camarero les sirvió en ese momento las
mousses au chocolat
y más champán. Santos aprovechó la interrupción para volver a hacerse fuerte. Mejor se iban de putas, ¿qué les parecía? Él invitaba. Santos, le dijeron, eres un aburrido. No se trata de follar ni de divertirse, sino de recordar los viejos tiempos ¿Y qué mejor modo de recordarlos que haciendo una pequeña fiesta con el incansable luchador por la europeización cultural de España? Verás qué risa, predijo Martini. Bebieron y bebieron champán. Finalmente vencieron la resistencia de Santos, que, a cada paso, recordaba que tenía una hija, y eso le daba nuevos bríos y notaba un destello de felicidad, que, como una bengala de S.O.S., iluminaba su existencia toda y la de sus amigos durante un breve pero intenso periodo de tiempo. Alguien se acercó a la mesa de nuevo. Santos pensó que eran camareros y levantó la cabeza para pedir otra botella. Pero no eran camareros, sino dos tipos famélicos y amarillentos que iban a pedirle otro autógrafo a Patricio. Uno de ellos, muy bajo, casi un enano, mostraba un labio partido, y el otro, algo más alto, lucía la cara de los hijos de puta: la nariz afilada y los ojos saltones. A Santos le extrañó ver con tanta claridad en la penumbra del restaurante cómo el enano extraía del interior de su gabardina no un ejemplar de algún libro de Patricio, sino un revólver, y cómo lo colocaba en la nuca de Martini, que les daba la espalda y sonreía, ajeno a lo que estaba sucediendo, deleitándose con su
mousse au chocolat.
Entonces Patricio, que lo había percibido todo con la misma luminosidad extraña, dio un grito y se abalanzó sobre el enano. Nadie supo decir si el disparo como un cañonazo se oyó antes o después de que los dos cayeran al suelo. Debió de ser antes porque Martini sintió la bala chamuscando su piel primero y percibió cómo quebraba el occipital y astillaba el hueso. Sus sesos estaban mucho más calientes que el proyectil porque notó su punta fría sesgando la masa gris como un cuchillo que abre una gelatina. Pensó, qué ganas de cagar me han entrado de repente, coño; y luego su cabeza se desplomó sobre la crema de chocolate. Lo que sucedió a partir de aquí ya no lo vio. La gente se puso en pie y comenzó a gritar; unos salieron despavoridos y otros se tiraron al suelo. Mientras Patricio machacaba a hostias al enano, su compañero, el hijo de puta, intentó huir, pero Santos salió tras él y le alcanzó sin dificultad frente a las Cortes. Entonces, aquel alfeñique sacó otro pistolón y se lo puso a Santos en el pecho.

—No seas gilipollas, que te mato —le dijo. Pero Santos tenía toda la sangre en la cabeza y no veía nada. Le desarmó de un manotazo, le derribó de otro y saltó sobre él mil veces, hasta hundirle el pecho. Y sólo entonces cayó en la cuenta de que podían haberles matado a Martini y volvió corriendo al restaurante. El enano parecía muerto. Su cara era un amasijo de huesos y carne sanguinolenta. Un poco más allá Patricio estaba sentado en el suelo, rodeado de personas silenciosas. Lloraba desconsolado y apretaba contra su pecho la cabeza ensangrentada de Martini muerto, que tenía el morrillo lleno de
chocolat.

«La verdad es a menudo desagradable, pero eso no justifica nunca que se oculte o que sencillamente no se diga. Hay que decirla, y me duele como al primero: fue la República, en la que todos confiábamos —incluidos nosotros mismos—, la que, presionada por los comunistas, comenzó a expropiar arbitrariamente inmuebles y terrenos. Mientras tanto, los problemas realmente graves que tenía España quedaban sin solución. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a convivir con las muertes, con los asesinatos, con la violencia gratuita y con los incendios de iglesias y conventos. El vandalismo, las explosiones de bombas y los ajustes de cuentas eran el pan nuestro de cada día. Pero ésos no eran problemas serios para el Gobierno de la República. Aquel Gobierno de intelectuales ineptos que nos llevó al desastre instigaba con su pasividad a cometer aquellas atrocidades. Bajo la justificación hipócrita de compartir la tierra entre los que la trabajaban se produjeron arbitrariedades de todo tipo, que no pusieron fin al hambre de los campesinos; los cuales, por cierto, sí tenían qué comer cuando nosotros los contratábamos. A un íntimo de mi cuñado le mataron y le descuartizaron porque se negó a persignarse delante de la bandera republicana. Al marido de una amiga de mi hermana Cárol, completamente apolítico, le apalearon unos obreros porque no se rió cuando uno de ellos simuló la cópula con una talla de la Virgen María. A partir del 14 de abril, se diga lo que se diga, no compartir las pretensiones de la clase obrera o no participar de ciertos actos vandálicos se consideraba delito. También era un crimen tener las manos delicadas: un retén de milicianos paró por la calle al suegro de un íntimo amigo de un compañero de mi hijo Néstor, que era profesor jubilado de piano, y le pidieron que les enseñara las manos. El pobre hombre se las mostró, y, como vieron que no tenía gruesos dedos ni callos, le fusilaron. Y podría contar cientos de casos semejantes a éste. ¿Cómo quedarse parados ante esto? ¡Había que decir stop!

»La amenaza de una reforma agraria injusta y gratuita fue el arma que esgrimió contra nosotros el Gobierno de la República mientras que, en un alarde de torpeza que la Historia juzgará, permitió que la economía española entrara en una crisis irreversible y que la peseta bajara a ritmo vertiginoso. No ha habido ni habrá en la Historia de España ni en la Historia Universal políticas tan pestíferas para el Estado de las naciones como las que llevaron a cabo estos filosofastros y aficionados a las letras metidos a administradores.

»Es falso que el mismísimo mes de abril de 1931 comenzáramos a evadir capitales. Lo que ocurrió fue que el Gobierno de la República, arbitrariamente, decidió que no se podía salir de España con más de cinco mil pesetas. Pregúntese a Romanones, a Fanjul, a Lamanié de Clairac, a March, que fue injustamente encarcelado, a Royo Villanova; pregúntese a los Urquijo Ibarra o a los Ventoso, y se verá que todos confiábamos en la República y que le dimos un amplio margen de tiempo para que mejorara las cosas. O por lo menos para que no las empeorara. Pero cuando vimos que la peseta bajaba en Europa, y bajaba cada día más; cuando vimos que los comunistas se apoderaban de la República, cuando vimos que se instigaba a los obreros contra nosotros, y se permitían las provocaciones anarquistas, cuyos sangrientos piquetes se apoderaban por la fuerza de los ayuntamientos para proclamar el comunismo libertario o quemaban iglesias y conventos con monjitas dentro, entonces muchos de los nuestros comenzaron a moverse en un intento desesperado por salvar a España del caos. ¡Había que decir stop!

»Urquijo y Zubiría, que siempre fueron muy impetuosos, se unieron a un grupo de aristócratas desesperados y a Sanjurjo, a quien llamábamos "El loco". Como era de suponer, el intento fue abortado. Pero no adelantaré acontecimientos: de todo esto escribo en el tercer tomo de estas memorias. Allí describo mi participación y exacta responsabilidad en el Alzamiento Nacional, y analizo las circunstancias que nos obligaron a tomar aquella terrible decisión.»

Fidel Olivos,
Stop a todo desastre,
Salamanca,

Mesa Española, 1977, págs. 1345-47.

Cuando la Chari renunció generosamente a llamarla Rosario, que era una ilusión que tenía desde pequeña, y aceptó a regañadientes la idea de llamar Martiniana a la hija que acababa de nacer, Santos la besó agradecido. Ella no había conocido nunca a su amigo, pero toda la familia de su marido aseguraba que en las cuatro o cinco horas que el Santos había estado en Fuentelmonge le habían visto llorar aquella muerte más que la de su propio padre. Santos había regresado al pueblo al día siguiente del asesinato para conocer a su hija y a las pocas horas se había marchado a Monóvar, donde enterraban a Martini. Fue una ceremonia brevísima a causa de la lluvia, que no paró de caer durante todo el día. Conocieron a la madre de Martini, una mujer de pelo blanco y ojos secos, y a su tío, el anciano maestro Azorín, que no quiso saludarles. Salieron para Madrid a media tarde en el auto de Patricio. Llovía a muerte. Tenían la esperanza de que amainara según se acercaban a Madrid, pero sucedió todo lo contrario. El temporal arreciaba y la lluvia golpeaba cada vez con más fuerza la carrocería del auto y hacía más notorio el silencio entre ambos. Cada uno iba ensimismado en sus propias cavilaciones. Santos sentía que se le había ido media vida; si la muerte de su padre le despabiló, la de Martini, se decía, iba a envejecerle mucho; sentía que con él desaparecía de su vida definitivamente la escasa frescura que ésta pudiera haber conservado.

A Patricio la muerte de Martini le afectó más que a Santos. Se pasó todo el viaje recordando viejos tiempos. Pensaba, por ejemplo, la última vez que vine por aquí fue precisamente a visitar a Martini, que estaba pasando el verano en Monóvar; o no montábamos juntos en auto desde los días en los que íbamos a La Moratilla con el chófer de Leo, ¿te acuerdas?

Hacía ya una hora que había anochecido cuando Patricio decidió que estaba reventado y que no podía seguir conduciendo con esa tormenta. No estaban lejos de aquella Venta Los Tomates, donde en cierta ocasión pasaron la noche con Martini, hacía diez o quince años, de modo que propuso cenar y echar una cabezadita allí. A Santos la idea le tocó la fibra sentimental y estuvo de acuerdo.

El lugar no había cambiado prácticamente desde entonces. Como aquella noche, el posadero tampoco podía ofrecerles camas libres, y Patricio le recordó que hacía quince años había sucedido exactamente lo mismo, y que en aquella ocasión él les habla hecho unos camastros en la cuadra, donde durmieron a las mil maravillas. ¿Iban a dormir allí los señoritos?, se extrañó el ventero. Se encontraban tan agotados y llovía tanto que estaban dispuestos a tirarse donde fuera con tal de descansar unas horas. El posadero no tuvo inconveniente Pero antes querían comer. ¿Seguía haciendo aquella deliciosa matanza? Sí, señorito. Pues entonces tomarían algo de matanza y una botella de tinto de la casa.

Cenaron en silencio porque estaban cansados y porque tampoco tenían mucho que decirse; o igual sí, pero ninguno de los dos se sentía con ánimo para ponerse a discutir. Santos observó que Patricio comía con fiereza y gula; le repelió verle tan gordo, tan voraz y con los labios tan grasientos. Terminaron de cenar, pidieron, como aquella noche, una botella de aguardiente y se fueron al pajar. Se acomodaron lo mejor que pudieron y se sirvieron unos tragos sin decir ni una palabra. Fugazmente y por primera vez en mucho tiempo, Santos se sintió a gusto y en paz con Patricio. La muerte de Martini era el deshilachado cabo que les amarraba al muelle destartalado de su juventud. Bebieron y Santos empezó a ensalzar la amistad; se fueron inclinando hacia la nostalgia; hicieron proyectos en común para el resto de sus vidas y jugaron al juego de la verdad. Empezó a preguntar Santos, que lo primero que quería saber era si Patricio había dado por culo alguna vez a María Luisa. Patricio dijo que sí y le preguntó, a su vez, si su mujer tenía pelos en las tetas. A Santos le molestó la pregunta, y Patricio tuvo que recordarle la reglas: contestar a todo y no enfadarse. Santos finalmente admitió que sí.

—¿Es mi primo Marc realmente un hijo adoptado o aquello fue una mentira y en realidad es un hijo legítimo?

—¿Cómo dices?

—¿No te acuerdas que un día Marcelino nos contó que sus padres no eran sus padres, sino que le habían adoptado?

Patricio entornó los ojos y se rió maravillado por los recuerdos, obsesiones y fantasmas, dijo, que cada persona conservaba en la memoria.

—¿Es verdad o es mentira? —insistió Santos, despreciando las reflexiones filosóficas de Patricio.

—¿Cómo va a ser verdad eso? Lo que pasaba es que Marc era muy refinadito de joven y no soportaba tener una familia tan palurda. Por eso le dio por decir que era adoptado —repuso Pátric y, a continuación, preguntó:

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